En los últimos tiempos, algunos representantes (?) del ámbito intelectual (?, otra vez) produjeron declaraciones, por cierto nada laudatorias, sobre los blogs. Más allá de mis serias dudas acerca del conocimiento que dichos personajes puedan tener sobre el mundo digital y, también, de que no es la primera vez ni son los primeros que las hacen, debo agradecerles pues sus encendidas afirmaciones me pusieron a pensar, nuevamente, en cuestiones para mí trascendentes como lo son el arte en general y la literatura en particular.
En primer lugar, convengamos, la producción artística no reconoce un escenario o un medio específico. Es decir que, allí donde la chispa creadora se enciende hace arte sin importar si es una intervención callejera o un mármol bellamente cincelado, si el soporte es tan concreto como un papel o si, en cambio, es la manifestación de una combinatoria de ceros y unos.
En lo que hace a la literatura la situación se torna aún más compleja dado que la materia de la que está hecha es la misma que utilizamos para comprar un kilo de papas o para insultar al colectivero que acercó su monumental vehículo a nuestra indefensa humanidad. La que se utiliza para mentir, manipular y descalificar. Entonces, darle a eso cotidiano y burdo un uso que lo transforme en bello y sublime requiere, sin dudas, un arte.
Ahora bien, ¿es ese arte patrimonio exclusivo de ciertas personas? Sí lo es, también sin dudas. Pertenece a aquellos que desean expresarse y encuentran en esa expresión un modo de llegar, conmover, tocar a otros. Pertenece a los que reconocen en sí mismos la necesidad de hacer oro con el barro. Pero pertenece, también, a quienes sólo están movidos por el impulso de volcar sus pensamientos y sentimientos, a los que emprenden una búsqueda de perfección, de certeza, de fidelidad o de quiebre con lo establecido; a los que no saben que han logrado hacerlo bien; a los que lo saben pero asumen el desafío de hacerlo mejor cada vez; a los que, insatisfechos con los resultados por considerarlos mediocres, no ceden a la tentación del abandono y no se rinden frente a la frustración. En primer lugar, convengamos, la producción artística no reconoce un escenario o un medio específico. Es decir que, allí donde la chispa creadora se enciende hace arte sin importar si es una intervención callejera o un mármol bellamente cincelado, si el soporte es tan concreto como un papel o si, en cambio, es la manifestación de una combinatoria de ceros y unos.
En lo que hace a la literatura la situación se torna aún más compleja dado que la materia de la que está hecha es la misma que utilizamos para comprar un kilo de papas o para insultar al colectivero que acercó su monumental vehículo a nuestra indefensa humanidad. La que se utiliza para mentir, manipular y descalificar. Entonces, darle a eso cotidiano y burdo un uso que lo transforme en bello y sublime requiere, sin dudas, un arte.
No es, en cambio, propiedad de intelectuales, profesionales ni idóneos. No es de los que han editado libros, publicado artículos o llevado sus nombres a los medios masivos de comunicación o a la precaria popularidad que reina en los clubes de iniciados. No es de los que combaten la democratización de la expresión aquejados por el temor de que se les arrebate su parcela en el firmamento literario. No es de quienes creen que han sido instituidos con la autoridad para definir no ya lo que es buena o mala literatura sino lo que es literatura o lo que está fuera de ella.
En sentido amplio, la literatura es el arte –manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado– que emplea como medio de expresión una lengua. Entonces, la literatura está allí donde confluyen una mirada singular, una interpretación personal y una expresión lingüística.
¿Sera buena o será mala? Harina de otro costal. Las bateas de las librerías están sobrecargadas de libros que se venden como pan caliente y que es difícil inscribir en el espectro de la "buena" literatura tradicionalmente entendida. Por otra parte, creo que nadie que haya leído una considerable cantidad de autores discutiría la maestría de Beckett o de Joyce con el lenguaje y sus rupturas y, sin embargo, sus libros no forman parte de ninguna nómina de best sellers y, más aún, sus primeras publicaciones fueron criticadas sin benevolencia (y sin entendimiento claro de la obra que estaban construyendo).
Parecería que todo se circunscribe a una cuestión subjetiva. Me gusta. No me gusta. Es cierto que un mayor entrenamiento de la mirada provee nuevas perspectivas de apreciación reduciendo de manera significativa la sensación de "haberse quedado afuera". Pero esto no es excluyente porque aunque la mayor comprensión, en todo caso, incrementa el placer, no puede crear disposición a ese placer donde no la hay.
Pasando al tema territorial, es posible escribir un bello poema en un pizarrón (Alejandra Pizarnik lo hacía), en una servilleta de bar (miles de personas lo hacen con mayor o menor suerte), en un libro (algunos llegan hasta ahí atravesando tormentos editoriales) o en un blog (muchos están descubriendo que pueden hacerlo). Y, del mismo modo, todos estos soportes pueden dar albergue a gloriosas e intrascendentes cadenas de estupideces.
Lo que sí es seguro es que no hay arte sin intento. Sin el largo proceso de ensayo y error que nos lleva a la superación. Sin persistencia.
Muchos seres humanos se expresan sin saber que esa expresión encierra un arte. Esos son los inconscientes.
Otros, no nos resignamos a la búsqueda de que, alguna vez, lo que escribimos lo sea. Somos los laburantes.
Un puñado, en la historia de la humanidad, fue consciente de haberlo hecho y tuvo la certeza de una genialidad que la mayoría de las veces no le fue reconocida por sus contemporáneos. Esos son los grandes.
Y están también los que creen que cercando el terreno se convierten en artistas. ¿Esos? Esos son los idiotas.
1 comentario:
¿cómo estás?, amiga
Chris
Publicar un comentario