Muy instalada me hallaba yo en la suntuosa oficina del director del diario XX, uno de los cuatro que se editaban en la capital de “Costa Pobre”, cuando llegaron a mis manos los informes estadísticos que necesitaba para completar la investigación acerca del perfil de los votantes y, consecuentemente, elaborar el discurso del candidato.
Las cifras eran sorprendentes. Para ese entonces, el país contaba con apenas un 15% de la red vial asfaltada. La población campesina estaba por encima del 75%. Dos terceras partes de los habitantes de “Costa Pobre” eran analfabetos funcionales, lo que equivale a decir que podían leer pero no comprender lo que leían. Y en el rubro sostén del hogar, el número de mujeres era sensiblemente mayor que el de hombres. Con este panorama, cualquier sutileza podía pasar como un mensaje cifrado que no llegaría a nadie.
Mientras tanto, a mi alrededor tenía lugar una acalorada reunión en la que participaban el dueño del grupo editorial; su hijo menor que ocupaba la dirección del diario, y mi ocasional chofer, que a esta altura a mí me costaba mucho identificar con un simple transportador de personas dada la “ferretería” que cargaba en el auto.
–Te vas ya a la casa del ZZ (que tampoco era el candidato a presidente sino su compañero de fórmula) y le decís que el discurso va a estar listo a la noche. –decía el mandamás en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre quién era, de verdad, el mandamás. Lo miré. Vestía un ambo blanco del estilo que se había usado en los años setenta: pantalón oxford sin pinzas y sin bolsillos; saco entallado y de solapas anchas. Una camisa casi transparente de color celeste fuerte, abierta hasta la mitad del pecho, dejaba ver una importante cadena de oro de la que pendía una cruz del mismo material con incrustaciones de turquesas. Tras los metales preciosos, el pecho oscuro mostraba varias cicatrices. Cabello aclarado, anteojos oscuros. Zapatos también blancos con algo de taco. Su apariencia y su altura por encima del promedio hacían que el hombre a quien estaba dirigiendo sus órdenes pareciera aún más pequeño y humilde. Encorvado, con la cabeza hundida entre los hombros, la mirada clavada en el piso y necesitando las dos manos para sostener un sobre, aceptaba las directivas.
El hijo del empresario, probablemente incómodo por la escena que se desarrollaba en mi presencia, atinó a decir:
–Papá…
La respuesta no se hizo esperar:
–¿Papá qué? –bramó.
–El coronel… –insistió el hijo.
–¡El coronel, las pelotas!
Bajé la cabeza y traté de concentrarme en mis papeles.
Sin un pero y sin darle la espalda, el hombre salió del despacho como si estuviese vencido. Antes de desaparecer de nuestra vista susurró:
–Gracias, señor. Enseguida vuelvo, señor.
Ni bien se cerró la puerta, el Elvis Presley del subdesarrollo se sentó frente a mí, vaso de Chivas Regal en la mano, y dijo:
–¡Estos milicos de mierda sólo saben obedecer!
Volví a bajar la cabeza y a tratar de concentrarme en mis papeles.
Las cifras eran sorprendentes. Para ese entonces, el país contaba con apenas un 15% de la red vial asfaltada. La población campesina estaba por encima del 75%. Dos terceras partes de los habitantes de “Costa Pobre” eran analfabetos funcionales, lo que equivale a decir que podían leer pero no comprender lo que leían. Y en el rubro sostén del hogar, el número de mujeres era sensiblemente mayor que el de hombres. Con este panorama, cualquier sutileza podía pasar como un mensaje cifrado que no llegaría a nadie.
Mientras tanto, a mi alrededor tenía lugar una acalorada reunión en la que participaban el dueño del grupo editorial; su hijo menor que ocupaba la dirección del diario, y mi ocasional chofer, que a esta altura a mí me costaba mucho identificar con un simple transportador de personas dada la “ferretería” que cargaba en el auto.
–Te vas ya a la casa del ZZ (que tampoco era el candidato a presidente sino su compañero de fórmula) y le decís que el discurso va a estar listo a la noche. –decía el mandamás en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre quién era, de verdad, el mandamás. Lo miré. Vestía un ambo blanco del estilo que se había usado en los años setenta: pantalón oxford sin pinzas y sin bolsillos; saco entallado y de solapas anchas. Una camisa casi transparente de color celeste fuerte, abierta hasta la mitad del pecho, dejaba ver una importante cadena de oro de la que pendía una cruz del mismo material con incrustaciones de turquesas. Tras los metales preciosos, el pecho oscuro mostraba varias cicatrices. Cabello aclarado, anteojos oscuros. Zapatos también blancos con algo de taco. Su apariencia y su altura por encima del promedio hacían que el hombre a quien estaba dirigiendo sus órdenes pareciera aún más pequeño y humilde. Encorvado, con la cabeza hundida entre los hombros, la mirada clavada en el piso y necesitando las dos manos para sostener un sobre, aceptaba las directivas.
El hijo del empresario, probablemente incómodo por la escena que se desarrollaba en mi presencia, atinó a decir:
–Papá…
La respuesta no se hizo esperar:
–¿Papá qué? –bramó.
–El coronel… –insistió el hijo.
–¡El coronel, las pelotas!
Bajé la cabeza y traté de concentrarme en mis papeles.
Sin un pero y sin darle la espalda, el hombre salió del despacho como si estuviese vencido. Antes de desaparecer de nuestra vista susurró:
–Gracias, señor. Enseguida vuelvo, señor.
Ni bien se cerró la puerta, el Elvis Presley del subdesarrollo se sentó frente a mí, vaso de Chivas Regal en la mano, y dijo:
–¡Estos milicos de mierda sólo saben obedecer!
Volví a bajar la cabeza y a tratar de concentrarme en mis papeles.
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