En los últimos días, la tensión entre el Gobierno Nacional y el de la Ciudad de Buenos Aires por el conflicto en Villa Soldati llegó a límites impensados.
Lejos de tratar de solucionar el problema, ambas administraciones llevaron adelante una política de "limado" enrostrándose mutuamente las responsabilidades, acusándose sin pudor, desapareciendo de la escena en momentos de extrema violencia y dejando a los vecinos y a los ocupantes del parque en un imperdonable estado de abandono que costó al menos tres vidas.
Nuevamente, la clase política, con su mezquindad y su estrechez de pensamiento, les arrebató a los ciudadanos el rol protagónico. Y fue, entonces, mucho más importante echar culpas y denunciar presuntas maniobras de desgaste que atender a las necesidades de la gente.
Prueba de que ambos gobiernos estaban en igual posición fue que los dos utilizaron los mismos argumentos: "nos quieren desestabilizar (o debilitar o esmerilar)", "que pongan a SU policía (como si la policía fuese propiedad de ocasionales funcionarios)", "no es un tema nuestro (¿para qué son el Estado?)" y otras no menos aberrantes declaraciones.
Por otra parte, la discriminación también se hizo presente a niveles dirigenciales. La "inmigración descontrolada" de Mauricio Macri –que intentó en numerosas oportunidades y sin éxito alguno aclarar con su insoportable tonito barrioparquense (tarde, Mauri... no aclares que oscurece)– no fue menos grave que el "¿quién no conoce a un albañil paraguayo?" o el "tengo dos chilenos que cuidan mi casa" de Cristina Fernández de Kirchner. Poco felices ambos pero, también ambos, dando muestras de que "todos somos iguales pero algunos somos más iguales que otros".
Finalmente, las cámaras –no los relatos periodísticos, sino las imágenes crudas– le proporcionaron a la ciudadanía un baño de realidad. Esas personas que decidieron plantar sus improvisadas carpas en un predio público sin servicios –ni luz ni gas ni agua ni cloacas–, ¿lo hicieron abandandonando un lugar mejor? No, claro que no. En el mejor de los casos, era igual y, por lo tanto, no tenía ni agua ni luz ni gas ni cloacas. La única diferencia es que las cámaras no suelen mostrar el infierno cotidiano en el que viven miles de seres humanos.
Ayer, luego de otra tensa reunión con el Gobierno de la Ciudad, el Gobierno Nacional envió a la Gendarmería y a la Prefectura a cercar el predio. En este momento, los que están adentro no pueden salir y los que están afuera no pueden entrar. Una suerte de corral lleno de hombres, mujeres y niños (muchos niños). La visión de esa escena es penosa. Señala uno de nuestros más grandes fracasos: la movilidad social es cosa del pasado, la brecha entre los que tienen y los que no tienen se ha hecho insalvable. El cordón de uniformados es una horrorosa metáfora de nuestra realidad.