5/30/2007

Memorias del Fantasma: La invención de la realidad V Feria de vanidades

Tiempo después, con la alianza ya legalmente constituida, los equipos que hasta ese momento habían trabajado en diferentes lugares se mudaron a la sede oficial de “Todos para adelante”. Allí marché yo también a vivir la experiencia de estar todos bajo el mismo techo, respirar el aire de la campaña, sentir la adrenalina preelectoral y ver a los militantes en acción.
Lo que hasta ese momento había sido un tranquilo discurrir de los días se transformó de pronto en agitación sin respiro. Las militantes de la tercera edad, que ocupaban sus tardes llenando sobres con material promocional, entraban en nuestra área de trabajo cada hora u hora y media gritando como colegialas excitadas: “¿Llegaron los pins y las banderitas? ¿Llegaron los pins y las banderitas?”. Estaban impacientes por lucir en sus pechos el botón con la cara del “líder” y hacer flamear los colores del partido. Los integrantes de la juventud, en cambio, no mostraban interés por el merchandising sino por presentarnos regularmente los productos de su bullente creatividad que se materializaban en irrealizables proyectos de comerciales y actos multitudinarios. La salita verde, por su parte, continuaba con las reuniones semanales, mientras que cada integrante persistía en las actitudes que ya he relatado. Finalmente, en una de esas reuniones, se aprobaron los guiones para los comerciales de televisión y, unos días después, estábamos listos para filmar.
Titánica fue la tarea de juntar a los candidatos de todas las provincias. No menos arduo fue explicarles el tipo de vestimenta que tenían que llevar. Pero lo peor de todo fue recibir, una tras otra, llamadas en las que preguntaban si cremita era lo mismo que marrón, si gris oscuro daba igual que gris claro o gris topo, si negro era mejor que azul, si el cinturón, los zapatos, la corbata y el pañuelito debían combinar, confirmando que cualquier burla que yo hubiese inventado no era más que un amago de realidad, triste realidad.
Llegué a la locación a las seis de la mañana para estar mientras se armaban el set –en la sala de reuniones de una empresa– y el lugar donde se tomarían algunas fotos –en una oficina de la misma empresa–, todo especialmente acondicionado para que pareciera que los muchachos eran devotos del trabajo.
De a poco, empezaron a caer los candidatos, funda con traje en mano, listos para pasar a maquillaje. A medida que se amontonaban, el ambiente se iba haciendo más raro: al equipo de filmación, como treinta personas entre maquillaje, iluminación, cámaras, eléctricos, director y asistentes, nos sumábamos nosotros, los integrantes del equipo creativo, y a todo eso, los inminentes protagonistas de las joyas del séptimo arte que estábamos a punto de pergeñar. De todos modos, nadie perdía sus características propias. El “langa” se paseaba entre la gente con una taza de café y su invariable sonrisa; la “camionera” había venido más enjoyada que nunca; el “líder” mostraba que podía ser el capo de la alianza pero su esposa, pegada a él como estampilla y susurrándole constantemente al oído, denunciaba quién llevaba los pantalones; desde un rincón, la dama joven, devenida candidata a concejal por la gracia recibida y otorgada, le hacía sonrisitas al jefe de campaña; uno de los mascarones de proa, el del traje marrón-cremita, recitaba su parlamento en una esquina, mirando a la pared como si estuviese en penitencia. El clima era de algarabía estudiantil hasta que el director a cargo de la filmación dio la orden de comenzar y comenzó a acomodar a los actores. Luego pidió que se encendieran las luces y, tras el tradicional “se filma”, todos vimos en silencio cómo se desarrollaba el evento. Las cosas iban medianamente bien, considerando que no estábamos trabajando con profesionales, cuando un grito sacudió la escena. La esposa del “líder”, que miraba con atención en el monitor del director, sentada en el sillón del director, haciendo como que era el director, había sido presa de un ataque de histeria:
–¡Pepe! ¡Te brilla la frente! ¡Maquillaje, maquillaje!
La maquilladora, delgada, bonita y simpática, se acercó a reparar tamaña afrenta al buen gusto, seguida por la mirada llamante de la esposa que no era ni delgada ni bonita ni simpática. Y, dos minutos después, todo había vuelto a la normalidad. Casi.
–¡Pepe! ¡Tenés los ojos rojos! ¡Maquillaje, maquillaje, el colirio, rápido!, –volvió a aullar la santa esposa del "líder".

La maquilladora, delgada, bonita y simpática pero ya con cara de embole, llegó corriendo con el frasquito en la mano. Cuando se estaba acercando al “líder” para solucionar el inconveniente, la esposa del capo se le interpuso, le arrebató el milagroso Lidil y se abalanzó hacia su marido, que esperaba ya con la cabeza en alto, con tanto ímpetu que estrelló el pico del frasco contra el interior del ojo del sumiso cónyuge. Resultado: filmación suspendida por un rato y esposa saliendo “a tomar aire” por consejo del “director” que trataba por todos los medios de contener la ira del otro director.
Retomamos la tarea, sin embargo, algo había cambiado en el ánimo de los presentes. Cierto cansancio y malestar empezaba a notarse, sobre todo en los políticos que viendo lo avanzado de la hora se impacientaban por cumplir con los compromisos que llenaban sus agendas. Por fin pudimos volver a rodar. Aunque no todo iba a salir tan fácil como parecía. Uno de los candidatos tenía un parlamento de apenas cinco palabras: “Vamos a combatir la corrupción”. No podía ser más sencillo, sobre todo para alguien que, como él, había pertenecido al Poder Judicial. Pero la escena demandó más de dos horas. Toma tras toma, el tipo intentaba sin éxito decir su línea.
A la quinta vez que el contundente "Vamos a compartir la corrupción" estremeció la implacable luminosidad de los reflectores, medio equipo creativo estaba revolcándose y ahogando las risas bajo la enorme mesa de cristal; parte del equipo de filmación había salido de la sala porque no podía aguantar las carcajadas y el ánimo del director era apocalíptico; y los candidatos intercambiaban miradas de vergüenza ajena y propia. Hasta que alguien, desde el fondo de la habitación, gritó: “Bueno, che, no lo gasten, al menos el tipo quiere compartir”.

5/28/2007

Memorias del Fantasma: La invención de la realidad IV Todos para adelante

Con el correr de las reuniones de la salita verde, que seguían llevándose a cabo con regularidad cada martes y a las que yo tenía que asisitir en mi función de escribiente, los participantes empezaron a conocerme y saludarme con amabilidad. Atrás había quedado mi estupor al saber que las radios encendidas se debían a la paranoia de la clase política –después pude comprobar que casi toda la clase política sufre de la misma paranoia– que temía que sus tan importantes elucubraciones fuesen grabadas mientras una perfecta desconocida –yo, durante el primer encuentro– anotaba cada palabra que se decía en el cónclave (tal vez pensaron que la escritura me saldría con interferencias). Como observadora, por otra parte, había advertido que el incipiente acercamiento entre la dama joven y el jefe de campaña ya era un franco coqueteo en el que, por supuesto, ambos olvidaban que tenían sus respectivos cónyuges; el “langa”, en cambio, se había dado por vencido en la conquista de la “camionera”, y los mascarones de proa llegaban cada vez más temprano para ocupar los lugares próximos a donde supuestamente se sentaría el “líder”, de todos modos, nunca pude saber si lo hacían por ambición política o porque los platos de medialunas siempre quedaban de ese lado.
Por fin, un día, el nombre del nuevo partido quedó fijado como “Todos para adelante”. No me detendré a especificar el recorrido semiológico que condujo a esa elección. Sólo diré que, mientras copiaba las alternativas en mi cuadernito cuadriculado, se me ocurrieron algunos obvios mensajes de campaña del tipo: “Todos para adelante. Estamos para atrás” o “Todos para adelante así te la damos por atrás” o “Todos para adelante te deja para atrás” que seguramente, por ser tan obvios, se le iban a ocurrir a otro para poner en ridículo al partido que, por supuesto, no se llamó partido porque “partido” quiere decir “que no está entero”, sino alianza porque tenía que ver con "el compromiso, el matrimonio, la unión indisoluble". Claro que los cerebros que con tanta profundidad analizaban los contenidos estaban dejando de lado lo nefasto que, en un pasado reciente, había resultado ese modelo de amontonamiento provisorio.
Casi al final de la reunión, el “líder” hizo un emocionado brindis celebrando “el bautismo del nuevo movimiento que sumaría a sus filas a las mayorías silenciosas y hartas de la corrupción” y todos aplaudieron de pie. Antes de retirarnos también quedaron definidas las líneas de campaña sobre las que habría que apoyar toda la producción discursiva: las primarias eran corrupción, seguridad y desempleo –¿alguna vez fueron otras?– y las secundarias, educación y salud. ¡Oh, Dios mío!
Si algo me alegraba, en medio de semejante pobreza de nombre y de ideas, era saber que de ahí en más yo tendría que dejar de anotar para comenzar a pensar en estrategias de campaña. ¡Cuánto me equivocaba! No sólo no dejé de anotar sino que, además, tuve que comenzar a pensar estrategias de campaña, bases fundacionales de la alianza, propuestas concretas para los potenciales legisladores, materiales de promoción y comerciales de televisión y radio.
Mientras yo empezaba a pensar todo eso, las investigaciones continuaban y los asesores legales de la nueva agrupación se dedicaban a hacer todos los trámites necesarios para la obtención de la personería jurídica que les permitiría contar con los beneficios que favorecen la actividad política: presupuesto, desgravaciones impositivas varias, segundos gratuitos de televisión y radio –el famoso “espacio cedido a los partidos políticos” que nos atormenta la tanda durante las campañas electorales–, y la remuneración por cada sufragio, a cobrar luego del comicio; sin contar con los desinteresados aportes de empresas y organizaciones que servirían para pagar, entre otras cosas, los honorarios del equipo creativo del que yo ya era parte.
Para la redacción de las bases me sugirieron que interiorizara acerca de dichos y expresiones de los fundadores de la Nación –se referían al país, no al diario– que servirían también para hacer toda la gráfica de lanzamiento de la joven –¿joven?– agrupación. Obediente, me sumergí en la lectura de documentos y textos históricos desde la mal llamada Revolución de Mayo hasta la también mal llamada Revolución Libertadora. Cuando pregunté al jefe de campaña cuáles eran las personalidades que debían estar excluidas en la búsqueda me contestó con tono ofendido que yo debería saber que estábamos “formando una alianza inclusiva y plural” y que nuestra comunicación tenía que “mostrar el grado de apertura, innovación y modernidad más allá de cualquier diferencia estereotipada y dejando atrás los prejuicios del pasado”. Salí de su oficina preguntándome si me había invitado a incluir la palabra de Evita o si estaba justificando su apasionado romance con la dama joven.

5/27/2007

Memorias del Fantasma: La invención de la realidad III Llevo en mis oídos...

Llegamos a la reunión con media hora de retraso, lo que para el “director” –siempre fiel al “estoy llegando”– era un verdadero record de puntualidad. Entramos en la sala donde parte de la plana mayor estaba ubicada. Me llamó la atención ver algunas caras conocidas de otros partidos y concluí que me hallaba frente a un evidente rejunte de militantes de segunda línea de partidos de segunda línea, lo cual era una ecuación peligrosamente mediocre. También había rostros nuevos para mí y, dadas las circunstancias, para desasnarme debería esperar a la finalización del cónclave.
Busqué un lugar alrededor de la enorme mesa ovalada, tratando de quedar en una posición que me permitiera cumplir con la tarea de observación y anotación que me había sido encomendada. Al rato, entró el candidato que impulsaba el curioso apelotonamiento ideológico –y que iba a constituirse en el líder– precedido de su amigo y jefe de campaña, una especie de eterno y jocoso adolescente. Entonces, casi como por obra de un milagro, se encendieron tres radios, sintonizadas en emisoras diferentes, que había en las esquinas de la habitación y, a pesar del molesto barullo que causaban y que empastaría todo el desarrollo del encuentro, hubo un suspiro de alivio generalizado.
Cuando parecía que la reunión iba a comenzar, entraron dos mozos con sendas bandejas llenas de medialunas y jarras con café y té que repartieron sobre la mesa. Hubo un momento de confusión cuando varias manos se lanzaron en búsqueda del desayuno.
El jefe de campaña, con sonrisa de chico en campamento escolar, le acercó al "líder" uno de los platos con medialunas y el "líder", ni lerdo ni perezoso, se lanzó a dar cuenta de ellas como un refugiado biafrano, mostrando que la angustia oral había pasado a ser un trastorno severo de la personalidad y que, por mucho que lo intentara, su personal trainer no podría eliminar el exceso de peso ganado a fuerza de legítimo, intenso y persistente ejercicio mandibular.
Finalmente, cuando cada asistente tuvo su ración y el silencio masticatorio se hizo general, uno de los hombres se puso de pie y comenzó el análisis de las encuestas. Tan admirables eran su histrionismo y su gracia que olvidé, tal vez porque me parecía intrascendente, que tenía que anotar todo hasta que un disimulado codazo del “director” me volvió a la tarea y, sin dejar de escribir cifras, porcentajes y variables, me encontré mirando de reojo a los presentes para advertir, no sin sorpresa, que la dama más joven intercambiaba miradas cómplices con el jefe de campaña; que uno de los mascarones de proa, viejo militante de un pequeño partido nacional, tenía una marcada actitud obsecuente hacia el devorador de medialunas; que la otra dama, más o menos de mi edad, a pesar del irreprochable traje sastre color manteca y los oros que le colgaban por todos lados, cada vez que emitía una palabra parecía un camionero; y que otro mascarón de proa con dientes recién estrenados se hacía el “langa” con una espantosa falta de disimulo.
Mientras tanto, el sociólogo –porque según me enteré después, era un sociólogo– a cargo del análisis de las encuestas terminaba su exposición diciendo que la noticia más relevante de la semana había sido el asesinato de una jovencita gracias a los veinticinco golpes de plancha propinados por su concubino. En ese momento, tomó la palabra un hombre de aspecto bastante desprolijo que se había mantenido en silencio desde el inicio de la reunión. Con una amplia sonrisa que dejaba ver los dientes oscurecidos por el exceso de nicotina, dijo ser el nuevo encargado de las encuestas cualitativas y pasó a dar unas cuantas explicaciones acerca de su modalidad de trabajo: cantidad de grupos, cantidad de personas por grupo, tiempo de duración de las entrevistas, parámetros de investigación, para luego pasar a los resultados del procesamiento. Por lo que entendí, que no era mucho, la búsqueda estaba orientada al nombre que se le debía poner al partido para que la gente se sintiese identificada y, a la hora de las urnas, votase por los candidatos. El psicólogo –porque el tipo, además de sucio, era psicólogo– hizo una exposición detallada de los sentimientos que habían generado en los integrantes de los grupos las palabras fuerza, movimiento, partido, unión, alianza, confederación y otras que no pude anotar porque me distraje con las manchas de grasa que tenía en el sweater. Luego se explayó sobre las reacciones que despertaban los términos país, pueblo, gente, nación, república, y las implicancias que tenía desde el punto de vista semiológico el uso de preposiciones que unieran ambos conceptos. Para terminar, hizo entrega de un ejemplar de la investigación al “líder” y otro al “director”. A partir de ese momento, todos empezaron a hablar al mismo tiempo como los chicos de una salita de cuatro –la salita verde, nombre que, debo confesar, quedó instituido para mi uso interno– cuando la maestra termina de contarles un cuento, y ya no hubo manera de retomar el cauce de la reunión. El “líder”, con una miga de medialuna en la barbilla, en un rapto de creatividad sublime, tiraba combinaciones azarosas de palabras para bautizar el partido; el “langa” se había acercado peligrosamente a la “camionera” enjoyada; la dama joven le hablaba casi al oído al jefe de campaña y los mascarones de proa, viendo los platos vacíos, se iban corriendo hacia la puerta para retirarse de a uno sin siquiera saludar.
Mi cabeza era un revoltijo de datos y, si no me equivocaba, el nombre más adecuado para el partido debía ser algo así como “Club de la pachanga”. Con la sala casi vacía, los sonidos de las radios dejaron de ser un murmullo para empezar a distinguirse: en el fondo, una locutora anunciaba tiempo inestable para la tarde; a mi izquierda, Shakira se preguntaba dónde están los ladrones y la voz de Luis Miguel acometía un insoportable no sé tú desde la derecha. Todo un mensaje.

5/25/2007

Memorias del Fantasma: La invención de la realidad II Precalentamiento

Esa mañana me presenté en la casa-oficina donde me esperaba un escritorio tranquilo y con todo lo que podía necesitar para desempeñar mi tarea. Como el “director” aún no había llegado y yo no tenía directivas precisas para comenzar a trabajar, pasé un largo rato ordenando las cosas a mi modo, incluidos los pensamientos que, desde el final de la entrevista, dos días antes, habían seguido la misma trayectoria que una veintena de caballos desbocados en el exiguo terreno de mi cabeza. No era para menos. Acostumbrada a manejar mis tiempos, a decidir el momento de una reunión, a mirar de reojo el ritmo de mi casa, una de las cosas que me habían parecido interesantes acerca de este puesto era la flexibilidad horaria. Claro que, a esas alturas, yo no tenía la más peregrina idea de cuán flexible podía llegar a ser. Finalmente, cerca de mediodía, después de haber llamado varias veces para decir “estoy llegando” –tampoco supe, hasta que la experiencia me lo demostró, el grado de elasticidad de ese simple gerundio–, el “director” apareció ante mí con una pila de papeles que depositó ruidosamente sobre el escritorio.
–Bueno, –me dijo –, acá está casi todo el material que tendrías que leer. Si encontrás alguna dificultad para comprender, estoy en mi oficina. No dudes en preguntarme.
Le devolví la sonrisa y tomé el primer documento, sólo separado de los demás por un broche común. El título, “Tracking de la semana 18 – Investigación cuantitativa”, no prometía mucho. Al dar vuelta la página, surgió ante mis ojos la primera de los cientos de miles de estadísticas que vería en los meses siguientes. Con ese gesto comenzó mi entrenamiento intensivo para la construcción de un partido político.
Menos de una semana tuve para interiorizarme de las investigaciones que se habían estado llevando a cabo. En pocos días aprendí cómo leer una encuesta, qué variables eran las más significativas, la importancia de la ficha técnica. Supe de preguntas abiertas o cerradas, de segmentación, de barrido, de cortes. De investigaciones cuantitativas y cualitativas. De focus groups, de telemarketing proactivo, de mensajes taylor made. De períodos ventana, de migración del voto, de nichos. Y no escribí ni una letra. Y del partido, ni noticias.
El ritmo de producción de información era febril. De manera sistemática, de martes a domingo, se medía la intención de voto tomando como parámetros edad, sexo, barrio o distrito o ciudad, nivel socioeconómico y nivel de educación, es decir las variables duras. Además, se interrogaba acerca de quién era el sostén del hogar, la cantidad de miembros de una familia que trabajaban, cuáles eran para el entrevistado los problemas más relevantes de la sociedad y cuál era la noticia que más lo había impactado en los últimos siete días. El lunes se procesaban los resultados. Cada quince días recibíamos las investigaciones cualitativas que iban dibujando las que deberían ser las virtudes del candidato y también los defectos o vicios que tendría que evitar. Del mismo modo, se relevaban series de palabras relacionadas con la actividad política y el ejercicio de funciones legislativas y ejecutivas.
Mientras yo intentaba procesar la información y me preguntaba para qué demonios me servía y cuándo comenzaría la tarea para la que me habían contratado, el “director” se la pasaba de reunión en reunión, de modo que sólo lo vi esporádicamente, en los intervalos entre un “estoy llegando” y otro.
Un lunes, antes de que me fuera a casa, entró a mi oficina para decirme que al día siguiente ambos teníamos que asistir a la reunión de los martes. Cuando le pregunté de qué se trataría el encuentro, me dijo:
–La plana mayor del partido (no pregunté qué partido, así que nunca me pude enterar) se reúne todos los martes con los analistas y asesores (tampoco pregunté analistas de qué ni asesores de quién) para la lectura de las encuestas (de eso sí venía sabiendo un poquito), la interpretación de los resultados y el debate de ideas (bueno, al menos, había más de una idea para debatir).
No conforme con lo intrincado de la explicación que no había contestado mi pregunta, volví a intentar, esta vez con algo más directo:
–¿Y yo qué tengo que hacer ahí?
–Buenooo… esteeee… ejemmm…vos te sentás ahí, observás y anotás.
Sentarme, observar y anotar, pensé. No parecía difícil. Además, me estaban pagando una fortuna para no haber hecho otra cosa que ser lectora de encuestas y, ahora, una especie de taquígrafa del encuentro.

5/23/2007

Memorias del Fantasma: La invención de la realidad I Una entrevista exitosa

Cuando recibí el llamado para ese nuevo trabajo, mi experiencia como fantasma era bastante amplia. La búsqueda se orientaba a una persona altamente entrenada para escribir, investigar sobre historia, informada y, por sobre todas las cosas, de máxima discreción. Una amiga que ya formaba parte del equipo, sabiendo que mi perfil se ajustaba, le había proporcionado mis datos a quien estaba a cargo de la dirección. Sin embargo, aunque la propuesta era sumamente atractiva, yo nunca antes me había desempeñado en política y el salto de la ficción a la realidad me provocaba un molesto cosquilleo en el estómago. Si bien no se me había informado para quién trabajaría, el desafío de conocer por dentro las alternativas de una campaña electoral sonaba muy tentador.
La entrevista, que por acuciante necesidad de mis potenciales empleadores tuvo lugar casi inmediatamente después del llamado, se desarrolló en una mansión estilo Tudor acondicionada como oficina y situada en un elegante barrio de la ciudad. Una amable recepcionista me condujo a través de una gran sala donde trabajaban al menos cinco personas para luego ascender a la planta alta donde, tras una doble puerta de madera, me esperaba el “director”: cincuenta y pocos, barba y cabello entrecanos y cuidadosamente descuidados, y con ese agradable no sé qué que denuncia que el “don de gentes” ha escalado hasta transformarse en “don de agenda”. Tras él, una pizarra blanca en la que se destacaba lo que parecía ser el borrador de un diagrama organizacional; y a un costado, un gran televisor encendido y sin volumen.
En pocas palabras, café mediante, volvió a explicarme los requerimientos mínimos para ocupar la posición y me preguntó si creía cumplirlos. Ni lerda ni perezosa, le contesté que de otro modo no estaría postulándome y agregué que, en definitiva, al momento de llamarme él ya debería haber estado convencido. Reímos de buena gana. La esgrima verbal nos sentaba bien a ambos. Entablamos una conversación casi sin importancia acerca de cuestiones de actualidad. Minutos después, yo había comprendido que la mecánica de la charla consistía en un simple “cambio de figuritas”: te cuento algo para que me cuentes algo. Entonces me relató su trayectoria para luego decir:
–Hablame de tus antecedentes laborales.
A ver si me explico: los fantasmas no tenemos antecedentes laborales; de los otros no estoy segura, pero laborales no; nuestro curriculum vitae es un compendio de vaguedades, no sólo porque debemos guardar secreto profesional sino también porque si decidiéramos gritar a los cuatro vientos para quiénes trabajamos nadie querría creerlo. Así que sonreí y, consciente de que todo lo que dijese podía ser tomado en mi contra, me quedé calladita. Sin saberlo, había pasado la prueba de fuego de la discreción. El bache de silencio se llenó con generalidades que tendían a indagar acerca de mi situación familiar, disponibilidad horaria, nivel socioeconómico. Lo que no mucho tiempo después yo iba a poder identificar como las “variables duras” de una maqueta de interrogación.
–¿Y qué me podés decir acerca de tu formación?, disparó después de haber hecho una reseña de sus estudios.
Como no tenía nada que ocultar, me explayé acerca de mi completísima lista de estudios incompletos no sin sentirme una especie de vagabunda de facultades, investigadora de disciplinas disímiles y abandónica consuetudinaria. A esta altura de la entrevista, muchos de los empleados habían golpeado la puerta del despacho para despedirse. Cuando le llegó el turno a la recepcionista, el “director” le dijo:
–Antes, por favor, traeme un gin tonic, –y, mirándome –¿Un gin tonic, un whisky?
–Gracias, pero no trabajo mientras tomo. –contesté.
Se rió y siguió hablando, vaso en mano, hielo tintineando contra el cristal, cigarrillo y el televisor, que había estado encendido en todo momento, ahora con el volumen más alto para poder escuchar los noticieros que se emitían a esa hora.
Algo trascendente debo haber comentado acerca de lo que veíamos porque de inmediato tomó el control remoto, apagó el aparato y me miró fijo:
–¿Sabés por qué estás acá? –sin darme tiempo a contestar la obviedad que se me ocurría, siguió –Vas a trabajar en la construcción de un partido político. ¿Cuándo podés empezar?

5/18/2007

Cuerpos desconocidos

Se preguntó qué hacía allí. Estaba en un hotel mediocre, bajo la ducha, todavía temblando de emoción. Desde el final del primer abrazo, habían transcurrido más de diez horas. Vertiginosas, intensas. Entre el desenfreno y la ternura. Impensadas. Leves. Ajenas a lo que sucedía afuera de esa habitación con las persianas bajas. Es cierto que había sido ella la que tomó la delantera. Se había sentido casi obligada por ser mayor y, supuestamente, más experimentada. Es cierto que, mientras su mano se dirigía con decisión a la bragueta de él, ella dudaba. Sorprendida de sí misma, por primera vez seguía sus impulsos. Iba tras su instinto y su instinto la desnudaba como una hembra en busca de un macho. Es cierto, también, que un instante después, apretada entre un colchón y un cuerpo a descubrir, ya no tenía el control de la situación. Se dejó llevar. Se entregó. Sin pensar, sin especular, sin dudar. Lo dejó hacer. Casi temiendo que si lo interrumpía se quebrara la magia. Se terminara el sueño. El la penetró una y otra vez. Descansando sobre ella por un instante para volver a comenzar. Exhausta, ella cerraba los ojos y se adormecía para despertar una vez más, encendida y feliz. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Entonces él empezó a escudriñarla con fascinación. Cada centímetro de su cuerpo. Cada peca. Cada detalle. Le dijo que era hermosa. Le acarició los pies, viejo complejo de su adolescencia, cuando las jovencitas no entraban a duras penas en zapatos treinta y nueve sino en honrosos y delicados treinta y seis o treinta y siete. Pegó su nariz a la piel blanca y suave intentando guardar ese olor para reconocerla aunque fuese a ciegas. Le acarició la cabeza y le revolvió el pelo, a ella a quien la peluquería le resultaba una tortura y que interrumpía con violencia a cualquiera que intentara tocarle el pelo. Le masajeó la espalda con delicadeza, desde la nuca al coxis. Desde el coxis a la nuca. Volvió a decirle que era hermosa. Transformó el contacto casi animal que habían tenido unos minutos antes en un mar de ternura. Le habló con voz dulce y, mientras le hablaba, se entregó otra vez al deseo y al instinto. No hubo, por muchas horas, más hambre que la del cuerpo del otro, más sed que la de caricias, más necesidad que la de marcar el territorio de la pasión. Acordaban dormir para recuperar el aliento pero no lo lograban. El necesitaba marcarla, vaciarse. Y ella estaba ávida de placer. Se olieron, se lamieron, se miraron sin tocarse, se tocaron sin mirarse. Se besaron. Se hicieron el amor. Se aparearon. Se acariciaron. Se revolcaron. Se sintieron, ambos, acompañados. Uno solo. O dos, pero perfectamente ajustados uno al otro. Contenido y continente. Cóncavo y convexo. Macho y hembra acariciándose con las palabras. Hombre y mujer dialogando con los cuerpos.

5/15/2007

Memorias del Fantasma: Fábula con moraleja múltiple y consolatoria

La tarea del fantasma no es siempre la misma sino que se rige por distintos grados de compromiso con el texto y con el autor en cuestión. Así, para trazar una escala que facilite la comprensión, el grado 4, o de mayor compromiso, puede tratarse de la construcción del texto completo a partir de una idea de quien reivindicará la autoría, lo que incluye desde la estructura hasta el estilo; el grado 3, la reescritura de un material dado de acuerdo a una estrategia de viabilidad editorial diseñada por el fantasma; el grado 2, la simple –aunque no tan simple– edición de la obra de acuerdo a parámetros preacordados; y el grado 1, para autores prolíficos y/o multigénero, el cumplimiento de un rol que podría identificarse con el de "albacea" de la producción y que comúnmente se llama "llevar la obra de...". Cada tarea implica diversos estadios de intervención y conlleva sus propios dilemas éticos tanto para quien contrata como para el contratado.
Mientras realizaba mi trabajo de fantasma en grado 3 para una conocida escritora, fui convocada para colaborar con la constitución de un nuevo partido político –historia que será objeto de otro post. Quien facilitó mi acceso a este nuevo grupo de trabajo fue una amiga, también escritora, que ya formaba parte del mismo. Como ambas tareas no se superponían decidí, puesto que las condiciones estaban dadas, seguir adelante con las dos.
Un día estábamos mi amiga y yo en un descanso del ritmo vertiginoso que imponía la lectura de encuestas, grupos de opinión y análisis de las últimas noticias para la definición de la plataforma partidaria de la nueva fuerza política, cuando, en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre la reserva que se requería, le transmití mi sorpresa por haber descubierto que en el libro que estaba reescribiendo, una caótica acumulación de relatos sin estructura referidos a la vida en el pueblo natal de la "autora", había descubierto un texto que desde el primer momento me había sonado conocido. Demasiado conocido. El comentario hecho al pasar tuvo el destino que tenía que tener: el olvido.
Sin embargo, un par de semanas más tarde, el azar hizo que llegase a mis manos el texto de un escritor norteamericano. Durante la lectura de los cuentos, de un tono ágil y vivaz como toda la obra de ese autor, me topé, tristemente, con el relato que explicaba por qué el otro me había resultado tan familiar. Se trataba de una burda copia.
La situación me alteró profundamente: alguien me pagaba para que reescribiera algo de lo cual reivindicaba la autoría pero que ya había sido escrito por otra persona, con lo cual el solitario trabajo del escritor había dejado de ser solitario para convertirse en una especie de promiscuo ménage à trois. Desde mi posición de fantasma, yo ya tenía demasiado rollo pensando que esa bazofia potenciada vendería al menos diez mil ejemplares como para, además, hacerme cargo de la corrección ilegal de un clásico de la literatura. La palabra plagio me atormentaba.
En ese estado de total desconcierto llegué una mañana a la sede del incipiente partido político. Mi amiga escritora ya estaba allí y, dándose cuenta de mi consternación, me interrogó acerca de los motivos. En pocas palabras, esta vez solicitándole la necesaria reserva del caso, le comenté lo que me había sucedido. Se mostró no sólo solidaria sino más bien enojada con la actitud de la "autora" y no se privó de hacerme la recomendación de que me corriera de ese lugar lo más pronto posible.
Le agradecí sinceramente su consejo y me aboqué a la tarea de esa jornada.
Dos días después recibí un llamado telefónico. El por esos tiempos novedoso sistema de identificación de llamadas me mostró el nombre de la "autora". Al atender, ajena a lo que se me avecinaba, escuché la voz furibunda citándome a una reunión que tendría lugar unas horas más tarde para después cortar la comunicación sin darme tiempo a articular palabra.
Pedí permiso para retirarme antes de la sede del partido y concurrí puntualmente al bar donde había sido citada. La "autora" ya estaba allí, no menos furiosa que cuando me había llamado. Con voz sibilante me acusó de chismosa, envidiosa, irrespetuosa e irresponsable. Me dijo que quién creía que era yo para acusarla de plagio cuando hacía un trabajo tan sucio como el que hacía –olvidándose convenientemente que yo hacía lo que ella no sabía cómo hacer y, encima, por esa tarea tan indigna, ella me pagaba una considerable suma de dinero. Para terminar, como correpondía a semejante ofensa, prescindió de mis servicios para siempre. Poco me costó entender que algo de lo que yo le había confiado a mi amiga se había filtrado poniéndome en esa odiosa posición. Me faltaba saber cómo. Y también me faltaba recriminarle a la indiscreta su actitud.
Al día siguiente, de vuelta en mi ahora único trabajo, la encaré sin siquiera saludarla:
–¿Cómo es que "fulana" se enteró de lo que te comenté?
Mi confidente apenas pudo balbucear una excusa. A fuerza de presionar, logré sacarle la verdad: en una charla con otra amiga, reconocidísima escritora, cometió la infidencia sin recordar –o haciéndose la que no recordaba– que ambas mujeres, la inculpada y la anoticiada, no sólo eran colegas sino también grandes amigas. Como justificación a esa conducta impropia mencionó que se sentía indignada por la actitud de quien llamó "esa mechera literaria". Además, la acusó de "narcisista e incompetente".
Varias enseñanzas me dejó este episodio. La primera fue que la condición de intelectual no inhibe la de chismoso. La segunda, que allí donde hay involucradas más de dos mujeres, la inminencia del desastre no debería ser ignorada. La tercera, que en estos tiempos en los cuales el plagio se justifica con benevolencia, términos rimbombantes y citas de autoridad, bajo el irónico nombre de "homenaje" (ver Carta de Puán respecto de "Bolivia construcciones"), es imprescindible tener buenos amigos en el círculo de la teoría literaria o una sólida formación en el tema (cosas que la "autora" seguramente no tenía). La cuarta y consolatoria, que si por pudor no me iba a recomendar por mi excelente desempeño, al menos tampoco lo haría por mi imperdonable desliz.

5/14/2007

Viejas ropas

En esas viejas ropas
en desuso
hay enredadas sensaciones
que aún respiran.
Se acumulan entre las fibras,
en los pliegues.
Cuelgan de las perchas,
sonrientes o dolidas,
forman flecos en los ruedos,
orlan los cuellos.
Como el papel picado
que tapiza el suelo
después de una fiesta.
Como la lágrima que se desliza
cuando ya se ha dejado de llorar.
Esas viejas ropas en desuso
ya no se ciñen a las formas,
no calzan,
no caen.
Y la que hoy las mira
sólo encuentra en ellas
los restos de la que fue.

Indecible aurora

Me quedé sin palabras para contar la aurora.
Me abandonaron los nombres de los colores,
el arte para describir el aire filoso,
el implacable tránsito de la moneda
candente que devora nubes;
el súbito silencio que rodea
su desprendimiento del horizonte;
el cruce de los pájaros,
la placidez del agua,
la quietud de los árboles,
la ausencia de viento,
el despertar.
Pero mientras busco las palabras
la aurora, inexorable, pasa.
Y entonces sólo me queda la huella
de un instante, como brisa sobre la piel,
como un velo en la mirada,
como el eco lejano de voces infantiles,
como una caricia.

5/10/2007

Agradecimiento

Muy especial a Sebastián Di Doménica que gentilmente publicó en su espacio, Periodista en la ciudad, algunas reflexiones que le hice llegar acerca de dos de sus posts.
Sebastián es periodista, abogado y está a cargo de la sección Internet de Hipercrítico.com.

Memorias del Fantasma: VIII – "Costa Pobre", aquí me detengo

Aquí me detengo. Contar más sería violar el secreto profesional. Sólo diré que el partido mayoritario, como estaba previsto, ganó las elecciones.
Tardé tiempo en recuperarme de las experiencias vividas en "Costa Pobre". Por cierto, nunca volví a ese lugar. Durante meses me cuestioné si debía seguir desempeñándome como fantasma. Hasta que una mañana, al despertar, me dije a mí misma: "Volveré y seré ventrilocuo".

Memorias del Fantasma: VII – "Costa Pobre", amarga victoria

La jornada campestre me dejó exhausta. El desfile de gente alrededor de la pileta había sido incesante. Entre tragos y bandejas, conversaciones más o menos aburridas y algún chapuzón, todo el futuro gabinete, la numerosa familia y una considerable cantidad de amigos habían visitado a XX, que permanecía con el agua al cuello sin dejar de dar órdenes a los mozos que tenían a cargo el servicio. Ante la extraña visión de esa cabeza que asomaba entre las barras de hielo, llegué a preguntarme cómo le era posible mantener el autoritarismo con el cuerpo hecho una pasa de color violeta. A mí me hubiera, por lo menos, intimidado. Pero, claro, yo no soy XX. Finalmente, ese día interminable había acabado cuando el “coronel” volvió a depositarme en el único lugar donde, al parecer, podía tener un rato de tranquilidad: el hotel.
A la mañana siguiente comenzaba el gran día. De nuevo al auto y a cruzar la ciudad. Llegada al diario, trabajo en el despacho, revisión del discurso, impresión y sobre. La entrega, finalmente, estaría a cargo de un viejo camarada de “el Tito”, general retirado y hombre de su absoluta confianza.
De golpe, me asaltaron todas las dudas: ¿se sentiría cómodo el candidato leyendo lo que yo había escrito? ¿Prestaría atención a las indicaciones para la grabación? ¿Le dirían que era una mujer quien había preparado el texto (era muy fácil no hacerlo y había, además del machismo intrínseco de los “costapobreños”, muchas razones de peso para ello, entre otras, el anotarse un punto en la carrera de chupamedias)? ¿Recibiría yo algún comentario sobre la opinión de “el Tito”?
Me despedí del sobre y de quien lo llevaba guardándome todas las dudas y deseando únicamente volver al hotel a descansar; deseo que se hizo realidad merced a la servicial compañía del “coronel”. Una vez en mi habitación, prendí el aire acondicionado, me saqué los zapatos, me tiré en la cama y me dormí. Al despertar, faltaban apenas minutos para el inicio del acto. Sintonicé la radio –no lo transmitirían por televisión– y seguí las alternativas. Un locutor explicaba la ausencia de “el Tito” mientras la multitud hacía escuchar su desaprobación.
–“El Tito” jamás abandonará a su pueblo. De su mano, “Costa Pobre” será una potencia, –decía tratando de tapar los abucheos. –"El Tito" no estará aquí esta noche pero su presencia es una luz que ilumina nuestro camino y su voz es la voz que nos guía hacia el crecimiento. Por eso, a pesar de no haber venido, podremos escuchar sus palabras.
De inmediato, se hizo un silencio que el locutor agradeció. Mi corazón comenzó a palpitar más rápidamente: muchas de las dudas que había tenido durante el día quedarían despejadas en pocos instantes. La voz de “el Tito” quebró la noche:
Querido pueblo costapobreño, desde este lugar donde me encuentro quiero decirles que nada ni nadie logrará alejar mi corazón del de ustedes.
Una cierta desilusión me asaltó. Ese no era el comienzo de mi discurso. Pero, luego de una profunda inspiración, “el Tito” continuó:
Mi pueblo es mi fuerza. A los hombres de mi país les aseguro que habrá trabajo para todos. A las mujeres, que tanto han luchado y siguen luchando desde sus casas, desde sus tareas, como sostenes de miles de hogares, les prometo ser quien personalmente lleve adelante el proyecto de retiro pago. Al campesinado de mi patria, que trabaja para extraer de nuestro suelo su potencia y su fecundidad, le aseguro que nunca más tendrá que vender una cosecha por monedas. A los jóvenes…
Cada palabra, cada maldita palabra que yo había pensado para él, estaba allí, siendo dicha tal y como le había sugerido que la dijera. Cada silencio que había marcado en mis notas fue respetado como una orden. Cada promesa falsa. Cada declaración demagógica. Cada mentira. Con una obediencia ciega, “el Tito” había hecho de mis palabras las suyas. Con una convicción escalofriante, asumía un compromiso que tendría necesariamente que violar desde el momento mismo de calzarse la banda presidencial. Y no le importaba. Me temblaron las rodillas y se me revolvió el estómago. Tuve la certeza de que ése era un triunfo profesional del cual no podría enorgullecerme nunca. Lo que yo había escrito con la liviandad y el desprejuicio con que se escribe una ficción; los tonos que había marcado como para una presentación teatral; esa puesta en escena que "el Tito" había procesado con ladina sabiduría eran, de ahí en más, la realidad que la mayor parte de los habitantes de “Costa Pobre” había comprado para su futuro.

5/09/2007

Memorias del Fantasma: VI – "Costa Pobre" on the rocks

Creo haber mencionado, aunque brevemente, alguna característica climática de la capital de “Costa Pobre”. Por estar en el límite entre la condición de tropical y la de subtropical, la división estacional no se realiza de acuerdo al criterio de estación seca y estación de lluvias. Sin embargo, lo que los “costapobreños” llaman invierno dista mucho de ser lo que nosotros, más meridionales, festejamos como la llegada del frío para, un mes más tarde, execrarla esperando el ingreso a los días más cálidos para, un tiempo después, hartos del húmedo pegoteo porteño, rogar por algo de fresco (cosas del inconformismo que nos caracteriza). En fin, para completar mi relato diré que, aunque bien entrado el otoño, el calor había sido agobiante desde el momento mismo en que descendí del avión.
Esa mañana, cuando me avisaron que el “coronel” se encontraba en el lobby esperándome, yo ya me había decidido por un atuendo liviano e informal apto para un día al aire libre. Asimismo, descarté el traje de baño porque prefería mantener un perfil profesional alejado de cualquier situación que implicara un exceso de familiaridad. Al llegar al lobby me encontré con el rostro conocido que me transportaría a la finca de los XX. A pesar de su habitual cortesía, el “coronel” mostró apuro por lo que, de inmediato, abordamos la 4x4. Me pregunté si él estaría armado y si, bajo mi asiento, todavía descansaría el imponente “fierro” que se había dejado ver en nuestro anterior encuentro. Al darme cuenta de que existencia de las armas a mi alrededor no me preocupaba, sentí un escalofrío y tuve temor de mi casi inmediata adaptación a circunstancias extremas.
Rápidamente dejamos atrás la ciudad. Luego de unos cuantos kilómetros por la ruta que llevaba al aeropuerto, nos desviamos y, ya sobre tierra, a medida que avanzábamos por el camino angosto, la vegetación se tornaba selvática y enmarañada. Durante todo el trayecto, quien me conducía se mantuvo en silencio. Aunque era evidente que el recorrido le resultaba familiar la velocidad a la que manejaba me inquietó sobremanera. En un momento comentó, en voz tan baja que parecía hablar consigo mismo, que el señor iba estar muy enojado cuando llegáramos. Unos veinte minutos más tarde, luego de una curva del camino, en el punto libre que la vegetación dibujaba a lo lejos, divisé una enorme reja negra y dorada, más propia de una ciudad europea que de ese lugar perdido en medio de la nada. Cuando estábamos a unos cien metros, un campesino pobremente vestido abrió el monumental portón y, sin disminuir la velocidad, nos internamos por el centro de la hilera de árboles que formaban un túnel encima de la camioneta. Al finalizar la arboleda se abrió ante nosotros un jardín de dimensiones impresionantes que, además, se veía cuidado casi con obsesividad. Cuando la 4x4 se detuvo frente a la casa, más parecida a un castillo de la región vitivinícola francesa que a una finca selvática, descendí. El calor me pegó en la cara y el efecto del aire acondicionado se desvaneció de inmediato. Caminé al encuentro de XX hijo que me esperaba bajo la galería con piso de mármol blanco. De inmediato, me condujo al interior de la casa. En penumbras y en silencio atravesamos varios salones decorados en consonancia con el exterior: sofás tapizados en terciopelos oscuros, alfombras persas, arañas con decenas de luminarias, hasta llegar al ventanal que daba al jardín trasero. Allí, dentro de la piscina, con el agua al cuello y los infaltables lentes oscuros, estaba XX padre. Me dedicó una amplia sonrisa y me invitó a sentarme bajo el gazebo más próximo a él. No parecía para nada molesto como había temido el “coronel”. Por el contrario, estaba radiante. Un mozo de smoking negro se acercó empujando una mesa rodante cargada de bebidas. Bajo el sol de mediodía el hombre sudaba de manera cruel. Mientras servía unos tragos, sin que mediara, al menos para mí, ningún incidente, el vozarrón de XX resonó como un trueno.
–¡Te acordaste, mierda! Parece que ni poniéndote un cohete en el culo podés hacer las cosas como corresponde… ¡Y yo acá, cagándome de calor!
Giré la cabeza para ver a quién se dirigía este nuevo exabrupto y vi al “coronel” que, todavía con el saco puesto y una bolsa de arpillera arriba del hombro, caminaba hacia nosotros cargando una barra de hielo. La primera de las quince que, viaje tras viaje, depositaría en la pileta para enfriarle el agua al mandamás.

Memorias del Fantasma: V – "Costa Pobre", reposo y meditación

Recostada en la cama de mi habitación en el hotel más lujoso de la capital “costapobreña” intenté hacer un repaso de la jornada. Lo más positivo era que la lectura del discurso a los integrantes del futuro gabinete y otros pesos pesados había resultado un éxito. Luego había tenido lugar la cena en un restaurante de comidas típicas, rodeados por fotógrafos sociales que, para mi horror, a la mañana siguiente publicarían en todos los diarios capitalinos el testimonio del encuentro entre la desconocida –o sea yo– y los poderosos empresarios. Lo más negativo fue que mis esperanzas de tomar contacto con el candidato se habían desvanecido tras la confirmación, por parte del futuro presidente de la Cámara de Diputados, que “el Tito” no estaría disponible para el encuentro conmigo. Ni siquiera se presentaría en el acto. Por eso, alguien a designar sería el encargado de acercarle una copia que él grabaría para que pudiese ser emitida en la concentración popular a llevarse a cabo dos días después en el estadio más grande de la ciudad. Me preocupó el hecho de que dependiéramos solamente de la expresividad de la voz y que una lectura descuidada o poco ajustada a la puntuación desluciera la intencionalidad de las palabras de modo que salté de la cama y borronée una suerte de mapa de lectura en el que, con todo respeto, le sugería a “el Tito” la extensión de los silencios, el tono paternalista, cierta dulzura en el momento de abordar las promesas a las mujeres, los ancianos y los niños; la utilización de un lenguaje más coloquial en un determinado tramo dirigido al campesinado; el giro hacia la arenga cuando tuviese que hacer el pedido de voto. Aunque no estaba muy convencida de la eficacia de las instrucciones, las adjunté en una carta personal que acompañaría el texto.
Cuando ya estaba por dormirme, con una mezcla de alegría, decepción, incredulidad y agotamiento pero también aburrida debido a que la televisión local no hacía más que mostrar infomerciales de astrólogos, tarotistas y videntes; sonó el teléfono. Era XX junior. Según sus palabras, como una muestra de hospitalidad y agradecimiento, estaba formalmente invitada a un día de esparcimiento en la finca de la familia. El “coronel” me pasaría a buscar por la mañana.

5/08/2007

Memorias del Fantasma: IV – "Costa Pobre", garantes del proceso democrático

La noche me encontró en el mismo despacho dando los últimos toques a una –si se me permite– admirable pieza de demagogia bananera. En medio del incesante ir y venir de personas que visitaron la oficina del director por cuestiones la mayoría de las veces irrelevantes, yo había logrado abstraerme y producir un texto corto pero contundente. Al tipear el último punto, la idea de finalmente conocer al candidato volvió a cobrar fuerza dentro de mí. Pocas cosas se comparan a ver la cara de la persona para la que uno ha escrito cuando lee en voz alta las palabras ajenas como si fuesen propias. Aquello que jamás tendría nuestra firma suscripto por alguien a quien no le tiembla el pulso. Promesas que no saldrían de nuestras bocas –aunque hayan salido de nuestras plumas– arrojadas al viento sin el más mínimo rastro de duda. Cerré la laptop y junté mis cosas mientras padre e hijo terminaban de ordenar las suyas. Salimos casi sin intercambiar palabras y, habiendo prescindido para la ocasión de los servicios del “coronel”, abordamos el lujoso automóvil del empresario. Convencida de que nos dirigíamos a encontrarnos con el candidato, me relajé y escuché con rostro atento y oído ligero una charla en la que se me explicaban las bondades del blindaje total realizado a la joya de la mecánica y el diseño alemán.
–Es un poco pesado de conducir pero no lo suficiente para alguien como yo. –dijo, zalamero, el hombre de impecable traje blanco y cicatrices en el pecho.
Esbocé la sonrisita tonta que, estaba segura, se esperaba de mí en ocasiones como ésas. Ibamos atravesando la ciudad velozmente. La radio estaba sintonizada en una de las emisoras de la familia en la que se discutían, con notable desorden y superposición de voces, las alternativas de las próximas elecciones. Me costaba seguir la charla porque, además de la pasión con la que la llevaban adelante, más parecida a la de una mesa de café que a la que se puede tolerar y comprender por ese medio, los costapobreños tienen un hablar acelerado y algo agudo, lleno de giros idiomáticos. Sin embargo, el mandamás debe de haber escuchado muy bien porque comenzó a gritarle al hijo:
–¡Llame ahora y que lo saquen del aire ya mismo! ¿Este idiota se cree que le pagamos para que sea inteligente? ¡Y el demente quiere llegar a diputado! ¡Mañana vamos a salir en los comentarios de todos los diarios de la contra y no me gusta que se rían de mí! –aullaba.
Tras un “sí, papá” con voz apenas audible, el muchacho se aplicó a cumplir la orden. Mientras tanto, el centro de la ciudad había quedado atrás dejando lugar a un barrio de casas bajas medianas y calles de tierra. En una esquina, doblamos a la derecha y avanzamos hasta toparnos con un paredón. Descendimos en la más completa oscuridad y nos dirigimos a la casa que estaba a nuestra izquierda. Me quedé unos pasos detrás de los dos hombres. El mandamás hizo una seña de saludo frente a una ventana completamente cerrada. Del interior de la construcción salió un ruido metálico. Entonces, padre e hijo dieron media vuelta y me señalaron la casa de enfrente.
–Es por seguridad, –me dijo el más joven en un murmullo. –Don WW vive enfrente y aquí tiene a toda su custodia que es la que le avisa para que nos permitan entrar. Hay una planta permanente de och…
Iba a seguir explicándome cuando el padre lo interrumpió con un:
–¡Apúrese, pendejo, y mientras camina, no hable!
Atravesamos el jardín. Una mujer con uniforme negro y delantal blanco nos abrió la puerta y nos introdujo a una sala donde alrededor de quince hombres hablaban animadamente. Busqué con la mirada al candidato pero no estaba en el grupo. Flanqueada por mis dos acompañantes permanentes advertí que todos se llamaban a silencio al verme. El empresario fue presentándomelos uno a uno mencionando el nombre y el cargo que ocuparían una vez que “el Tito” ganase las elecciones. Futuros ministros, diputados y jueces desfilaron ante mí con saludos respetuosos, tras lo cual pasamos a otra sala donde había una mesa alrededor de la cual nos sentamos. Como caballeros, esperaron que la única dama –yo– tomara asiento y luego tuvo lugar una escena que me resulta imposible calificar: antes de ocupar sus lugares, cada uno de los futuros dirigentes de “Costa Pobre” extrajo de algún lugar de su osamenta un arma que depositó amorosamente sobre la mesa de madera. Entre risas y comentarios acerca de la calidad, alcance, calibre o belleza de los artefactos, se fueron ubicando en sus lugares. Como fieles testigos y garantes de la paz del proceso democrático allí estábamos, entonces, los potenciales funcionarios, una mercenaria extranjera y un verdadero arsenal.

5/07/2007

Memorias del Fantasma: III – "Costa Pobre", fantasma yo y fantasma él

Una vez que el señor XX y su hijo me pusieron al tanto –creo que más con el objetivo de que tuviera bien clarito cómo tratar al “coronel” que a manera de excusa por el incidente– del lugar que una considerable cantidad de militares expulsados de la fuerza a raíz de un intento de golpe de Estado ocupaban como “chico de los mandados” junto a las familias más poderosas de “Costa Pobre”, cierta tranquilidad en la oficina me permitió comenzar a imaginar cuáles serían los ejes del discurso que tendría que escribir. De todos modos, como ya me había sucedido en campañas anteriores, para elaborar el texto definitivo yo esperaba tener contacto directo con el candidato. Más que una cuestión de cholulismo era una necesidad. El solo hecho de ver a la persona cuya voz tendría que emular, estrechar su mano, observar el comportamiento frente a colaboradores, la manera de vestirse, o advertir algún giro idiomático característico en su expresión, significaban una importante ventaja a la hora de darle verosimilitud a las palabras. Entonces pregunté cuándo tendría lugar la reunión con YY.
Padre e hijo se miraron casi con horror. Como en una comedia de enredos, caminaban de un lado al otro del despacho esquivándose y balbuceando.
–Ehhh, bueno, claro, es cierto… –dijo el padre mientras revolvía sus mechones falso rubio.
–Es que… –intentó el hijo hasta que la mirada refulgente del progenitor pasó a través de los cristales oscuros de sus anteojos para clavarse furibunda en la de su imprudente vástago.
–No. –cerró el mandamás. –Eso no es posible.
Traté de explicarles de manera suave y convincente las razones de mi interés. Mientras argumentaba, en mi cabeza tenía lugar una suerte de revolución. La parlante expresaba que el encuentro podía darle al texto un matiz de mayor autenticidad. La pensante se debatía en la angustia de descubrir que si ya era difícil conciliar el discurso de un candidato con aquello que los votantes querían escuchar y pasar por encima de las hordas de asesores, murmuradores y consejeros que sólo buscaban consolidar su lugar bajo el sol aunque esto representase alimentar el mesianismo intrínseco de casi cualquier postulante al cargo mayor, ahora, además tenía que lidiar con un nuevo intermediario que me vedaba el acceso a mi “fuente de inspiración”. Atenta al discurso de la pensante, la parlante introdujo este último concepto esperando, tal vez, que un toque de poesía conmoviera a los empresarios devenidos en intransigentes filtros.
Algo del efecto que deseaba debo haber logrado porque el padre levantó el teléfono y se puso en comunicación con un tal Francisco, a quien le ordenó –no podía ser de otra manera– que hiciera las gestiones necesarias para habilitar mi acceso al lugar donde se encontraba el candidato. El hecho de que, en vez de colgar el auricular, arrojara el aparato contra una pared me permitió sacar la indudable conclusión de que la respuesta había sido negativa. Evidentemente, yo no sería el único fantasma de esta campaña.
A los gritos, porque el horno ya no estaba para bollos y el teléfono había quedado lejos, le pidió a la secretaria, que portaba el curioso nombre de Galantina, que buscase en el archivo todos los videos en los que se veía a YY.
Solícita pero aparentemente acostumbrada a los exabruptos de su jefe máximo, la muchacha apareció minutos después con el material que, con absoluta resignación, vi sin dejar de observar de reojo cómo los minutos pasaban llevándome contra las cuerdas para cumplir con la promesa de tener el discurso listo a la noche.
No voy a mentir: los videos cubrieron bastante bien mis necesidades y, para la caída de la tarde yo tenía bastante claro cuál iba a ser el tono y el contenido del discurso.

5/06/2007

Memorias del Fantasma: II – "Costa Pobre", reconocimiento del terreno

Muy instalada me hallaba yo en la suntuosa oficina del director del diario XX, uno de los cuatro que se editaban en la capital de “Costa Pobre”, cuando llegaron a mis manos los informes estadísticos que necesitaba para completar la investigación acerca del perfil de los votantes y, consecuentemente, elaborar el discurso del candidato.
Las cifras eran sorprendentes. Para ese entonces, el país contaba con apenas un 15% de la red vial asfaltada. La población campesina estaba por encima del 75%. Dos terceras partes de los habitantes de “Costa Pobre” eran analfabetos funcionales, lo que equivale a decir que podían leer pero no comprender lo que leían. Y en el rubro sostén del hogar, el número de mujeres era sensiblemente mayor que el de hombres. Con este panorama, cualquier sutileza podía pasar como un mensaje cifrado que no llegaría a nadie.
Mientras tanto, a mi alrededor tenía lugar una acalorada reunión en la que participaban el dueño del grupo editorial; su hijo menor que ocupaba la dirección del diario, y mi ocasional chofer, que a esta altura a mí me costaba mucho identificar con un simple transportador de personas dada la “ferretería” que cargaba en el auto.
–Te vas ya a la casa del ZZ (que tampoco era el candidato a presidente sino su compañero de fórmula) y le decís que el discurso va a estar listo a la noche. –decía el mandamás en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre quién era, de verdad, el mandamás. Lo miré. Vestía un ambo blanco del estilo que se había usado en los años setenta: pantalón oxford sin pinzas y sin bolsillos; saco entallado y de solapas anchas. Una camisa casi transparente de color celeste fuerte, abierta hasta la mitad del pecho, dejaba ver una importante cadena de oro de la que pendía una cruz del mismo material con incrustaciones de turquesas. Tras los metales preciosos, el pecho oscuro mostraba varias cicatrices. Cabello aclarado, anteojos oscuros. Zapatos también blancos con algo de taco. Su apariencia y su altura por encima del promedio hacían que el hombre a quien estaba dirigiendo sus órdenes pareciera aún más pequeño y humilde. Encorvado, con la cabeza hundida entre los hombros, la mirada clavada en el piso y necesitando las dos manos para sostener un sobre, aceptaba las directivas.
El hijo del empresario, probablemente incómodo por la escena que se desarrollaba en mi presencia, atinó a decir:
–Papá…
La respuesta no se hizo esperar:
–¿Papá qué? –bramó.
–El coronel… –insistió el hijo.
–¡El coronel, las pelotas!
Bajé la cabeza y traté de concentrarme en mis papeles.
Sin un pero y sin darle la espalda, el hombre salió del despacho como si estuviese vencido. Antes de desaparecer de nuestra vista susurró:
–Gracias, señor. Enseguida vuelvo, señor.
Ni bien se cerró la puerta, el Elvis Presley del subdesarrollo se sentó frente a mí, vaso de Chivas Regal en la mano, y dijo:
–¡Estos milicos de mierda sólo saben obedecer!
Volví a bajar la cabeza y a tratar de concentrarme en mis papeles.

5/05/2007

Memorias del Fantasma: I – "Costa Pobre", el desembarco



Hace algunos años fui convocada en mi carácter de fantasma para realizar una tarea en un rincón de Sudamérica. El trabajo en cuestión tenía que ver con producir contenidos comunicacionales para el candidato a presidente del partido mayoritario de ese país.

Como ya me había desempeñado en esa área, creí que estaba en condiciones de realizarlo y volé –literalmente– a ocupar mi puesto. Grande fue mi sorpresa cuando, al descender del avión, junto a la escalerilla me esperaba un hombre de mediana edad. Muy correcto, avanzó directamente hacia mí y me señaló la lujosa camioneta 4x4 estacionada apenas a cinco metros de la aeronave. Vale la pena aclarar que el avión venía completo, que traía pasajeros de ambos sexos, que el señor no me dirigió la palabra, que yo no tenía identificación alguna y que resulté ser la única persona honrada con tal recibimiento.
Ceremoniosamente, abrió la puerta del vehículo y me invitó a sentarme en el asiento del acompañante, luego dio la vuelta y se instaló en el del conductor. Su indicación muda de que me ajustara el cinturón de seguridad –cosa que él no hizo– me dio una idea de lo preciosa que le resultaba la tarea que le había sido encomendada.
Una vez que abandonamos el predio del aeropuerto, se aclaró la garganta y pronunció las primeras palabras:
–El señor XX (que no era el candidato sino quien financiaba la campaña) me encargó llevarla al diario.
Aliviada, asentí con la cabeza. Al menos, el dato confirmaba que me había subido al automóvil correcto. A partir de ese instante, mientras atravesábamos la ciudad capital, se transformó en una suerte de parco guía turístico e hizo unas pocas referencias histórico geográficas: la Casa de Gobierno, la avenida principal, la estatua conmemorativa del prócer más importante…
En un momento, al levantar el brazo para hacerme un señalamiento, el saco liviano que tenía puesto –otro signo de cortesía, ya que la temperatura por esos lados siempre es alta– se abrió dejando ver una pistola.
Mi corazón se aceleró. Era la primera vez que veía un arma de fuego así, en vivo y en directo. Sin advertir mi turbación o fingiendo no advertirla, él continuó con el city tour. Poco a poco, fui recuperando la compostura. Unos minutos después salimos del centro de la ciudad y nos internamos en la periferia. La mayoría de las calles eran de tierra cubierta con piedras laja. Las construcciones, precarias. Y los vehículos tenían décadas prestando servicio. El panorama era ciertamente descorazonador y la visión del entorno me hacía cuestionarme el haber aceptado ese trabajo. De pronto, mi gentil chofer clavó los frenos frente a un enorme bache. Aun sostenida por el cinturón de seguridad, me desplacé hacia adelante al igual que todo lo que había en la camioneta. Entre otras cosas, algo que golpeó con fuerza el taco de mi bota. Mientras me reacomodaba, miré hacia abajo y vi el caño grueso y lustroso de algo que mi ignorancia identificó como una ametralladora. Esto debe ser lo que suelen llamar arma de guerra, pensé. Horrorizada, alcé la cabeza. El hombre me estaba mirando. Sonreía. Giró el volante y estacionó frente a un edificio enorme que se alzaba entre las casuchas. Detuvo el auto y me dijo:
–Bienvenida a Costa Pobre y al diario XX.

5/03/2007

La culpa es de Poe

Mi paso por la universidad fue rápido e intenso. Sin contar los dos cuatrimestres del Ciclo Básico Común, fueron tres años de lujuria intelectual. Los grandes que hasta pocos años atrás habían estado silenciados, ocupaban nuevamente el territorio que les pertenecía y su regreso transformó la experiencia universitaria en una aventura para privilegiados, una travesía ardua y fascinante.
Para mí, que venía de ser dos veces madre, de estudiar ingeniería y arquitectura; ser alumna de la Facultad de Filosofía y Letras era cumplir un sueño que había estado, literalmente, clausurado.
Pero, al poco tiempo, cuando las mieles del encantamiento comenzaron a disolverse en la inevitable rutina, quedaron al descubierto las internas de académicos y alumnos.
Había cátedras para iniciados y cátedras para "dummies". Había materias-materias y materias-de-rellleno. Había docentes eminentes y docentes dinosaurios. Estructuralistas y old fashioned. Estaban los repatriados y los que nunca habían dejado de estar. Y ambos grupos cruzaban entre sí miradas de desprecio y desconfianza.
Entre el alumnado estaban los posmodernos, con su pasión por la filosofía y los grandes teóricos del siglo XX; los militantes que no tenían demasiado tiempo para estudiar; y los burgueses que, con demasiado tiempo y recursos, eran mejor recibidos en las cátedras ortodoxas que en las supuestamente revolucionarias.
Había mucho y variado. Lo que no había era un plan de estudios. Eso, sumado al hecho de que las correlatividades eran muy pocas y que, además, –siempre y cuando se cursaran diferentes programas– se podía cursar dos veces la misma materia y valía como dos; hacía que la carrera de Letras fuese caótica.
Sin embargo, no fue nada de todo eso lo que me hizo abandonar. Una noche, mientras asistía al tercer teórico del día –martes y jueves de 21 a 23–, cuando se me caían los párpados del sueño, sentía que los pies se me paralizaban del frío y pensaba no sin nostalgia que no vería a mis hijos hasta la mañana siguiente, la voz del profesor indicó las lecturas obligatorias para la siguiente clase: Edgar Allan Poe, "La caída de la casa Usher". ¡No lo podía creer! No voy a discutir a Poe que es uno de mis escritores favoritos. Pero, habiendo tanta literatura me parecía imposible que tres docentes sobre tres que había escuchado en el día hablaran del mismo texto que yo había leído por primera vez a los nueve años. Sí, tanto en Teoría y Crítica Literaria I como, con absoluto derecho, en Literatura Norteamericana como en la fría noche de agosto en que se desarrollaba la clase de Literatura Argentina III, Roderick y Madeline Usher volvían a ser los protagonistas.
Algo se me revolvió adentro. Muy contra mi costumbre, en mitad de la clase abandoné el aula. Silenciosa, me deslicé por las escaleras de Puán. Salí a la calle. Respiré hondo. Y nunca más volví a la facultad.

Ensayo

Se mira en el espejo,
se regala una sonrisa
y se invita a jugar,
cómplice de sí misma.
Intenta con el rojo,
el negro,
el morado,
acusar las líneas,
rellenar las curvas,
pintar sobre lo ya pintado.
Un moño en la cabeza,
un collar, pendientes
y pulseras
dibujan personajes.
Es la misma que
se mira mirarse.
Es la que se prepara
para una fiesta.
Para salir a trabajar.
La que espera
a un imaginario marido.
Es ella.
Es otra.
Es todas.
Es el futuro
que ensaya
en el tocador de mamá.

5/01/2007

¿Blog o no blog?

Empecé a publicar en este blog –y también en el otro– como si fuese un cuaderno borrador, de esos en los que uno garabatea lo que está pensando a medida que lo va pensando o lo que no se atreve a pensar demasiado o lo que, directamente, escribe sin pensar. Lo extraño es que ésta es la única definición positiva que se me ocurre que, por cierto, no es demasiado positiva pero al menos no empieza con la palabra no, que como todos sabemos suele no ser leída como una negativa sino como una invitación a la transgresión. Lo peor de todo es que, con el correr del tiempo y de los posts, tampoco es una definición ajustada.
Las definiciones por la negativa me recuerdan a la doctora Ofelia Kovaci tratando de enseñarnos –a los brutalmente ignorantes alumnos de Gramática de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires– las tríadas fonemáticas del español rioplatense. Fue tan eficaz nuestra profesora que no sólo lo aprendí sino que también, después de décadas, recuerdo que una "p" (sin la "e") es una "p" porque no es ni una "b" ni una "m". Y es que, a pesar de lo que comparten –las tres son bilabiales oclusivas, es decir se articulan a partir de ambos labios cerrados–, la identidad de cada una se define por el rasgo diferencial que no es más que el lugar vacante que las otras dos dejan en la tríada.
Volviendo al blog (no sé por qué me fui tan lejos), y para redefinirlo en homenaje a las tríadas fonemáticas del español rioplatense, diré que lo escribo porque:
No tengo cosa mejor que hacer.
Tendría millones de cosas que hacer, incluso algunas mejores, pero no quiero hacerlas.
No me banco pensar cosas y que queden ahí, en esa especie de plasma del pensamiento donde todo puede ser una maravilla o una porquería, sin orden ni bajada a tierra.
En el plasma lo que escribo y yo somos, invariablemente, maravillosos.
No me da vergüenza.
Tal vez debería pero no me da.
No quiero transformarme en esclava de mis palabras.
He pensado mil maneras de cambiar lo escrito en los libros: comprar la edición completa, sacar una solicitada en un diario diciendo que me desdigo, arrepentirme públicamente, escribir otro que diga todo lo contrario... De modo que el botón "suprimir esta entrada" me parece un pasaje sin escalas al paraíso.
No quiero sentirme amenazada por el número de lectores.
Sí, soy fóbica, pero como dice la publicidad, todo lo que tengo de fóbica lo tengo de buena mina; así que estoy acá, sin siquiera un módico contador de visitas gratuito, casi sin enterarme quién leyó mis delirios cotidianos, eludiendo cualquier signo de sobreexposición y rezando para que unos cuantos personajes conocidos –más de los que me gustaría– no tengan la triste ocurrencia de visitarme, por voluntad o pura casualidad, y dejarme un comentario.
No quiero que algún aspecto de lo que soy se quede afuera de mis palabras.
En un principio, por eso dupliqué mis kiosquitos; es que esta misma que viste y calza tiene unos cuantos años de educación rigurosa y sistemática pero también se desvive por la televisión basura, la más basura de todas –que tantos execran como la gota de grasa que les mancha el traje–, cocinar para los amigos y otros seres queridos como una Susanita o Sarita o cualquier otro modelo de madre asfixiante de la colectividad que se les ocurra; y, como si esto fuera poco, adora el fútbol y sigue tanto el desarrollo de los campeonatos locales como el libro de pases y los torneos italianos.
No necesito quedar bien con nadie.
Tengo una lengua con Ph muy bajo –lo que implica una enorme acidez– y esto, en la vida, digamos, "real" suele ser un inconveniente que aquí, por obra y gracia de la todopoderosa blogosfera, pasa desapercibido.
No quiero tomarme demasiado en serio.
Por eso, en mi perfil aparece, en vez de mi historia profesional, la colección de animales reales e imaginarios que los horóscopos de diversas nacionalidades me han destinado. Curiosamente, en el maya vuelvo a ser perro, lo que habla de mi profunda coherencia astral.
No busco amigos.
Si vienen, bienvenidos sean a esta casa y a la de verdad; pero, tanto por fóbica como por el respeto que le tengo a la amistad, evito las largas listas en las que informo los blogs que leo, los blogs en que aparezco, los que frecuento, los que vi una vez y no volví a visitar, los que son cool, los que... nada.
No quiero ser una blogopinóloga o comentarista oficial de posts.
Así que me mantengo calladita. Sí, porque estoy convencida de que los elogios son buenos para el alma cuando son sinceros, suelo dejar mensajes que reflejan mi admiración por las palabras de otros. Un mimo nunca está de más.
En fin, me cansé de los NO. ¿Saben qué? Escribo porque se me canta.