1/23/2007

Fixed memories y traumdeutung

Cada noche, ella cumple con un ritual preestablecido: se desviste, coloca la ropa con prolijdad sobre una silla, se lava los dientes, comprueba que el despertador está programado para sonar a las 6.15, a las 6.20, a las 6.25 y a las 6.30, y luego se desploma sobre el territorio sin norte de la cama.
Al rato, cuando el sueño ya le ha franqueado la entrada a ese otro universo en el que lo cotidiano se transforma en irreal, un ejército silencioso comienza su labor.
Centenares de pequeños pies recorren afanosamente cada recoveco de su cabeza. Con manos ágiles, descuelgan los recuerdos, limpian las sensaciones, eliminan todo rastro de alegría, dolor, rencor, amor u odio; borran las experiencias. Sin embargo, lejos de hacer con lo removido una enorme y chisporroteante fogata, lo ensobran con prolijidad según rubros, categorías o segmentos. Allí van, con sumo cuidado, el mediodía de verano en que nació su hijo; la tarde en que, de tanto reír, tuvo un acceso de tos; el dolor por la muerte de su padre; aquellas vacaciones en la playa; sus ojos húmedos frente a los cuadros de Botticelli; la mañana en que descubrió que lo que había creído amor no era más que un error, el día en que los pelos de la nuca se le erizaron de pánico.
Dado que los recuerdos recién arrancados tienen ciertas características particulares, requieren un cuidado específico antes de ser envasados. El recuerdo del primer amor, por ejemplo, es tibio y aterciopelado. Los relacionados con momentos de mucha hilaridad son de un calor húmedo. Los de odio, crepitantes. Los de placidez generan a su alrededor una brisa cálida. Por eso, una vez desprendidos, y luego de una rigurosa limpieza, deben alcanzar una temperatura neutra y uniforme; de lo contrario, dentro del sobre crean una capa de moho que, de no ser removida de inmediato, lisa y llanamente, los descompone generando un olor insoportable que termina transmitiéndose a otros recuerdos e impregnándolos para siempre. Del mismo modo, aquellos que han caducado o que han entrado en estado de descomposición, son reducidos, transformándose en una sustancia parecida a la ceniza de papel.
Aproximadamente a las cuatro de la mañana, el ritmo de trabajo cambia. Cierta tensión, cierta lejana incertidumbre hace que los pequeños trabajadores se detengan y, expectantes, se peguen a las suaves paredes mimetizándose con ellas. Entonces hace su entrada otro ejército, más pequeño, más extraño, que desfila con ritmo y curso irregulares, provocando a veces una enorme agitación y otras, un plácido bienestar. Antes de desaparecer, con notable ignorancia de la labor que han interrumpido, estos personajes van dejando adherencias en algunas de las superficies. Son resabios de la consistencia de las telarañas. Algunos se asemejan de manera notable a los recién envasados recuerdos. Otros están curiosamente cambiados. Muchos de ellos parecen no tener relación alguna con nada antes visto en ese universo de penumbra y destellos. Aunque la mayoría se desvanece sin dejar rastros, algunos colgajos se resisten a convertirse en niebla. Entonces, cuando retorna la calma, el ejército camuflado recomienza la tarea. A los recuerdos envasados van sumándose, cuidadosamente catalogadas, las telarañas remanentes. Luego, cuando la luz del amanecer empieza a vislumbrarse, el ritmo se hace frenético. Como manzanas pintonas y perfumadas que por milagro vuelven a pender de las ramas del árbol, como las luces intermitentes de las guirnaldas navideñas, los recuerdos y los resabios son amorosamente desmbalados y repuestos en sus lugares. Poco a poco, retoman su temperatura distintiva, su color, su olor. Orondos y vigorosos, algunos se cuelan en el entresueño previo al despertar. Y allí donde otrora hubo un recuerdo que ha sido descartado, queda ahora una cicatriz mínima, indolora, parecida a un pequeño ombligo. Entonces suena el despertador y comienzan, a la vez, la retirada del batallón y la vuelta a la conciencia diurna.
Cada mañana, ella se sorprende de lo pertinaz de sus olvidos. De la vitalidad de sus recuerdos. De esa catarata de presencias sin resentimiento que la invade al ponerse en funcionamiento para afrontar el nuevo día. De los acertijos que le presenta la memoria de los sueños, esos restos que trata como velos –parecidos a suaves y persistentes telarañas– que deben ser sucesivamente retirados para dejar al descubierto una verdad necesaria.
De vez en cuando, se sorprende esbozando una sonrisa al rememorar su infancia castigada; o se le cae una lágrima inexplicable frente a la felicidad reencontrada.
Durante el día, ella, tendida en el diván, desteje incógnitas frente al oído atento de su analista. Mientras tanto, la mayoría de los pequeños seres se entrega al descanso con la satisfacción de la tarea cumplida y, alguno que otro, debido a la distracción o a la inexperiencia, recibe una reprimenda por haber colgado mal un recuerdo.

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