Hoy se cumplen 25 años del regreso a la democracia (suena raro decir "regreso a la democracia"). Podríamos discutir si el aniversario debe celebrarse hoy o, tal como sucedió, el 30 de octubre. Para dirimir la cuestión sin demasiado conflicto, yo creo que el regreso a la democracia se produjo cuando votamos y que se concretó cuando, finalmente, el doctor Raúl Alfonsín asumió la Presidencia de la Nación luego de una sucesión –que parecía interminable– de gobiernos militares y poniendo fin a la más sangrienta dictadura vivida en la Argentina.
Los argentinos solemos quejarnos de todo. Nos cuesta celebrar. Aun frente a logros del deporte nacional –que supuestamente no deberían despertar ningún conflicto– solemos encontrar la manera de ver "el pelo en el huevo". Mucho más cuando se trata de política. A veces, hasta podríamos decir que nos "quejamos de llenos".
En lo personal, el 10 de diciembre de 1983 yo no celebraba el triunfo del candidato que había votado. Pero sí celebré. Con el cuerpo y con el alma. Fue un festejo mucho más íntimo y, también, duradero.
Lo que yo celebraba era que mi hijo de meses y, por suerte, la que vino después, no tendrían que vivir callándose la boca. Celebré que terminaba el terror que había cercenado mi idealismo adolescente. Celebré que, bueno o malo, el Gobierno entrante tendría que rendir cuentas en las siguientes elecciones, sometiéndose a la ley del pueblo, que es la que nos permite expresar la conformidad o disconformidad con las acciones que llevaron a cabo nuestros representantes (porque, recordémoslo, son nada más ni nada menos que personas que ejercen temporariamente un cargo en representación de la ciudadanía entera, aun del segmento que no los votó).
Yo celebré el final de una situación para la que no había nombre y que nosotros los argentinos, tan ocurrentes, tuvimos que inventar: los desaparecidos. Yo celebré que mis hijos no tuvieran que volver un día a la escuela y encontrarse con que todo había cambiado. Celebré la clausura de una etapa de allanamientos sin orden (que yo viví en innumerables ocasiones en mi propia casa). Celebré el recuerdo de cánticos juveniles que habían quedado borrados por la amnesia que causa el terror. Celebré la finalización de las hogueras de libros, algunas de las cuales se llevaron toda la obra periodística de mi bisabuelo.
Por cierto, hace 25 años que voto y hace 25 años que no estoy orgullosa de ninguno de los gobiernos que hemos tenido (incluidos los que me hicieron fugaz "triunfadora"). Pero sí estoy orgullosa de haber sostenido, durante un cuarto de siglo, esta democracia que, con imperfecciones, con malos pasos, con errores y, muchas veces, sin demasiada transparencia, me permite en este preciso momento estar diciendo lo que pienso. Sin miedo y con la seguridad de que en las próximas elecciones volveré a tener la oportunidad de, con mi voto, decirle a la clase política lo que pienso de ella.
Los argentinos solemos quejarnos de todo. Nos cuesta celebrar. Aun frente a logros del deporte nacional –que supuestamente no deberían despertar ningún conflicto– solemos encontrar la manera de ver "el pelo en el huevo". Mucho más cuando se trata de política. A veces, hasta podríamos decir que nos "quejamos de llenos".
En lo personal, el 10 de diciembre de 1983 yo no celebraba el triunfo del candidato que había votado. Pero sí celebré. Con el cuerpo y con el alma. Fue un festejo mucho más íntimo y, también, duradero.
Lo que yo celebraba era que mi hijo de meses y, por suerte, la que vino después, no tendrían que vivir callándose la boca. Celebré que terminaba el terror que había cercenado mi idealismo adolescente. Celebré que, bueno o malo, el Gobierno entrante tendría que rendir cuentas en las siguientes elecciones, sometiéndose a la ley del pueblo, que es la que nos permite expresar la conformidad o disconformidad con las acciones que llevaron a cabo nuestros representantes (porque, recordémoslo, son nada más ni nada menos que personas que ejercen temporariamente un cargo en representación de la ciudadanía entera, aun del segmento que no los votó).
Yo celebré el final de una situación para la que no había nombre y que nosotros los argentinos, tan ocurrentes, tuvimos que inventar: los desaparecidos. Yo celebré que mis hijos no tuvieran que volver un día a la escuela y encontrarse con que todo había cambiado. Celebré la clausura de una etapa de allanamientos sin orden (que yo viví en innumerables ocasiones en mi propia casa). Celebré el recuerdo de cánticos juveniles que habían quedado borrados por la amnesia que causa el terror. Celebré la finalización de las hogueras de libros, algunas de las cuales se llevaron toda la obra periodística de mi bisabuelo.
Por cierto, hace 25 años que voto y hace 25 años que no estoy orgullosa de ninguno de los gobiernos que hemos tenido (incluidos los que me hicieron fugaz "triunfadora"). Pero sí estoy orgullosa de haber sostenido, durante un cuarto de siglo, esta democracia que, con imperfecciones, con malos pasos, con errores y, muchas veces, sin demasiada transparencia, me permite en este preciso momento estar diciendo lo que pienso. Sin miedo y con la seguridad de que en las próximas elecciones volveré a tener la oportunidad de, con mi voto, decirle a la clase política lo que pienso de ella.
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