Con el correr de las reuniones de la salita verde, que seguían llevándose a cabo con regularidad cada martes y a las que yo tenía que asisitir en mi función de escribiente, los participantes empezaron a conocerme y saludarme con amabilidad. Atrás había quedado mi estupor al saber que las radios encendidas se debían a la paranoia de la clase política –después pude comprobar que casi toda la clase política sufre de la misma paranoia– que temía que sus tan importantes elucubraciones fuesen grabadas mientras una perfecta desconocida –yo, durante el primer encuentro– anotaba cada palabra que se decía en el cónclave (tal vez pensaron que la escritura me saldría con interferencias). Como observadora, por otra parte, había advertido que el incipiente acercamiento entre la dama joven y el jefe de campaña ya era un franco coqueteo en el que, por supuesto, ambos olvidaban que tenían sus respectivos cónyuges; el “langa”, en cambio, se había dado por vencido en la conquista de la “camionera”, y los mascarones de proa llegaban cada vez más temprano para ocupar los lugares próximos a donde supuestamente se sentaría el “líder”, de todos modos, nunca pude saber si lo hacían por ambición política o porque los platos de medialunas siempre quedaban de ese lado.
Por fin, un día, el nombre del nuevo partido quedó fijado como “Todos para adelante”. No me detendré a especificar el recorrido semiológico que condujo a esa elección. Sólo diré que, mientras copiaba las alternativas en mi cuadernito cuadriculado, se me ocurrieron algunos obvios mensajes de campaña del tipo: “Todos para adelante. Estamos para atrás” o “Todos para adelante así te la damos por atrás” o “Todos para adelante te deja para atrás” que seguramente, por ser tan obvios, se le iban a ocurrir a otro para poner en ridículo al partido que, por supuesto, no se llamó partido porque “partido” quiere decir “que no está entero”, sino alianza porque tenía que ver con "el compromiso, el matrimonio, la unión indisoluble". Claro que los cerebros que con tanta profundidad analizaban los contenidos estaban dejando de lado lo nefasto que, en un pasado reciente, había resultado ese modelo de amontonamiento provisorio.
Casi al final de la reunión, el “líder” hizo un emocionado brindis celebrando “el bautismo del nuevo movimiento que sumaría a sus filas a las mayorías silenciosas y hartas de la corrupción” y todos aplaudieron de pie. Antes de retirarnos también quedaron definidas las líneas de campaña sobre las que habría que apoyar toda la producción discursiva: las primarias eran corrupción, seguridad y desempleo –¿alguna vez fueron otras?– y las secundarias, educación y salud. ¡Oh, Dios mío!
Si algo me alegraba, en medio de semejante pobreza de nombre y de ideas, era saber que de ahí en más yo tendría que dejar de anotar para comenzar a pensar en estrategias de campaña. ¡Cuánto me equivocaba! No sólo no dejé de anotar sino que, además, tuve que comenzar a pensar estrategias de campaña, bases fundacionales de la alianza, propuestas concretas para los potenciales legisladores, materiales de promoción y comerciales de televisión y radio.
Mientras yo empezaba a pensar todo eso, las investigaciones continuaban y los asesores legales de la nueva agrupación se dedicaban a hacer todos los trámites necesarios para la obtención de la personería jurídica que les permitiría contar con los beneficios que favorecen la actividad política: presupuesto, desgravaciones impositivas varias, segundos gratuitos de televisión y radio –el famoso “espacio cedido a los partidos políticos” que nos atormenta la tanda durante las campañas electorales–, y la remuneración por cada sufragio, a cobrar luego del comicio; sin contar con los desinteresados aportes de empresas y organizaciones que servirían para pagar, entre otras cosas, los honorarios del equipo creativo del que yo ya era parte.
Para la redacción de las bases me sugirieron que interiorizara acerca de dichos y expresiones de los fundadores de la Nación –se referían al país, no al diario– que servirían también para hacer toda la gráfica de lanzamiento de la joven –¿joven?– agrupación. Obediente, me sumergí en la lectura de documentos y textos históricos desde la mal llamada Revolución de Mayo hasta la también mal llamada Revolución Libertadora. Cuando pregunté al jefe de campaña cuáles eran las personalidades que debían estar excluidas en la búsqueda me contestó con tono ofendido que yo debería saber que estábamos “formando una alianza inclusiva y plural” y que nuestra comunicación tenía que “mostrar el grado de apertura, innovación y modernidad más allá de cualquier diferencia estereotipada y dejando atrás los prejuicios del pasado”. Salí de su oficina preguntándome si me había invitado a incluir la palabra de Evita o si estaba justificando su apasionado romance con la dama joven.
Por fin, un día, el nombre del nuevo partido quedó fijado como “Todos para adelante”. No me detendré a especificar el recorrido semiológico que condujo a esa elección. Sólo diré que, mientras copiaba las alternativas en mi cuadernito cuadriculado, se me ocurrieron algunos obvios mensajes de campaña del tipo: “Todos para adelante. Estamos para atrás” o “Todos para adelante así te la damos por atrás” o “Todos para adelante te deja para atrás” que seguramente, por ser tan obvios, se le iban a ocurrir a otro para poner en ridículo al partido que, por supuesto, no se llamó partido porque “partido” quiere decir “que no está entero”, sino alianza porque tenía que ver con "el compromiso, el matrimonio, la unión indisoluble". Claro que los cerebros que con tanta profundidad analizaban los contenidos estaban dejando de lado lo nefasto que, en un pasado reciente, había resultado ese modelo de amontonamiento provisorio.
Casi al final de la reunión, el “líder” hizo un emocionado brindis celebrando “el bautismo del nuevo movimiento que sumaría a sus filas a las mayorías silenciosas y hartas de la corrupción” y todos aplaudieron de pie. Antes de retirarnos también quedaron definidas las líneas de campaña sobre las que habría que apoyar toda la producción discursiva: las primarias eran corrupción, seguridad y desempleo –¿alguna vez fueron otras?– y las secundarias, educación y salud. ¡Oh, Dios mío!
Si algo me alegraba, en medio de semejante pobreza de nombre y de ideas, era saber que de ahí en más yo tendría que dejar de anotar para comenzar a pensar en estrategias de campaña. ¡Cuánto me equivocaba! No sólo no dejé de anotar sino que, además, tuve que comenzar a pensar estrategias de campaña, bases fundacionales de la alianza, propuestas concretas para los potenciales legisladores, materiales de promoción y comerciales de televisión y radio.
Mientras yo empezaba a pensar todo eso, las investigaciones continuaban y los asesores legales de la nueva agrupación se dedicaban a hacer todos los trámites necesarios para la obtención de la personería jurídica que les permitiría contar con los beneficios que favorecen la actividad política: presupuesto, desgravaciones impositivas varias, segundos gratuitos de televisión y radio –el famoso “espacio cedido a los partidos políticos” que nos atormenta la tanda durante las campañas electorales–, y la remuneración por cada sufragio, a cobrar luego del comicio; sin contar con los desinteresados aportes de empresas y organizaciones que servirían para pagar, entre otras cosas, los honorarios del equipo creativo del que yo ya era parte.
Para la redacción de las bases me sugirieron que interiorizara acerca de dichos y expresiones de los fundadores de la Nación –se referían al país, no al diario– que servirían también para hacer toda la gráfica de lanzamiento de la joven –¿joven?– agrupación. Obediente, me sumergí en la lectura de documentos y textos históricos desde la mal llamada Revolución de Mayo hasta la también mal llamada Revolución Libertadora. Cuando pregunté al jefe de campaña cuáles eran las personalidades que debían estar excluidas en la búsqueda me contestó con tono ofendido que yo debería saber que estábamos “formando una alianza inclusiva y plural” y que nuestra comunicación tenía que “mostrar el grado de apertura, innovación y modernidad más allá de cualquier diferencia estereotipada y dejando atrás los prejuicios del pasado”. Salí de su oficina preguntándome si me había invitado a incluir la palabra de Evita o si estaba justificando su apasionado romance con la dama joven.
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