El viernes pasado, mientras se desarrollaba la presentación del libro de la doctora Hilda Molina en la Feria del Libro, un grupo de manifestantes procastristas interrumpió el acto con gritos, insultos, provocaciones y agresiones de diverso calibre.
Yo estaba allí en calidad de panelista de modo que, desde el escenario de la sala Jorge Luis Borges, podía ver los extraños movimientos de algunos concurrentes y, avisada de la presencia de personas pertenecientes a la Embajada de Cuba en la Argentina, percibía la inminencia de lo que después sobrevino.
En algunos de nuestros encuentros durante la etapa de edición del libro, la doctora y yo habíamos conversado acerca de la posibilidad de que, llegado el momento de un encuentro público, tuviésemos que enfrentarnos a una manifestación organizada de repudio.
Curiosamente, quienes se expresaron de manera más violenta no eran cubanos sino argentinos. Intolerantes, nada dispuestos a un diálogo al que Hilda sí estaba abierta, haciendo gala de proverbial ignorancia y dirigidos por quién sabe qué intereses, estos hombres y mujeres tenían un solo objetivo: acallar la voz de alguien que, conociendo y habiendo vivido, estudiado y trabajado bajo el gobierno de Fidel Castro, se atreve a publicar sus vivencias que, por cierto, no coinciden con la imagen que de sí mismo difunde dicho gobierno. Del otro lado, los detractores del régimen desplegaron carteles con imágenes de presos políticos.
La doctora Molina, fiel a su determinación y convencida de que abandonar el escenario era otorgarle el triunfo a la turba, no quería suspender la presentación. Se mantuvo en esa posición hasta que el personal de seguridad de la Feria y de la policía metropolitana llenó la sala y, viendo que la violencia no cedía, aconsejó a los responsables de la editorial que dieran por terminado el encuentro.
Minutos después, rodeada de efectivos policiales, Hilda fue retirada del lugar por una puerta lateral y conducida hasta el estacionamiento.
En medio de la confusión, descubrí que me habían robado la billetera y, con ella, toda mi documentación personal, lo que quedará para la anécdota y recordaré durante los numerosos trámites que deberé efectuar en las próximas semanas.
Los manifestantes se dirigieron con sus cánticos y gritos ofensivos hacia el stand del Grupo Editorial Planeta. Allí tuvo lugar una escena extraña: mientras Ari Paluch firmaba ejemplares de su segundo "combustible espiritual" –como su nombre lo anuncia, un libro que refiere a la capacidad de incrementar nuestros aspectos más positivos– frente a una fila de varias decenas de personas, los militantes procastristas repetían sus consignas ofensivas. Minutos después, se retiraron caminando por los pabellones de la exposición. Nadie se les acercó, no fueron reprimidos ni invitados a retirarse y en todo momento se movieron con total libertad.
Para mí, la noche terminó haciendo la denuncia policial en la Comisaría 23ª.
Ayer durante todo el día atendí requisitorias periodísticas.
Más allá de mi posición personal –que no tengo inconveniente en compartir y explicitar públicamente y que se sintetiza en tres sencillas frases: Fidel Castro me parece un hombre de un enorme carisma e inteligencia; si en Cuba se vive un clima de justicia y el pueblo goza de los beneficios de un sistema igualitario, debería poder salir libremente porque no existe ningún riesgo de que no quiera regresar; y, por último, el bloqueo a la isla me parece una crueldad innecesaria, un sinsentido (aunque, si avanzo un poco en mi pensamiento, debo decir que no estoy segura de cuál sería el destino y la razón de ser del régimen si mañana mismo se levantara el bloqueo)– sentí que mis respuestas debían ceñirse a mi trabajo, al recorrido compartido con la doctora Hilda Molina y al profundo respeto que siento no sólo por ella y su familia sino también por todo el pueblo cubano.
Sentí, también, que cualquier expresión que virtiese sobre la situación política y social de Cuba significaría avanzar sobre un terreno que no es de mi incumbencia. No puedo amar ni odiar, defender ni atacar aquello que no conozco.
Sí puedo, en cambio, decir que Mi verdad cuenta la historia de una mujer que, por su compromiso y por su sentido del deber, accedió al contacto con los principales dirigentes de un gobierno que ya lleva más de cincuenta años en el poder.
Es su experiencia lo que dictó cada una de sus palabras. Esas palabras transmiten su mirada, no la de la disidencia. Esas palabras revelan sus contradicciones, no las del régimen.