I – Pragmatismo: ¿empresarial o peronista?
En estos días, mucho se ha criticado el pragmatismo empresarial del nuevo gobierno. Yo tengo otra visión. Para el peronismo, el borde de la legalidad es su ámbito natural. Desde su óptica, la vía central, la letra estricta de la ley, en cambio, es para tibios. Y al peronismo le molesta mucho que la hasta hace poco oposición gobierne con pragmatismo peronista.
Pues bien, Mauricio Macri ha decidido, con pragmatismo peronista, no transitar la vía central sino el estrecho y riesgoso espacio que lo contacta con el guard rail o con la banquina. En este tiempo, atravesó algunos sacudones porque el borde, por cierto, exige alguna pericia extra en la conducción.
Los que hoy se escandalizan por las temerarias decisiones gubernamentales son los mismos que aplaudían las decisiones igualmente temerarias de la administración anterior.
Es probable que Macri sufra unos cuantos raspones, algunos golpes e, incluso, que choque. En todo caso, deberá compensar los accidentes con medidas anticorrupción, negociaciones con la oposición menos feroz –que no es poca y que tiene sus propios objetivos de redistribución del poder peronista– y, sobre todo y ante todo, estabilidad económica que es lo que, al fin de cuentas, mueve las agujas del humor de los ciudadanos. La llamada "luna de miel" de un nuevo gobierno es quizás el momento más adecuado para morder la banquina o perder el espejo retrovisor contra el guard rail. Después de todo, los tres primeros meses de un gobierno son los que primero se desdibujan en la frágil memoria del electorado.
II – Cinismo político
Si damos un paso más, podemos también cambiar el eufemismo "pragmatismo" por una palabra bastante más ajustada: "cinismo".
No es la personalidad del líder la que seduce al electorado. Es la necesidad del electorado la que va moldeando la personalidad del líder. Y cuando el liderazgo se consolida mediante el voto llega el tiempo de echar un manto de piedad sobre las promesas de campaña y desplegar el cinismo. Después de todo, ya deberíamos saber que con la democracia no se come (1983), que los que siguen serán defraudados (1989), que un presidente no es el médico de todos los argentinos (1999), que la Argentina no termina de ser un país en serio (2003), que al final eran Cristina y vos, porque a Cobos se lo llevó el voto no positivo (2007) y que la fuerza de un pueblo incluía utilizarlo a "Él" hasta el paroxismo y poner a Amado Boudou en el segundo cargo más importante del país (2011). ¿Por qué, entonces, habríamos de creer en "la revolución de la alegría"? Solamente la vocación fiestera de los argentinos puede comprar una promesa de más celebración cuando, en realidad, lo que hay que hacer –y que bien sabemos aunque no nos guste reconocerlo– es arremangarse y empezar a lavar los platos, vasos y manteles de 8 años de festival desenfrenado.
Volviendo al cinismo político, implica sostener imposibles como certezas, estrangular la verdad hasta que pende apenas de un hilo, forzar la lógica y la racionalidad. Requiere construir estructuras que sostengan medidas en vez de tomar medidas que sean producto de la necesidad estructural. Su imperativo es quitar de la escena o velar parcialmente aquellos núcleos oscuros que la sociedad repudia pero que un gobierno no puede combatir porque de alguna manera lo sustentan. Y su objetivo principal es el incremento y fortalecimiento del propio poder, es decir, antes que el bien común, el interés personal (bajo el disfraz del bien común).
III – El lugar de la Justicia
Es una verdad de perogrullo decir que el pragmatismo y su versión extrema, el cinismo, se contradicen flagrantemente con la pureza que buena parte de los votantes espera y que buena parte de la oposición le exige –como si tuviese las manos limpias– a un gobierno.
Cualquiera que haya tenido una conversación a calzón quitado con un funcionario político de alto rango sabe que la pureza no forma parte de su diccionario.
El fundamento de la pureza, no como cosa real sino como ideal a alcanzar, es la ética. Y la ética, sabemos, limita la acción, fundamento, a su vez, del pragmatismo.
¿Qué es, entonces, lo que restringe al poder, lo que lo enmarca? La ley.
Estoy convencida de que no abunda entre nosotros el apego natural a la ley que es, en cambio, vista como una fuerza limitante que por todos los medios hay que intentar eludir. Es débil en nosotros el "esto no se hace, no debe hacerse, no puede hacerse". Porque, claro, nuestros pragmáticos gobernantes no han descendido de una nave intergaláctica sino que forman parte del mismo sustrato que tiene por costumbre mirar la ley con cierto desprecio.
Es la Justicia, con rigor, seriedad, imparcialidad y transparencia la que puede ponerle coto al poder político y equilibrar y controlar sus posibles excesos. La Justicia debería ser objeto de nuestra más severa exigencia (y recibir nuestro compromiso de acatarla con la misma severidad, por supuesto).
Pero, hasta ahora, su desempeño no ofrece demasiados motivos de orgullo.
Tradicionalmente corporativo, con frecuencia autorreferente y en estos últimos tiempos más preocupado que nunca por conservar sus privilegios, el Poder Judicial es víctima del mismo mal que nos aqueja a todos: la fragmentación social por motivos políticos. Con dos bandos que reclaman el monopolio de la legitimidad, a la Justicia se le ha caído la venda de los ojos y se le ha quebrado el fiel de la balanza.
En ese estado de división es difícil que pueda cumplir con la misión que le es natural y que alcanza una enorme relevancia en el presente.
IV – Nosotros, los de a pie
Pablo Gerchunoff y Lucas Llach publicaron un libro sobre los avatares de la economía argentina al que titularon "El ciclo de la ilusión y el desencanto". Ese título que retrata con enorme precisión las variaciones del estado de ánimo nacional, también nos habla de cierta ingenuidad infantil: la ilusión solamente puede conducir al desencanto. Mucho más cuando el desencanto es el terreno en el que hacemos crecer una nueva ilusión.
La ilusión es un "concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos". En contraposición, la esperanza es el "estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea"(*).
Nosotros, los de a pie, tenemos la responsabilidad de abandonar la costumbre de la ilusión y el deber de alimentar la esperanza.
No es azaroso el uso de la palabra "deber" en este caso. Cuenta Santiago Kovadloff que a poco de ganar las elecciones de 1983, Raúl Alfonsín convocó a un grupo de artistas y escritores a una reunión. De ese grupo formaban parte tanto el propio Kovadloff como Jorge Luis Borges, quien tomó la palabra en nombre de todos los presentes y dijo: "Señor Presidente, usted nos ha devuelto el deber de la esperanza" (**). Es notable que Borges, en su ferviente agnosticismo, concibiera la esperanza no como algo natural sino como un ejercicio necesario, un cuestionamiento permanente y una desafiante indagación personal.
Aun sabiendo que nunca estará satisfecha la totalidad de una sociedad, formada por individuos diversos y con diferentes órdenes de preferencias, los de a pie nos encontramos frente a un dilema: ¿cuánto pragmatismo es necesario admitir y cuánta pureza es imprescindible exigir?
Sin caer en el cinismo que aniquila la ética y sin dejarnos seducir por la ilusión que da origen al desencanto.
(*) www.rae.es
(**) www.revistacriterio.com.ar/bloginst_new/2015/03/03/dios-en-la-palabra-de-borges/, nota al pie.