3/19/2007

Angelina (1897–1990)

Lenta, inexorablemente
una niebla piadosa
desdibujó tu pensamiento.
La mirada se te volvió hacia atrás,
lejos,
y se instaló en la aldea
al pie de una montaña.
La voz se te mezcló
con viejas voces
del idioma infantil.
Dulce canción.
Perdidos la historia, el recuerdo,
perdidas las caras del presente,
tu mano envejecida
aún tiene algo
de aquella, firme,
de las tardes en la plaza.
Y en la sonrisa
impersonal
que agradece mi presencia
hay un atisbo
de la risa compartida.
No sé si llorar porque te vas
o porque te fuiste
hace ya mucho tiempo.

Intermezzo florentino – 1990

I
La ciudad despierta, tendida a mis pies.
Lo que mis ojos ven con tanta pasión no será olvidado.
Mi voracidad no puede ser infecunda.
Algo de mí cambia, aquí tan lejos, y aún no sé qué es.

II
Me despierto en Florencia.
El Arno guarda,
en su lentitud,
un segundo despertar.

III
Ojos que la muerte
debería haber vaciado
y están vivos.

IV
Vieja bruma.
La mirada nueva,
de siglos.
Crujir de ropas y
olores nauseabundos.
Ariadna deshace
el laberinto
con el hilo
de una memoria
inesperada.


Sobrevolando – 1991

El Universo es el espejo en el que la divinidad se contempla
Giordano Bruno (1548–1600)


Olvidamos. La vida es un trabajo: olvidar para volver a recordar. Y volver a olvidar.

A lo largo de los años, de las décadas, de los siglos, hemos olvidado y redescubierto, periódicamente las mismas cosas. Somos hijos del olvido y padres de nuestra memoria. De la memoria del tiempo con que estamos construidos.
Olvidamos. Creamos un saber propio a partir de un descubrimiento que es mero recuerdo. El origen del universo está marcado en nosotros. Lo conocemos pero intentamos ignorarlo. Poseemos las huellas del origen de la humanidad. Pero no sabemos cómo leerlas. Somos un reflejo perfecto del orden universal. Pero ese orden, fácilmente decodificable, se nos hace incomprensible y sólo vemos caos. Comprendemos poco. Apenas lo contingente, lo momentáneo, lo temporal. Sabemos parcialmente de manera lineal y sucesiva. Por un mecanismo de sospechosa defensa, hemos abolido laboriosamente todas nuestras percepciones de totalidad. Y aquello que se nos presenta, con inusitada perseverancia, como totalizador, superpuesto y multidimiensional, produce en nosotros un sentimiento de angustia porque lo asociamos con la locura.
Todo nuestro saber debe ser desmenuzado, estar ajustado y contenido en una serie de reglas que reducen los conocimientos a estructuras fijas y preestablecidas. Todo lo que allí no cabe, lamentablemente, no existe.
De entre las cosas que los griegos nos legaron –y que olvidamos, tal vez para adjudicarnos la gloria de su descubrimiento– hay una que periódicamente vuelve a florecer: su concepción del universo.
Eurínome, Diosa de las Cosas Desnudas, surgiendo desnuda del Caos, al no encontrar nada sólido en qué apoyar los pies, separó el mar del firmamento y danzó solitaria sobre las olas. La Noche de alas negras, cortejada por el viento, puso un huevo de plata en el seno de la Oscuridad. Eros salió de ese huevo y puso el Universo en movimiento. La Madre Tierra emergió del Caos y dio a luz a Urano mientras dormía. Tres instancias míticas de la Creación. Tres historias en las que se entrecruzan Caos, noche, Universo y mujer.
Pero en la visión griega del Universo hay un concepto que nuestro pensamiento encuentra difícil de concebir: Universo es UNO. De allí en más, en ese pasado remoto, toda cuenta era una partición. Dos, la mitad de uno. Tres, la tercera parte. Cuatro, la cuarta. Uno: siempre Todo.
Ese todo que nos reune, nos identifica, nos iguala y, a la vez, nos diferencia. Ese Todo y nosotros, piezas indispensables, imposibles de reemplazar. Hacedoras del equilibrio inestable del Universo. Nosotros, también, Universo. Dentro del Universo. Y el Universo en nosotros. Tan opuesto al conceto de sumatoria de individualidades que aún anida con sorprendente fuerza en los casuales moradores de este mundo.
Siglos más tarde, Leibniz, un filósofo alemán, enunció con la poesía y la sencillez de la verdad este criterio reversible de la relación entre el hombre y el Universo. La idea surgió mientras se encontraba mirando un estanque. Vio el Universo en el agua del estanque. En los nenúfares que flotaban. En cada pez. Concluyó, aunque lo hayamos olvidado, que bastaba con mirar una parte para encontrar allí el Todo.
Tiempo después, el movimiento Romántico alemán experimentó una suerte de desesperación en pos de hacer realidad una idea vertebradora: ser uno con el mundo. Cada miembro penó, a lo largo de su vida, por volver a la concepción griega del Universo. Según su teoría, los dioses, irritados por la conducta de los hombres, se habían retirado de la Tierra. Los poetas, con su misión superior, debían ser los encargados de restablecer la comunicación interrumpida. Como mediadores de la voz divina, traían la palabra que los ayudaría a construir un mundo más integrado. Sólo el crepúsculo ofrecía un instante de consuelo. Ese momento en que la luz se hace difusa, en que no se sabe bien si el día está naciendo o muriendo, era el que los dioses elegían para volver a comunicarse fugazmente con los hombres. ¿Quién, frente a un ocaso, no ha tenido la sensación de lo indefinible? ¿Quién ha podido nombrar los colores del cielo, los matices que cambian a cada instante, que escapan a nuestra mirada y a nuestra comprensión? Sin embargo, el final de la ilusión romántica fue trágico: la humanidad, embarcada en el sueño de la Ilustración, corría hacia otros lugares.
Desde entonces hasta hoy, el conocimiento científico traspasó nuestra existencia. Llegó a ocupar el espacio de todas nuestras preguntas borrando así la, tal vez, más humana de nuestras necesidades: la necesidad de lo inexplicable. Creando una conciencia individual, potente y monolítica. Pero ese saber hegemónico y aparentemente indestructible, llevaba en sí mismo, en los postulados en los que sustentaba su estructura, el germen de su destrucción. Parapetado, protegido, cerrado era, sin embargo, víctima de su propio encierro. Propenso a ceder frente a la más mínima fisura, no fue capaz de soportar la grieta.
Hoy estamos aquí, han pasado siglos. Muchos murieron por ideas que actualmente se sostienen con la mayor naturalidad. En el camino, para acceder a ellas, algunos debieron crear los paraísos artificiales. Fueron los llamados "malditos". La historia de la literatura está llena de esos "malditos", sin importar la época en que hayan desparramado sus pensamientos. Todo el arte, en realidad, es territorio de exiliados. En la era de la masa, los idealistas fueron parte de la interminable procesión de neuróticos. Afortunadamente, ya no se necesita ser loco para creer que el Orden perdido florece saludablemente en nuestro interior como reflejo de un orden mayor que debemos renunciar a comprender y a explicar con las palabras que usamos a diario. Un Orden que a veces sólo deja espacio para el silencio. Un Orden que sentimos –y por fin el sentimiento vuelve a ser un patrón de verdad– y del que nos sentimos parte.
Hoy estamos aquí. Intentando mirar el mundo con ojos de halcón. Sobrevolando. Viendo el Todo. Siendo el Todo. Sin dejar de ver ni de ser la parte. La parte importante sin la que ese Todo no sería lo mismo.

"... vi la circulación de mi oscura sangre,
vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte,
vi el Aleph, desde todos los puntos, vi el Aleph en la tierra
y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra,
vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré,
porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural,
cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado:
el inconcebible universo. [...]
Sentí infinita veneración, infinita lástima."
Jorge Luis Borges