La noche me encontró en el mismo despacho dando los últimos toques a una –si se me permite– admirable pieza de demagogia bananera. En medio del incesante ir y venir de personas que visitaron la oficina del director por cuestiones la mayoría de las veces irrelevantes, yo había logrado abstraerme y producir un texto corto pero contundente. Al tipear el último punto, la idea de finalmente conocer al candidato volvió a cobrar fuerza dentro de mí. Pocas cosas se comparan a ver la cara de la persona para la que uno ha escrito cuando lee en voz alta las palabras ajenas como si fuesen propias. Aquello que jamás tendría nuestra firma suscripto por alguien a quien no le tiembla el pulso. Promesas que no saldrían de nuestras bocas –aunque hayan salido de nuestras plumas– arrojadas al viento sin el más mínimo rastro de duda. Cerré la laptop y junté mis cosas mientras padre e hijo terminaban de ordenar las suyas. Salimos casi sin intercambiar palabras y, habiendo prescindido para la ocasión de los servicios del “coronel”, abordamos el lujoso automóvil del empresario. Convencida de que nos dirigíamos a encontrarnos con el candidato, me relajé y escuché con rostro atento y oído ligero una charla en la que se me explicaban las bondades del blindaje total realizado a la joya de la mecánica y el diseño alemán.
–Es un poco pesado de conducir pero no lo suficiente para alguien como yo. –dijo, zalamero, el hombre de impecable traje blanco y cicatrices en el pecho.
Esbocé la sonrisita tonta que, estaba segura, se esperaba de mí en ocasiones como ésas. Ibamos atravesando la ciudad velozmente. La radio estaba sintonizada en una de las emisoras de la familia en la que se discutían, con notable desorden y superposición de voces, las alternativas de las próximas elecciones. Me costaba seguir la charla porque, además de la pasión con la que la llevaban adelante, más parecida a la de una mesa de café que a la que se puede tolerar y comprender por ese medio, los costapobreños tienen un hablar acelerado y algo agudo, lleno de giros idiomáticos. Sin embargo, el mandamás debe de haber escuchado muy bien porque comenzó a gritarle al hijo:
–¡Llame ahora y que lo saquen del aire ya mismo! ¿Este idiota se cree que le pagamos para que sea inteligente? ¡Y el demente quiere llegar a diputado! ¡Mañana vamos a salir en los comentarios de todos los diarios de la contra y no me gusta que se rían de mí! –aullaba.
Tras un “sí, papá” con voz apenas audible, el muchacho se aplicó a cumplir la orden. Mientras tanto, el centro de la ciudad había quedado atrás dejando lugar a un barrio de casas bajas medianas y calles de tierra. En una esquina, doblamos a la derecha y avanzamos hasta toparnos con un paredón. Descendimos en la más completa oscuridad y nos dirigimos a la casa que estaba a nuestra izquierda. Me quedé unos pasos detrás de los dos hombres. El mandamás hizo una seña de saludo frente a una ventana completamente cerrada. Del interior de la construcción salió un ruido metálico. Entonces, padre e hijo dieron media vuelta y me señalaron la casa de enfrente.
–Es por seguridad, –me dijo el más joven en un murmullo. –Don WW vive enfrente y aquí tiene a toda su custodia que es la que le avisa para que nos permitan entrar. Hay una planta permanente de och…
Iba a seguir explicándome cuando el padre lo interrumpió con un:
–¡Apúrese, pendejo, y mientras camina, no hable!
Atravesamos el jardín. Una mujer con uniforme negro y delantal blanco nos abrió la puerta y nos introdujo a una sala donde alrededor de quince hombres hablaban animadamente. Busqué con la mirada al candidato pero no estaba en el grupo. Flanqueada por mis dos acompañantes permanentes advertí que todos se llamaban a silencio al verme. El empresario fue presentándomelos uno a uno mencionando el nombre y el cargo que ocuparían una vez que “el Tito” ganase las elecciones. Futuros ministros, diputados y jueces desfilaron ante mí con saludos respetuosos, tras lo cual pasamos a otra sala donde había una mesa alrededor de la cual nos sentamos. Como caballeros, esperaron que la única dama –yo– tomara asiento y luego tuvo lugar una escena que me resulta imposible calificar: antes de ocupar sus lugares, cada uno de los futuros dirigentes de “Costa Pobre” extrajo de algún lugar de su osamenta un arma que depositó amorosamente sobre la mesa de madera. Entre risas y comentarios acerca de la calidad, alcance, calibre o belleza de los artefactos, se fueron ubicando en sus lugares. Como fieles testigos y garantes de la paz del proceso democrático allí estábamos, entonces, los potenciales funcionarios, una mercenaria extranjera y un verdadero arsenal.
–Es un poco pesado de conducir pero no lo suficiente para alguien como yo. –dijo, zalamero, el hombre de impecable traje blanco y cicatrices en el pecho.
Esbocé la sonrisita tonta que, estaba segura, se esperaba de mí en ocasiones como ésas. Ibamos atravesando la ciudad velozmente. La radio estaba sintonizada en una de las emisoras de la familia en la que se discutían, con notable desorden y superposición de voces, las alternativas de las próximas elecciones. Me costaba seguir la charla porque, además de la pasión con la que la llevaban adelante, más parecida a la de una mesa de café que a la que se puede tolerar y comprender por ese medio, los costapobreños tienen un hablar acelerado y algo agudo, lleno de giros idiomáticos. Sin embargo, el mandamás debe de haber escuchado muy bien porque comenzó a gritarle al hijo:
–¡Llame ahora y que lo saquen del aire ya mismo! ¿Este idiota se cree que le pagamos para que sea inteligente? ¡Y el demente quiere llegar a diputado! ¡Mañana vamos a salir en los comentarios de todos los diarios de la contra y no me gusta que se rían de mí! –aullaba.
Tras un “sí, papá” con voz apenas audible, el muchacho se aplicó a cumplir la orden. Mientras tanto, el centro de la ciudad había quedado atrás dejando lugar a un barrio de casas bajas medianas y calles de tierra. En una esquina, doblamos a la derecha y avanzamos hasta toparnos con un paredón. Descendimos en la más completa oscuridad y nos dirigimos a la casa que estaba a nuestra izquierda. Me quedé unos pasos detrás de los dos hombres. El mandamás hizo una seña de saludo frente a una ventana completamente cerrada. Del interior de la construcción salió un ruido metálico. Entonces, padre e hijo dieron media vuelta y me señalaron la casa de enfrente.
–Es por seguridad, –me dijo el más joven en un murmullo. –Don WW vive enfrente y aquí tiene a toda su custodia que es la que le avisa para que nos permitan entrar. Hay una planta permanente de och…
Iba a seguir explicándome cuando el padre lo interrumpió con un:
–¡Apúrese, pendejo, y mientras camina, no hable!
Atravesamos el jardín. Una mujer con uniforme negro y delantal blanco nos abrió la puerta y nos introdujo a una sala donde alrededor de quince hombres hablaban animadamente. Busqué con la mirada al candidato pero no estaba en el grupo. Flanqueada por mis dos acompañantes permanentes advertí que todos se llamaban a silencio al verme. El empresario fue presentándomelos uno a uno mencionando el nombre y el cargo que ocuparían una vez que “el Tito” ganase las elecciones. Futuros ministros, diputados y jueces desfilaron ante mí con saludos respetuosos, tras lo cual pasamos a otra sala donde había una mesa alrededor de la cual nos sentamos. Como caballeros, esperaron que la única dama –yo– tomara asiento y luego tuvo lugar una escena que me resulta imposible calificar: antes de ocupar sus lugares, cada uno de los futuros dirigentes de “Costa Pobre” extrajo de algún lugar de su osamenta un arma que depositó amorosamente sobre la mesa de madera. Entre risas y comentarios acerca de la calidad, alcance, calibre o belleza de los artefactos, se fueron ubicando en sus lugares. Como fieles testigos y garantes de la paz del proceso democrático allí estábamos, entonces, los potenciales funcionarios, una mercenaria extranjera y un verdadero arsenal.
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