10/18/2006

Leyendo el diario - I

El 17 de octubre de 1945 tuvo lugar en la Argentina una de las manifestaciones populares más importantes de la historia de ese país. Si bien la contextualización de los hechos que la desencadenaron y de las consecuencias que provocó excede el marco de este texto, sí vale la pena aclarar que fue el origen del Movimiento Justicialista liderado por el entonces coronel Juan Domingo Perón quien fuera presidente constitucional de la Nación en tres oportunidades.
Ayer se conmemoró un nuevo aniversario de esa fecha y, como homenaje, se planificó el desarrollo de un acto durante el cual se inauguraría el Mausoleo del General Perón ubicado en la quinta que el ex presidente tenía en la localidad bonaerense de San Vicente. Asimismo, como parte del cumplimiento de la última voluntad de Perón, sus restos serían trasladados a dicha propiedad.
Desde muy temprano por la mañana comenzaron los operativos para el traslado de féretro que se llevaba a cabo sin inconvenientes hasta que, pocas horas antes del acto principal en San Vicente, un grupo de personas desató dentro del predio un enfrentamiento que terminó con la participación de la policía, la suspensión de la visita del actual presidente de la Nación, Sr. Néstor Kirchner, disparos de armas automáticas, varios heridos y una gran confusión.
Esos hechos, que pueden ser verificados en los diarios de la fecha, dieron pie a la siguiente reflexión.

El pueblo argentino parece tener grandes dificultades para dejar descansar a sus muertos. Desde la violación flagrante de la última voluntad de personajes de nuestra historia y nuestra cultura –el propio Perón y su esposa, Eva Duarte de Perón, por citar sólo dos ejemplos–, hasta la imposibilidad de procesar el duelo como algo íntimo y privado, pasando por la ingratitud que nos ha llevado a varios episodios de repatriación de restos de argentinos célebres que murieron olvidados en el exilio, como el General Don José de San Martín.
Mutilaciones, robos, féretros que se transforman en rehenes de una causa, desapariciones, traslados, embalsamamientos y aun la veneración quasi religiosa de ciertas figuras populares, son algunas de las formas en que los argentinos tramitamos la muerte.
Lo de San Vicente es una muestra más.
Nuestros muertos, más que personas cuya desaparición física lamentamos, se transforman en banderas de causas diversas; en razones en nombre de las cuales se pretende dirimir cuestiones inherentes a nuestra historia o nuestra idiosincracia.
Casi salido de un cuento atravesado por el realismo mágico, el episodio de San Vicente –una parafernalia de hombres y mujeres desbordados, bombos y banderas aguardando el arribo, después de una procesión de cerca de cincuenta kilómetros, de un cadáver sin manos cuyo estado de conservación ha sido publicado con exasperante detalle, transportado en una cureña– más que honrar la memoria de un ex presidente, empaña cualquier gesto de buena voluntad que hayan tenido los organizadores del acto y cualquier recuerdo sincero y sentido de los sucesos que conmovieron al país y marcaron un hito en la historia argentina el 17 de octubre de 1945.
Como si esto fuese poco, el hecho de violencia nos hace revivir, de manera casi inevitable, los acaecidos en la década del 70. Y es que el peronismo, que no es un partido sino un movimiento, alberga en su seno las más variadas ideologías y tendencias que, sin líder a la vista, salen de su cauce para manifestarse en una lucha de todos contra todos, en destrozos irracionales, en violencia en estado puro que excluye cualquier intercambio ideológico.
Volviendo a los muertos, San Martín, Rosas, Ramón Carrillo, Gardel, Evita, Perón, Aramburu y hasta Rodrigo y Gilda, dos cantantes de neto corte popular, han sido víctimas de nuestra pasión necrofílica. No en vano, Jorge Luis Borges, que aunque discutido y repudiado por muchos conocía muy bien el extraño vínculo entre los argentinos y sus muertos, nos sustrajo su posteridad para preservarla en el pulcro silencio suizo.

10/13/2006

A mi maestro – Divino silencio

Mi maestro es un hombre de fe. No es la suya, sin embargo, la de aquel que se ciñe a los principios de un dogma que, aunque le proporciona una relativa seguridad, constriñe su horizonte. Muy por el contrario, él ha elegido un camino que, por ser más complejo y, por lo tanto, menos cómodo, lo empuja hacia una suerte de intemperie confesional. Su Dios, lejos de imponerse, dialoga. Y es en los silencios, en ese resto intraducible, donde muestra su verdadera superioridad.
La prueba más contundente de su fe es, tal vez, su condición de pensador. La reflexión requiere, ineludiblemente, de un contacto extremo con el silencio. Ese proceso interno en el cual el pensamiento dibuja un sendero sinuoso, hilando, urdiendo una trama y consolidando sabiduría, no podría ser sino en la más absoluta quietud.
La segunda –no por menos importante sino porque la primera es fundacional– es su condición de escritor. Como tal valora y respeta tanto palabra como silencio. Es consciente de que el escritor es un guerrero sin espada que, aun sabiendo que jamás podrá con el hiato, no puede eludir la paradoja de tener que estrecharlo hasta lo imposible. Entonces elige cuidadosamente las palabras: prefiere sabiduría a conocimiento; carnadura a corporeidad; maestro a profesor; índole a naturaleza; hondura a profundidad. Y le da relevancia a los silencios. Porque sabe que la literatura es la incesante pugna entre lo expresable y lo inexpresable, entre lo que puede ser develado y aquello que queda en el territorio del misterio, allí donde lo divino reina.
La tercera prueba de fe es la condición de docente. Como quien ha alcanzado un estado de gozosa gratitud y necesita compartir su abundancia, mi maestro se ofrece como guía en un camino que será, en el mejor de los casos, escabroso. En su voz cobra significado, nuevamente, el silencio, abriendo el espacio para una experiencia límite: ser empujado al desamparo de la propia reflexión.

10/10/2006

Elogio de mi ombligo

Le escribo a mi ombligo. Él, como todos los de su especie, ha sido, durante años, injustamente asociado a otros compañeros de ser que, aunque intangibles, existen en mí como entidades reales y necesarias como el ego, el yo y el superyo.
De una persona egoísta y centrada en sí misma suele decirse que "vive mirándose el ombligo". Pues yo he pasado muchas valiosísimas horas de mi existencia contemplando su imperfecta redondez, conociendo sus pliegues y recovecos, recorriendo sus bordes suaves que se funden con mi vientre. Lo he visto tensarse hasta lo imposible, volviéndose hacia el exterior, con el progreso de cada embarazo. Agitarse cada vez que, por diversos motivos, tuve retortijones. Transformarse en un accidente distintivo de la geografía plana de mi abdomen.
Conocerlo ha sido un largo viaje de toda la vida en el que hemos entablado una comunicación mucho más profunda que su escaso centímetro y medio.
Reconocer su singularidad, su carácter único en el universo umbilical, implicó aceptar la mía y, con ello, también la de quienes me rodean.
Sus historias me remitieron a mi historia. Su permanente y silenciosa compañía me reconfortó en los momentos difíciles. Las veces que lo olvidé, también me había olvidado de mí misma, y volver a advertirlo fue retornar a un lugar familiar, allí donde es factible sentir el calor de un abrazo fraterno.
Lejos de tornarme egoísta, la estrecha convivencia con mi ombligo ha ampliado mis horizontes, ha suavizado mi percepción de los demás.
Con simpleza, mi ombligo me recuerda quién soy y de dónde vengo. Con humildad, me acompaña hacia donde voy.