Ella fue viendo el trabajo despiadado que la muerte hacía en él. De minuto en minuto, pasaba de la vejez jovial y animada, a la ancianidad; de la ancianidad a la senectud, y de la senectud al más desolador deterioro.
Día a día se le desdibujaban los rasgos familiares. Todo gesto o mueca a partir del cual hubiese sido posible identificarlo, asociarlo a su aspecto habitual, había desaparecido dejando lugar a un rictus de espanto. Y se fue cerrando sobre sí mismo, sumergido en sus propios pensamientos poblados de muerte. La comunicación con él se hizo difícil, apenas el silencio anudado por unas pocas palabras y casi todas eran de enojo.
Ella supo que él se quejaba amargamente porque sabía que sólo la vejez y la enfermedad podían doblegarlo a él, al inmortal, al eterno, al perpetuo. Y que lo estaban venciendo, ambas, con un laborioso trabajo sobre sus órganos, con una insidiosa tarea realizada sin estruendo en cada rincón de su cuerpo.
En los cuartos de hospital la rutina es demasiado previsible y los pronósticos se hacen inocultables. Y él se dio cuenta de que empeoraba, más por los rostros de preocupación de médicos, enfermeras y familiares que por los gritos y las renuncias de su propio cuerpo.
Ella advirtió que él se estaba retirando de a poco. De a poco desprendiéndose de todo aquello que era él. De a poco yéndose de sí mismo. De a poco abandonando ese barco que lo había transportado por el placer y por el dolor durante décadas y que ahora no le servía para otra cosa que para sentir lo que se negaba a sentir: la muerte.
Ella esperó que él le hablara de esa muerte inminente, que pudiesen despedirse con honestidad y coraje. Lo esperó aun sabiendo que eso jamás ocurriría porque una cosa era ser vencido y otra muy diferente, aceptar la derrota. Entonces charlotearon de las grandiosas insignificancias que transforman lo cotidiano en vida: la cena de anoche, los hijos, la mermelada de naranjas, el trabajo que cuesta pero sale. Mientras tanto, en su cabeza, ella llevaba adelante la otra conversación, la que decía "yo sé que vos sabés que te estás muriendo y vos sabés que yo lo sé y cuando pase va a pasar, no tengas miedo, vamos a estar todos acá acompañándote". Se lo decía con la mente pero su boca hablaba del tercer gol de Alemania contra la Argentina.
Un día el sol empezó a ser una molestia y el aire una necesidad. La habitación de hospital se llenó de penumbra atravesada por el frío punzante del invierno. Un páramo aséptico de cortinas agitadas. De vez en cuando, un grito de rebeldía destemplada –"¡Vamos ya!"– rompía el letargo químico. Apenas unas pocas sacudidas involuntarias del cuerpo. Estertores y silencio. La respiración acompasada que parecía perder el compás pero sólo para entrar en otro ritmo, más cansino, más apagado, más cercano a la capitulación.
Ella deseó que todo terminara de una vez. Lo deseó con la furia de quien ya está al límite de sus fuerzas, con la mezquindad de quien sabe que, muerte o no, el lunes habrá que levantarse a cumplir con los compromisos asumidos, con la desesperación de quien durante semanas ha llorado sin lágrimas, con el egoísmo de quien reclama levantar la suspensión que esa muerte lenta le ha impuesto a su vida.
Entonces, como si la hubiese escuchado, él la entregó a la orfandad.