Creo haber mencionado, aunque brevemente, alguna característica climática de la capital de “Costa Pobre”. Por estar en el límite entre la condición de tropical y la de subtropical, la división estacional no se realiza de acuerdo al criterio de estación seca y estación de lluvias. Sin embargo, lo que los “costapobreños” llaman invierno dista mucho de ser lo que nosotros, más meridionales, festejamos como la llegada del frío para, un mes más tarde, execrarla esperando el ingreso a los días más cálidos para, un tiempo después, hartos del húmedo pegoteo porteño, rogar por algo de fresco (cosas del inconformismo que nos caracteriza). En fin, para completar mi relato diré que, aunque bien entrado el otoño, el calor había sido agobiante desde el momento mismo en que descendí del avión.
Esa mañana, cuando me avisaron que el “coronel” se encontraba en el lobby esperándome, yo ya me había decidido por un atuendo liviano e informal apto para un día al aire libre. Asimismo, descarté el traje de baño porque prefería mantener un perfil profesional alejado de cualquier situación que implicara un exceso de familiaridad. Al llegar al lobby me encontré con el rostro conocido que me transportaría a la finca de los XX. A pesar de su habitual cortesía, el “coronel” mostró apuro por lo que, de inmediato, abordamos la 4x4. Me pregunté si él estaría armado y si, bajo mi asiento, todavía descansaría el imponente “fierro” que se había dejado ver en nuestro anterior encuentro. Al darme cuenta de que existencia de las armas a mi alrededor no me preocupaba, sentí un escalofrío y tuve temor de mi casi inmediata adaptación a circunstancias extremas.
Rápidamente dejamos atrás la ciudad. Luego de unos cuantos kilómetros por la ruta que llevaba al aeropuerto, nos desviamos y, ya sobre tierra, a medida que avanzábamos por el camino angosto, la vegetación se tornaba selvática y enmarañada. Durante todo el trayecto, quien me conducía se mantuvo en silencio. Aunque era evidente que el recorrido le resultaba familiar la velocidad a la que manejaba me inquietó sobremanera. En un momento comentó, en voz tan baja que parecía hablar consigo mismo, que el señor iba estar muy enojado cuando llegáramos. Unos veinte minutos más tarde, luego de una curva del camino, en el punto libre que la vegetación dibujaba a lo lejos, divisé una enorme reja negra y dorada, más propia de una ciudad europea que de ese lugar perdido en medio de la nada. Cuando estábamos a unos cien metros, un campesino pobremente vestido abrió el monumental portón y, sin disminuir la velocidad, nos internamos por el centro de la hilera de árboles que formaban un túnel encima de la camioneta. Al finalizar la arboleda se abrió ante nosotros un jardín de dimensiones impresionantes que, además, se veía cuidado casi con obsesividad. Cuando la 4x4 se detuvo frente a la casa, más parecida a un castillo de la región vitivinícola francesa que a una finca selvática, descendí. El calor me pegó en la cara y el efecto del aire acondicionado se desvaneció de inmediato. Caminé al encuentro de XX hijo que me esperaba bajo la galería con piso de mármol blanco. De inmediato, me condujo al interior de la casa. En penumbras y en silencio atravesamos varios salones decorados en consonancia con el exterior: sofás tapizados en terciopelos oscuros, alfombras persas, arañas con decenas de luminarias, hasta llegar al ventanal que daba al jardín trasero. Allí, dentro de la piscina, con el agua al cuello y los infaltables lentes oscuros, estaba XX padre. Me dedicó una amplia sonrisa y me invitó a sentarme bajo el gazebo más próximo a él. No parecía para nada molesto como había temido el “coronel”. Por el contrario, estaba radiante. Un mozo de smoking negro se acercó empujando una mesa rodante cargada de bebidas. Bajo el sol de mediodía el hombre sudaba de manera cruel. Mientras servía unos tragos, sin que mediara, al menos para mí, ningún incidente, el vozarrón de XX resonó como un trueno.
–¡Te acordaste, mierda! Parece que ni poniéndote un cohete en el culo podés hacer las cosas como corresponde… ¡Y yo acá, cagándome de calor!
Giré la cabeza para ver a quién se dirigía este nuevo exabrupto y vi al “coronel” que, todavía con el saco puesto y una bolsa de arpillera arriba del hombro, caminaba hacia nosotros cargando una barra de hielo. La primera de las quince que, viaje tras viaje, depositaría en la pileta para enfriarle el agua al mandamás.
Esa mañana, cuando me avisaron que el “coronel” se encontraba en el lobby esperándome, yo ya me había decidido por un atuendo liviano e informal apto para un día al aire libre. Asimismo, descarté el traje de baño porque prefería mantener un perfil profesional alejado de cualquier situación que implicara un exceso de familiaridad. Al llegar al lobby me encontré con el rostro conocido que me transportaría a la finca de los XX. A pesar de su habitual cortesía, el “coronel” mostró apuro por lo que, de inmediato, abordamos la 4x4. Me pregunté si él estaría armado y si, bajo mi asiento, todavía descansaría el imponente “fierro” que se había dejado ver en nuestro anterior encuentro. Al darme cuenta de que existencia de las armas a mi alrededor no me preocupaba, sentí un escalofrío y tuve temor de mi casi inmediata adaptación a circunstancias extremas.
Rápidamente dejamos atrás la ciudad. Luego de unos cuantos kilómetros por la ruta que llevaba al aeropuerto, nos desviamos y, ya sobre tierra, a medida que avanzábamos por el camino angosto, la vegetación se tornaba selvática y enmarañada. Durante todo el trayecto, quien me conducía se mantuvo en silencio. Aunque era evidente que el recorrido le resultaba familiar la velocidad a la que manejaba me inquietó sobremanera. En un momento comentó, en voz tan baja que parecía hablar consigo mismo, que el señor iba estar muy enojado cuando llegáramos. Unos veinte minutos más tarde, luego de una curva del camino, en el punto libre que la vegetación dibujaba a lo lejos, divisé una enorme reja negra y dorada, más propia de una ciudad europea que de ese lugar perdido en medio de la nada. Cuando estábamos a unos cien metros, un campesino pobremente vestido abrió el monumental portón y, sin disminuir la velocidad, nos internamos por el centro de la hilera de árboles que formaban un túnel encima de la camioneta. Al finalizar la arboleda se abrió ante nosotros un jardín de dimensiones impresionantes que, además, se veía cuidado casi con obsesividad. Cuando la 4x4 se detuvo frente a la casa, más parecida a un castillo de la región vitivinícola francesa que a una finca selvática, descendí. El calor me pegó en la cara y el efecto del aire acondicionado se desvaneció de inmediato. Caminé al encuentro de XX hijo que me esperaba bajo la galería con piso de mármol blanco. De inmediato, me condujo al interior de la casa. En penumbras y en silencio atravesamos varios salones decorados en consonancia con el exterior: sofás tapizados en terciopelos oscuros, alfombras persas, arañas con decenas de luminarias, hasta llegar al ventanal que daba al jardín trasero. Allí, dentro de la piscina, con el agua al cuello y los infaltables lentes oscuros, estaba XX padre. Me dedicó una amplia sonrisa y me invitó a sentarme bajo el gazebo más próximo a él. No parecía para nada molesto como había temido el “coronel”. Por el contrario, estaba radiante. Un mozo de smoking negro se acercó empujando una mesa rodante cargada de bebidas. Bajo el sol de mediodía el hombre sudaba de manera cruel. Mientras servía unos tragos, sin que mediara, al menos para mí, ningún incidente, el vozarrón de XX resonó como un trueno.
–¡Te acordaste, mierda! Parece que ni poniéndote un cohete en el culo podés hacer las cosas como corresponde… ¡Y yo acá, cagándome de calor!
Giré la cabeza para ver a quién se dirigía este nuevo exabrupto y vi al “coronel” que, todavía con el saco puesto y una bolsa de arpillera arriba del hombro, caminaba hacia nosotros cargando una barra de hielo. La primera de las quince que, viaje tras viaje, depositaría en la pileta para enfriarle el agua al mandamás.
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