7/19/2010

Sin lágrimas

Ella fue viendo el trabajo despiadado que la muerte hacía en él. De minuto en minuto, pasaba de la vejez jovial y animada, a la ancianidad; de la ancianidad a la senectud, y de la senectud al más desolador deterioro. 
Día a día se le desdibujaban los rasgos familiares. Todo gesto o mueca a partir del cual hubiese sido posible identificarlo, asociarlo a su aspecto habitual, había desaparecido dejando lugar a un rictus de espanto. Y se fue cerrando sobre sí mismo, sumergido en sus propios pensamientos poblados de muerte. La comunicación con él se hizo difícil, apenas el silencio anudado por unas pocas palabras y casi todas eran de enojo.
Ella supo que él se quejaba amargamente porque sabía que sólo la vejez y la enfermedad podían doblegarlo a él, al inmortal, al eterno, al perpetuo. Y que lo estaban venciendo, ambas, con un laborioso trabajo sobre sus órganos, con una insidiosa tarea realizada sin estruendo en cada rincón de su cuerpo.
En los cuartos de hospital la rutina es demasiado previsible y los pronósticos se hacen inocultables. Y él se dio cuenta de que empeoraba, más por los rostros de preocupación de médicos, enfermeras y familiares que por los gritos y las renuncias de su propio cuerpo.
Ella advirtió que él se estaba retirando de a poco. De a poco desprendiéndose de todo aquello que era él. De a poco yéndose de sí mismo. De a poco abandonando ese barco que lo había transportado por el placer y por el dolor durante décadas y que ahora no le servía para otra cosa que para sentir lo que se negaba a sentir: la muerte. 
Ella esperó que él le hablara de esa muerte inminente, que pudiesen despedirse con honestidad y coraje. Lo esperó aun sabiendo que eso jamás ocurriría porque una cosa era ser vencido y otra muy diferente, aceptar la derrota. Entonces charlotearon de las grandiosas insignificancias que transforman lo cotidiano en vida: la cena de anoche, los hijos, la mermelada de naranjas, el trabajo que cuesta pero sale. Mientras tanto, en su cabeza, ella llevaba adelante la otra conversación, la que decía "yo sé que vos sabés que te estás muriendo y vos sabés que yo lo sé y cuando pase va a pasar, no tengas miedo, vamos a estar todos acá acompañándote". Se lo decía con la mente pero su boca hablaba del tercer gol de Alemania contra la Argentina.
Un día el sol empezó a ser una molestia y el aire una necesidad. La habitación de hospital se llenó de penumbra atravesada por el frío punzante del invierno. Un páramo aséptico de cortinas agitadas. De vez en cuando, un grito de rebeldía destemplada –"¡Vamos ya!"– rompía el letargo químico. Apenas unas pocas sacudidas involuntarias del cuerpo. Estertores y silencio. La respiración acompasada que parecía perder el compás pero sólo para entrar en otro ritmo, más cansino, más apagado, más cercano a la capitulación.
Ella deseó que todo terminara de una vez. Lo deseó con la furia de quien ya está al límite de sus fuerzas, con la mezquindad de quien sabe que, muerte o no, el lunes habrá que levantarse a cumplir con los compromisos asumidos, con la desesperación de quien durante semanas ha llorado sin lágrimas, con el egoísmo de quien reclama levantar la suspensión que esa muerte lenta le ha impuesto a su vida.
Entonces, como si la hubiese escuchado, él la entregó a la orfandad. 

7/06/2010

El uso precede a la norma

La Real Academia Española es el órgano que, a partir de un análisis de los usos de la lengua, incorpora oficialmente las palabras al corpus del idioma español. Es decir, registra la conducta de la masa hablante y la sistematiza por la vía de una normativa. Su único poder reside en "inventariar" el patrimonio de todos y que todos contribuimos a enriquecer. 
Tengo la sensación de que algo parecido ocurre –y si no ocurre, debería ocurrir– con la legislación.
Mucho se ha hablado en estos días sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo.
En el pasado, las permanentes y repetidas uniones entre dos personas, que entonces se acostumbraba fueran de distinto sexo, dieron origen a la sistematización de ese acto en una norma. Así nació el concepto de "matrimonio". 
Tiempo después, algunas de esas uniones se disolvían y como no había manera de romper el contrato matrimonial, el sistema jurídico tuvo que incorporar la figura del divorcio, el mecanismo por el cual se da por terminado dicho contrato.
Resulta que en la actualidad se ha instituido un uso, que no es nuevo pero que ahora es más visible: la unión de personas del mismo sexo. Con lo cual, una vez más, nos vemos frente a la necesidad de escribir la ley que corresponda a ese acto repetido.
Es así de simple: un nuevo uso que se ha generalizado reclama una nueva norma. Dictarla es proteger a los ciudadanos, reconocer el concepto de igualdad ante la ley, honrar las libertades individuales y garantizar que nuevos usos traerán nuevas normas que abarcarán no un sesgo, no una porción, sino el espectro completo de la realidad.
Los mismos sectores que se resistían al divorcio, por considerar que sería la muerte del matrimonio o porque defendían la idea de que la unión debía ser "hasta que la muerte nos separe", son los que hoy se resisten a que este uso generalizado esté contemplado en una norma. 
Más tarde o más temprano perderán la batalla. Porque, al igual que sucede con las palabras, cuando un uso se generaliza, no hay academia, cámara ni institución que tenga el poder y la fuerza para arrancarlo de la sociedad.
Yo estoy de acuerdo con el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y, aunque sería tema de otra reflexión, quiero aclarar que también estoy de acuerdo en que la ley incluya la posibilidad de adopción.
Por cierto, la Real Academia Española –cuyo escudo reza "Limpia, fija y da esplendor"– no sólo ha debido incluir en su sacrosanto diccionario la palabra "gay", también ha enmendado el artículo ampliando la definición.

7/01/2010

Antes

Antes del final el aire se pone denso y todo huele diferente.
Antes del final los relojes dejan de tener sentido. Las horas se estiran, los días dejan de suceder a las noches y la realidad es un continuum sin luz ni oscuridad. Sólo penumbras. Sólo sombras.
Antes del final el viento se calma, los ruidos se ahogan. Se abren huecos extraños en las tormentas. La lluvia cesa.
Antes del final hay un instante, un filo, una línea, un punto, un paso. El final es un umbral de niebla.
Y suspiro por última vez con un suspiro que viene de cualquier otro lugar que no soy yo y me busca y no me encuentra. Porque ya no hay lugar. Porque ya no estoy.