7/25/2008

Abuso / Creerle a las víctimas

La comunidad psi se rasga las vestiduras porque uno de sus más destacados miembros, especialista en violencia familiar y abuso de menores, acaba de ser imputado por uno de los delitos más aberrantes que se pueda concebir: la pedofilia.
Claro, ahora que casi resulta cotidiano el abuso por parte de maestros, religiosos y familiares directos, lo que quedaba a salvo era aquello que hoy se pone en cuestión: la perversión proveniente, justamente, de los profesionales que se ocupan de teorizar, entre otras cosas, acerca de la perversión.
Tengamos presente algo: no es la psicología lo que se está cuestionando sino a un hombre que ejerce la profesión de psicólogo y que, además, hasta donde hoy se sabe, está seriamente sospechado de ser un abusador. Tampoco es cuestión de condenar –y ni siquiera considerarla como factor condicionante– la elección sexual de una persona. De modo que no vale apelar a ningún espíritu de cuerpo en el primer caso ni a cualquier disparate homofóbico en el otro.
Desde su rol profesional, el señor en cuestión –si puede llamársele señor– es autor de textos en los que describe con claridad meridiana los circuitos, mecanismos y efectos del abuso y la violencia. Explica que, habitualmente, las víctimas padecen, además de graves secuelas psicológicas, la vergüenza –e incluso el sentimiento de culpa– de haber sido abusadas y, sobre todo, la dificultad para que sus testimonios y denuncias sean considerados verdaderos.
Sé, por experiencia propia, el esfuerzo que implica no sólo hacerse escuchar sino que la palabra proferida sea tomada como verdad. Sé lo que significa recorrer el sinuoso camino de la Justicia; el grado de exposición que requiere llevar adelante una denuncia de abuso; y las profundas heridas que una experiencia de este tipo deja en quien las ha padecido.
Una persona abusada, antes de ser abusada, ha sido prolijamente minada en su voluntad. El abusador es –si se me permiten bellas metáforas para tan pobre destino– alguien que, como un hábil desguazador, siguiendo un estricto plan, se dedica a desarmar un noble velero. Con paciencia infinita, pieza por pieza, va destrozando la personalidad de la víctima. O, visto de otro modo, es una experimentada araña que, incansable, va envolviendo a su presa hasta dejarla inmóvil, agotada después de haberse debatido en la pegajosa maraña, entregada a su suerte. El abuso físico es, entonces, una pelea desigual e injusta en la que una de las partes ya ha sido vencida por la contundente efectividad del abuso psicológico.
Si la víctima reacciona antes de ser destruida por completo, le tocará –como primer paso– el difícil proceso de reconocerse. Descubrirá con estupor que no sabe cómo ni en qué momento llegó a ser esa persona degradada y empobrecida en que se ha transformado. Sentirá vergüenza, culpa, temor. Emprenderá la ardua tarea de recomponer sus vínculos, las redes afectivas y protectoras que el abusador fue quebrando, con el objetivo de facilitar su tarea, a medida que avanzaba. E intentará, por sobre todas las cosas –y a veces con escasa esperanza–, que le crean.
Era casi esperable, entonces, la primera reacción de los colegas, colaboradores y alumnos de quien ayer, amparado en un derecho, se negó a declarar. Incredulidad frente a la imagen brindada por la víctima, tan contradictoria respecto de aquella con la que ellos convivían a diario. Sospecha acerca de quien, desde el lugar de la impotencia y la debilidad, desnuda las inenarrables miserias de un poderoso. Escepticismo ante la evidencia. Sin embargo, es difícil aceptar estos sentimientos viniendo de personas –profesionales– que trabajan identificando y analizando las características patológicas de un abusador, advirtiendo la responsabilidad de la sociedad en estos hechos, alentando su denuncia y asistiendo a las víctimas.
Si algo queda a la vista es la cruel perversión de alguien que, al describir una conducta patológica, se sirve de sus propias experiencias, de sus propios –bajísimos– instintos, de su incontrolable impulso de dañar a un semejante que es más vulnerable aún por ser menor de edad. Alguien que, al dibujar a un monstruo, no puede escapar a imprimirle sus propios rasgos y su propia expresión y, aun así, lo ve como otro, ajeno a sí mismo e, incluso, lo juzga condenable.
Hasta donde hoy se sabe, este hombre le ha hecho un daño irreparable a menores –todavía no se sabe cuántos– haciendo uso y abuso de su autoridad, de su saber, de su posición social, económica e intelectual, y es patrimonio de la Justicia velar para que no vuelva a hacerlo. Pero, para que no dañe a la sociedad, a las instituciones y a la ciencia, cada uno de nosotros tendrá que hacer su trabajo. Ese trabajo es combatir esa forma sutil de complicidad, ese tenue matiz de desinterés; es abandonar la comodidad y la falta de compromiso; es, por más que duela, enfrentar una verdad que en estos casos siempre es horrorosa y siniestra.
El primer paso de ese trabajo es creerle a las víctimas.

7/23/2008

Pasión, política y ajedrez

Al contrario de lo que suele proclamar la percepción generalizada, la palabra pasión, en las primeras acepciones del Diccionario de la RAE, remite no al ánimo encendido y fuertemente inclinado hacia algo o alguien sino a la acción de padecer, al estado pasivo del sujeto y a la ausencia de acción. Recién la quinta entrada hace referencia a la perturbación o desorden del estado de ánimo, y la sexta y séptima a lo que con mayor frecuencia entendemos por pasión: el apetito vehemente hacia algo o la viva preferencia de una persona enfocada hacia otra.
Me quedo, empero, con lo viejo conocido.
En primer lugar, porque si hay algo que sin dudas me apasiona, es mi trabajo que, por otra parte, nada tiene que ver con la pasividad, el padecimiento o la inacción y, por el contrario, exige una incansable actividad mental.
Pensar es apasionante.
Pensar es abordar el desafío de ingresar a un laberinto que se va construyendo con cada elección y del cual no saldremos los mismos que éramos al dar el primer paso.
Pensar es no perder la calma porque –verdad de perogrullo– la ira, el descontrol, el desborde impiden pensar.
En numerosas oportunidades he tenido, por cuestiones laborales, estrecho contacto con dirigentes políticos de las más diversas ideologías. A la vista del camino recorrido, aquellos que tuvieron más éxito en el logro de sus aspiraciones, en su gestión y en la transmisión de sus ideas fueron los que preservaron por sobre todas las cosas la calma para pensar y decidir con la frialdad que se requiere en estos casos. Los que, en cambio, terminaron rápidamente estrellados contra el impiadoso paredón de la impopularidad fueron los que, presas del descontrol, tomaron decisiones irreflexivas, caprichosas o –valga la irreverencia a la RAE– dominadas por la violencia de la pasión.
Traducido al lenguaje popular, esto podría expresarse como "político que se calienta, pierde".
En todo caso, la pasión política debería parecerse a la que siente un ajedrecista por el juego. Una pasión que, por cierto, raras veces lo impulsa a terminar la partida pateando el tablero y, en cambio, lo incita a seguir pensando, con calma, cuál es la mejor jugada posible, la que ponga al adversario en jaque y lo obligue a, nuevamente, pensar y superarse en su estrategia.
Al igual que en el ajedrez, en la política cualquier movimiento genera un nuevo escenario y abre nuevas alternativas de juego.
Al igual que en el ajedrez, en la política todo momento de estabilidad es el instante provisorio y fugaz entre un movimiento y otro.
Se trata, entonces, de aprovechar ese hiato de precaria calma para prefigurar los próximos escenarios devenidos del nuevo estado del tablero. Por supuesto, sin perder de vista el objetivo final y mayor que es ganar la partida.
Y de paso, si hablamos de ajedrez, ¿por qué, frente a un ataque llevado adelante por piezas menores, se decidió sacrificar a la Dama?

7/10/2008

Sílice y cal

Superficie de arena olvidada
en el fuego
que alguna vez lo hizo
lengua ardiente.

La grieta
dibuja un río
que no cesa de fluir
buscando el borde.

Y si hay memoria
es para los golpes
que alguna vez lo conmovieron,
que alguna vez lo quebrarán
sin previo aviso.

Irremediablemente frágil.
Entregado al fervor de las moléculas
que no lo dejan ser cristal.