Llegamos a la reunión con media hora de retraso, lo que para el “director” –siempre fiel al “estoy llegando”– era un verdadero record de puntualidad. Entramos en la sala donde parte de la plana mayor estaba ubicada. Me llamó la atención ver algunas caras conocidas de otros partidos y concluí que me hallaba frente a un evidente rejunte de militantes de segunda línea de partidos de segunda línea, lo cual era una ecuación peligrosamente mediocre. También había rostros nuevos para mí y, dadas las circunstancias, para desasnarme debería esperar a la finalización del cónclave.
Busqué un lugar alrededor de la enorme mesa ovalada, tratando de quedar en una posición que me permitiera cumplir con la tarea de observación y anotación que me había sido encomendada. Al rato, entró el candidato que impulsaba el curioso apelotonamiento ideológico –y que iba a constituirse en el líder– precedido de su amigo y jefe de campaña, una especie de eterno y jocoso adolescente. Entonces, casi como por obra de un milagro, se encendieron tres radios, sintonizadas en emisoras diferentes, que había en las esquinas de la habitación y, a pesar del molesto barullo que causaban y que empastaría todo el desarrollo del encuentro, hubo un suspiro de alivio generalizado.
Cuando parecía que la reunión iba a comenzar, entraron dos mozos con sendas bandejas llenas de medialunas y jarras con café y té que repartieron sobre la mesa. Hubo un momento de confusión cuando varias manos se lanzaron en búsqueda del desayuno.
El jefe de campaña, con sonrisa de chico en campamento escolar, le acercó al "líder" uno de los platos con medialunas y el "líder", ni lerdo ni perezoso, se lanzó a dar cuenta de ellas como un refugiado biafrano, mostrando que la angustia oral había pasado a ser un trastorno severo de la personalidad y que, por mucho que lo intentara, su personal trainer no podría eliminar el exceso de peso ganado a fuerza de legítimo, intenso y persistente ejercicio mandibular.
Finalmente, cuando cada asistente tuvo su ración y el silencio masticatorio se hizo general, uno de los hombres se puso de pie y comenzó el análisis de las encuestas. Tan admirables eran su histrionismo y su gracia que olvidé, tal vez porque me parecía intrascendente, que tenía que anotar todo hasta que un disimulado codazo del “director” me volvió a la tarea y, sin dejar de escribir cifras, porcentajes y variables, me encontré mirando de reojo a los presentes para advertir, no sin sorpresa, que la dama más joven intercambiaba miradas cómplices con el jefe de campaña; que uno de los mascarones de proa, viejo militante de un pequeño partido nacional, tenía una marcada actitud obsecuente hacia el devorador de medialunas; que la otra dama, más o menos de mi edad, a pesar del irreprochable traje sastre color manteca y los oros que le colgaban por todos lados, cada vez que emitía una palabra parecía un camionero; y que otro mascarón de proa con dientes recién estrenados se hacía el “langa” con una espantosa falta de disimulo.
Mientras tanto, el sociólogo –porque según me enteré después, era un sociólogo– a cargo del análisis de las encuestas terminaba su exposición diciendo que la noticia más relevante de la semana había sido el asesinato de una jovencita gracias a los veinticinco golpes de plancha propinados por su concubino. En ese momento, tomó la palabra un hombre de aspecto bastante desprolijo que se había mantenido en silencio desde el inicio de la reunión. Con una amplia sonrisa que dejaba ver los dientes oscurecidos por el exceso de nicotina, dijo ser el nuevo encargado de las encuestas cualitativas y pasó a dar unas cuantas explicaciones acerca de su modalidad de trabajo: cantidad de grupos, cantidad de personas por grupo, tiempo de duración de las entrevistas, parámetros de investigación, para luego pasar a los resultados del procesamiento. Por lo que entendí, que no era mucho, la búsqueda estaba orientada al nombre que se le debía poner al partido para que la gente se sintiese identificada y, a la hora de las urnas, votase por los candidatos. El psicólogo –porque el tipo, además de sucio, era psicólogo– hizo una exposición detallada de los sentimientos que habían generado en los integrantes de los grupos las palabras fuerza, movimiento, partido, unión, alianza, confederación y otras que no pude anotar porque me distraje con las manchas de grasa que tenía en el sweater. Luego se explayó sobre las reacciones que despertaban los términos país, pueblo, gente, nación, república, y las implicancias que tenía desde el punto de vista semiológico el uso de preposiciones que unieran ambos conceptos. Para terminar, hizo entrega de un ejemplar de la investigación al “líder” y otro al “director”. A partir de ese momento, todos empezaron a hablar al mismo tiempo como los chicos de una salita de cuatro –la salita verde, nombre que, debo confesar, quedó instituido para mi uso interno– cuando la maestra termina de contarles un cuento, y ya no hubo manera de retomar el cauce de la reunión. El “líder”, con una miga de medialuna en la barbilla, en un rapto de creatividad sublime, tiraba combinaciones azarosas de palabras para bautizar el partido; el “langa” se había acercado peligrosamente a la “camionera” enjoyada; la dama joven le hablaba casi al oído al jefe de campaña y los mascarones de proa, viendo los platos vacíos, se iban corriendo hacia la puerta para retirarse de a uno sin siquiera saludar.
Mi cabeza era un revoltijo de datos y, si no me equivocaba, el nombre más adecuado para el partido debía ser algo así como “Club de la pachanga”. Con la sala casi vacía, los sonidos de las radios dejaron de ser un murmullo para empezar a distinguirse: en el fondo, una locutora anunciaba tiempo inestable para la tarde; a mi izquierda, Shakira se preguntaba dónde están los ladrones y la voz de Luis Miguel acometía un insoportable no sé tú desde la derecha. Todo un mensaje.
Busqué un lugar alrededor de la enorme mesa ovalada, tratando de quedar en una posición que me permitiera cumplir con la tarea de observación y anotación que me había sido encomendada. Al rato, entró el candidato que impulsaba el curioso apelotonamiento ideológico –y que iba a constituirse en el líder– precedido de su amigo y jefe de campaña, una especie de eterno y jocoso adolescente. Entonces, casi como por obra de un milagro, se encendieron tres radios, sintonizadas en emisoras diferentes, que había en las esquinas de la habitación y, a pesar del molesto barullo que causaban y que empastaría todo el desarrollo del encuentro, hubo un suspiro de alivio generalizado.
Cuando parecía que la reunión iba a comenzar, entraron dos mozos con sendas bandejas llenas de medialunas y jarras con café y té que repartieron sobre la mesa. Hubo un momento de confusión cuando varias manos se lanzaron en búsqueda del desayuno.
El jefe de campaña, con sonrisa de chico en campamento escolar, le acercó al "líder" uno de los platos con medialunas y el "líder", ni lerdo ni perezoso, se lanzó a dar cuenta de ellas como un refugiado biafrano, mostrando que la angustia oral había pasado a ser un trastorno severo de la personalidad y que, por mucho que lo intentara, su personal trainer no podría eliminar el exceso de peso ganado a fuerza de legítimo, intenso y persistente ejercicio mandibular.
Finalmente, cuando cada asistente tuvo su ración y el silencio masticatorio se hizo general, uno de los hombres se puso de pie y comenzó el análisis de las encuestas. Tan admirables eran su histrionismo y su gracia que olvidé, tal vez porque me parecía intrascendente, que tenía que anotar todo hasta que un disimulado codazo del “director” me volvió a la tarea y, sin dejar de escribir cifras, porcentajes y variables, me encontré mirando de reojo a los presentes para advertir, no sin sorpresa, que la dama más joven intercambiaba miradas cómplices con el jefe de campaña; que uno de los mascarones de proa, viejo militante de un pequeño partido nacional, tenía una marcada actitud obsecuente hacia el devorador de medialunas; que la otra dama, más o menos de mi edad, a pesar del irreprochable traje sastre color manteca y los oros que le colgaban por todos lados, cada vez que emitía una palabra parecía un camionero; y que otro mascarón de proa con dientes recién estrenados se hacía el “langa” con una espantosa falta de disimulo.
Mientras tanto, el sociólogo –porque según me enteré después, era un sociólogo– a cargo del análisis de las encuestas terminaba su exposición diciendo que la noticia más relevante de la semana había sido el asesinato de una jovencita gracias a los veinticinco golpes de plancha propinados por su concubino. En ese momento, tomó la palabra un hombre de aspecto bastante desprolijo que se había mantenido en silencio desde el inicio de la reunión. Con una amplia sonrisa que dejaba ver los dientes oscurecidos por el exceso de nicotina, dijo ser el nuevo encargado de las encuestas cualitativas y pasó a dar unas cuantas explicaciones acerca de su modalidad de trabajo: cantidad de grupos, cantidad de personas por grupo, tiempo de duración de las entrevistas, parámetros de investigación, para luego pasar a los resultados del procesamiento. Por lo que entendí, que no era mucho, la búsqueda estaba orientada al nombre que se le debía poner al partido para que la gente se sintiese identificada y, a la hora de las urnas, votase por los candidatos. El psicólogo –porque el tipo, además de sucio, era psicólogo– hizo una exposición detallada de los sentimientos que habían generado en los integrantes de los grupos las palabras fuerza, movimiento, partido, unión, alianza, confederación y otras que no pude anotar porque me distraje con las manchas de grasa que tenía en el sweater. Luego se explayó sobre las reacciones que despertaban los términos país, pueblo, gente, nación, república, y las implicancias que tenía desde el punto de vista semiológico el uso de preposiciones que unieran ambos conceptos. Para terminar, hizo entrega de un ejemplar de la investigación al “líder” y otro al “director”. A partir de ese momento, todos empezaron a hablar al mismo tiempo como los chicos de una salita de cuatro –la salita verde, nombre que, debo confesar, quedó instituido para mi uso interno– cuando la maestra termina de contarles un cuento, y ya no hubo manera de retomar el cauce de la reunión. El “líder”, con una miga de medialuna en la barbilla, en un rapto de creatividad sublime, tiraba combinaciones azarosas de palabras para bautizar el partido; el “langa” se había acercado peligrosamente a la “camionera” enjoyada; la dama joven le hablaba casi al oído al jefe de campaña y los mascarones de proa, viendo los platos vacíos, se iban corriendo hacia la puerta para retirarse de a uno sin siquiera saludar.
Mi cabeza era un revoltijo de datos y, si no me equivocaba, el nombre más adecuado para el partido debía ser algo así como “Club de la pachanga”. Con la sala casi vacía, los sonidos de las radios dejaron de ser un murmullo para empezar a distinguirse: en el fondo, una locutora anunciaba tiempo inestable para la tarde; a mi izquierda, Shakira se preguntaba dónde están los ladrones y la voz de Luis Miguel acometía un insoportable no sé tú desde la derecha. Todo un mensaje.
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