La jornada campestre me dejó exhausta. El desfile de gente alrededor de la pileta había sido incesante. Entre tragos y bandejas, conversaciones más o menos aburridas y algún chapuzón, todo el futuro gabinete, la numerosa familia y una considerable cantidad de amigos habían visitado a XX, que permanecía con el agua al cuello sin dejar de dar órdenes a los mozos que tenían a cargo el servicio. Ante la extraña visión de esa cabeza que asomaba entre las barras de hielo, llegué a preguntarme cómo le era posible mantener el autoritarismo con el cuerpo hecho una pasa de color violeta. A mí me hubiera, por lo menos, intimidado. Pero, claro, yo no soy XX. Finalmente, ese día interminable había acabado cuando el “coronel” volvió a depositarme en el único lugar donde, al parecer, podía tener un rato de tranquilidad: el hotel.
A la mañana siguiente comenzaba el gran día. De nuevo al auto y a cruzar la ciudad. Llegada al diario, trabajo en el despacho, revisión del discurso, impresión y sobre. La entrega, finalmente, estaría a cargo de un viejo camarada de “el Tito”, general retirado y hombre de su absoluta confianza.
De golpe, me asaltaron todas las dudas: ¿se sentiría cómodo el candidato leyendo lo que yo había escrito? ¿Prestaría atención a las indicaciones para la grabación? ¿Le dirían que era una mujer quien había preparado el texto (era muy fácil no hacerlo y había, además del machismo intrínseco de los “costapobreños”, muchas razones de peso para ello, entre otras, el anotarse un punto en la carrera de chupamedias)? ¿Recibiría yo algún comentario sobre la opinión de “el Tito”?
Me despedí del sobre y de quien lo llevaba guardándome todas las dudas y deseando únicamente volver al hotel a descansar; deseo que se hizo realidad merced a la servicial compañía del “coronel”. Una vez en mi habitación, prendí el aire acondicionado, me saqué los zapatos, me tiré en la cama y me dormí. Al despertar, faltaban apenas minutos para el inicio del acto. Sintonicé la radio –no lo transmitirían por televisión– y seguí las alternativas. Un locutor explicaba la ausencia de “el Tito” mientras la multitud hacía escuchar su desaprobación.
–“El Tito” jamás abandonará a su pueblo. De su mano, “Costa Pobre” será una potencia, –decía tratando de tapar los abucheos. –"El Tito" no estará aquí esta noche pero su presencia es una luz que ilumina nuestro camino y su voz es la voz que nos guía hacia el crecimiento. Por eso, a pesar de no haber venido, podremos escuchar sus palabras.
De inmediato, se hizo un silencio que el locutor agradeció. Mi corazón comenzó a palpitar más rápidamente: muchas de las dudas que había tenido durante el día quedarían despejadas en pocos instantes. La voz de “el Tito” quebró la noche:
Querido pueblo costapobreño, desde este lugar donde me encuentro quiero decirles que nada ni nadie logrará alejar mi corazón del de ustedes.
Una cierta desilusión me asaltó. Ese no era el comienzo de mi discurso. Pero, luego de una profunda inspiración, “el Tito” continuó:
Mi pueblo es mi fuerza. A los hombres de mi país les aseguro que habrá trabajo para todos. A las mujeres, que tanto han luchado y siguen luchando desde sus casas, desde sus tareas, como sostenes de miles de hogares, les prometo ser quien personalmente lleve adelante el proyecto de retiro pago. Al campesinado de mi patria, que trabaja para extraer de nuestro suelo su potencia y su fecundidad, le aseguro que nunca más tendrá que vender una cosecha por monedas. A los jóvenes…
Cada palabra, cada maldita palabra que yo había pensado para él, estaba allí, siendo dicha tal y como le había sugerido que la dijera. Cada silencio que había marcado en mis notas fue respetado como una orden. Cada promesa falsa. Cada declaración demagógica. Cada mentira. Con una obediencia ciega, “el Tito” había hecho de mis palabras las suyas. Con una convicción escalofriante, asumía un compromiso que tendría necesariamente que violar desde el momento mismo de calzarse la banda presidencial. Y no le importaba. Me temblaron las rodillas y se me revolvió el estómago. Tuve la certeza de que ése era un triunfo profesional del cual no podría enorgullecerme nunca. Lo que yo había escrito con la liviandad y el desprejuicio con que se escribe una ficción; los tonos que había marcado como para una presentación teatral; esa puesta en escena que "el Tito" había procesado con ladina sabiduría eran, de ahí en más, la realidad que la mayor parte de los habitantes de “Costa Pobre” había comprado para su futuro.
A la mañana siguiente comenzaba el gran día. De nuevo al auto y a cruzar la ciudad. Llegada al diario, trabajo en el despacho, revisión del discurso, impresión y sobre. La entrega, finalmente, estaría a cargo de un viejo camarada de “el Tito”, general retirado y hombre de su absoluta confianza.
De golpe, me asaltaron todas las dudas: ¿se sentiría cómodo el candidato leyendo lo que yo había escrito? ¿Prestaría atención a las indicaciones para la grabación? ¿Le dirían que era una mujer quien había preparado el texto (era muy fácil no hacerlo y había, además del machismo intrínseco de los “costapobreños”, muchas razones de peso para ello, entre otras, el anotarse un punto en la carrera de chupamedias)? ¿Recibiría yo algún comentario sobre la opinión de “el Tito”?
Me despedí del sobre y de quien lo llevaba guardándome todas las dudas y deseando únicamente volver al hotel a descansar; deseo que se hizo realidad merced a la servicial compañía del “coronel”. Una vez en mi habitación, prendí el aire acondicionado, me saqué los zapatos, me tiré en la cama y me dormí. Al despertar, faltaban apenas minutos para el inicio del acto. Sintonicé la radio –no lo transmitirían por televisión– y seguí las alternativas. Un locutor explicaba la ausencia de “el Tito” mientras la multitud hacía escuchar su desaprobación.
–“El Tito” jamás abandonará a su pueblo. De su mano, “Costa Pobre” será una potencia, –decía tratando de tapar los abucheos. –"El Tito" no estará aquí esta noche pero su presencia es una luz que ilumina nuestro camino y su voz es la voz que nos guía hacia el crecimiento. Por eso, a pesar de no haber venido, podremos escuchar sus palabras.
De inmediato, se hizo un silencio que el locutor agradeció. Mi corazón comenzó a palpitar más rápidamente: muchas de las dudas que había tenido durante el día quedarían despejadas en pocos instantes. La voz de “el Tito” quebró la noche:
Querido pueblo costapobreño, desde este lugar donde me encuentro quiero decirles que nada ni nadie logrará alejar mi corazón del de ustedes.
Una cierta desilusión me asaltó. Ese no era el comienzo de mi discurso. Pero, luego de una profunda inspiración, “el Tito” continuó:
Mi pueblo es mi fuerza. A los hombres de mi país les aseguro que habrá trabajo para todos. A las mujeres, que tanto han luchado y siguen luchando desde sus casas, desde sus tareas, como sostenes de miles de hogares, les prometo ser quien personalmente lleve adelante el proyecto de retiro pago. Al campesinado de mi patria, que trabaja para extraer de nuestro suelo su potencia y su fecundidad, le aseguro que nunca más tendrá que vender una cosecha por monedas. A los jóvenes…
Cada palabra, cada maldita palabra que yo había pensado para él, estaba allí, siendo dicha tal y como le había sugerido que la dijera. Cada silencio que había marcado en mis notas fue respetado como una orden. Cada promesa falsa. Cada declaración demagógica. Cada mentira. Con una obediencia ciega, “el Tito” había hecho de mis palabras las suyas. Con una convicción escalofriante, asumía un compromiso que tendría necesariamente que violar desde el momento mismo de calzarse la banda presidencial. Y no le importaba. Me temblaron las rodillas y se me revolvió el estómago. Tuve la certeza de que ése era un triunfo profesional del cual no podría enorgullecerme nunca. Lo que yo había escrito con la liviandad y el desprejuicio con que se escribe una ficción; los tonos que había marcado como para una presentación teatral; esa puesta en escena que "el Tito" había procesado con ladina sabiduría eran, de ahí en más, la realidad que la mayor parte de los habitantes de “Costa Pobre” había comprado para su futuro.
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