Mi maestro es un hombre de fe. No es la suya, sin embargo, la de aquel que se ciñe a los principios de un dogma que, aunque le proporciona una relativa seguridad, constriñe su horizonte. Muy por el contrario, él ha elegido un camino que, por ser más complejo y, por lo tanto, menos cómodo, lo empuja hacia una suerte de intemperie confesional. Su Dios, lejos de imponerse, dialoga. Y es en los silencios, en ese resto intraducible, donde muestra su verdadera superioridad.
La prueba más contundente de su fe es, tal vez, su condición de pensador. La reflexión requiere, ineludiblemente, de un contacto extremo con el silencio. Ese proceso interno en el cual el pensamiento dibuja un sendero sinuoso, hilando, urdiendo una trama y consolidando sabiduría, no podría ser sino en la más absoluta quietud.
La segunda –no por menos importante sino porque la primera es fundacional– es su condición de escritor. Como tal valora y respeta tanto palabra como silencio. Es consciente de que el escritor es un guerrero sin espada que, aun sabiendo que jamás podrá con el hiato, no puede eludir la paradoja de tener que estrecharlo hasta lo imposible. Entonces elige cuidadosamente las palabras: prefiere sabiduría a conocimiento; carnadura a corporeidad; maestro a profesor; índole a naturaleza; hondura a profundidad. Y le da relevancia a los silencios. Porque sabe que la literatura es la incesante pugna entre lo expresable y lo inexpresable, entre lo que puede ser develado y aquello que queda en el territorio del misterio, allí donde lo divino reina.
La tercera prueba de fe es la condición de docente. Como quien ha alcanzado un estado de gozosa gratitud y necesita compartir su abundancia, mi maestro se ofrece como guía en un camino que será, en el mejor de los casos, escabroso. En su voz cobra significado, nuevamente, el silencio, abriendo el espacio para una experiencia límite: ser empujado al desamparo de la propia reflexión.
La prueba más contundente de su fe es, tal vez, su condición de pensador. La reflexión requiere, ineludiblemente, de un contacto extremo con el silencio. Ese proceso interno en el cual el pensamiento dibuja un sendero sinuoso, hilando, urdiendo una trama y consolidando sabiduría, no podría ser sino en la más absoluta quietud.
La segunda –no por menos importante sino porque la primera es fundacional– es su condición de escritor. Como tal valora y respeta tanto palabra como silencio. Es consciente de que el escritor es un guerrero sin espada que, aun sabiendo que jamás podrá con el hiato, no puede eludir la paradoja de tener que estrecharlo hasta lo imposible. Entonces elige cuidadosamente las palabras: prefiere sabiduría a conocimiento; carnadura a corporeidad; maestro a profesor; índole a naturaleza; hondura a profundidad. Y le da relevancia a los silencios. Porque sabe que la literatura es la incesante pugna entre lo expresable y lo inexpresable, entre lo que puede ser develado y aquello que queda en el territorio del misterio, allí donde lo divino reina.
La tercera prueba de fe es la condición de docente. Como quien ha alcanzado un estado de gozosa gratitud y necesita compartir su abundancia, mi maestro se ofrece como guía en un camino que será, en el mejor de los casos, escabroso. En su voz cobra significado, nuevamente, el silencio, abriendo el espacio para una experiencia límite: ser empujado al desamparo de la propia reflexión.
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