10/08/2007

Como la nieve

Ayer volvió a llamar. Su voz estaba, clarita, en el contestador: “Hola, soy yo. Quería saber de vos”. Su nombre se clavó en mi mente de inmediato, como una dulce y doliente certeza. Con la voz llegaron los recuerdos: ella y yo caminando por el bajo San Isidro en una tarde de otoño; frente a un interminable café, en el humo de los cigarrillos que ella odiaba y que yo me empecinaba en fumar pese a sus advertencias. Ella y yo fugándonos de nuestros trabajos para encontrarnos a solas, aunque fuera por un rato. Cruzando miradas cómplices en reuniones de matrimonios, entendiéndonos más allá de las palabras. Y después, la soledad. Ese largo silencio de mi abandono, inexplicable al menos para ella.
El primer llamado fue en la semana de mi cumpleaños. Me encontré con una nota que sólo tenía su nombre, apoyada en el mármol de la cocina, extrañamente separada de los otros papeles que marcan la cotidianeidad de mi casa: la cuenta del plomero, pagar las expensas, llamó tu mamá o las listas interminables del supermercado, carne, pollos, mermelada, pan. En la vorágine del festejo fue sencillo pasar por alto ese papel. Aunque sólo tuviera un nombre. Aunque ese nombre que ya no figura en mi agenda sólo pudiera pertenecerle a ella.
Tampoco me encontró en el segundo llamado. Pero la pequeña inquietud que había sentido la primera vez creció en mí como una enredadera, lenta y abrazada. Pegada a mi cuerpo. Incontenible. Nuevamente el papel con el nombre, ahuecando las voces de mis hijos hasta hacerlas desaparecer, hasta diluirlas en las imágenes de aquellos años. Entonces recordé esa tarde en la costa al final del verano, nuestros cuerpos tan próximos, devorados por el calor. Los ojos brillando bajo las pestañas endurecidas de sal. La confesión, en voz muy baja, de que Julio le era infiel con cuanta mujer se le cruzaba. Su impotencia frente a la idea de separarse. Y por fin, la revelación que me dejó casi sin aliento: “No sé qué haría sin vos. Sos tan importante para mí…”
De ahí en más todo nos unió. Yo le contaba los problemas de sostener estudios, trabajo y una familia. Ella compartía conmigo sus repetidas soledades y una insatisfacción permanente consigo misma y con la vida que se esfumaba como por arte de magia durante nuestras reuniones cada vez más frecuentes e intensas.
Todos los demás quedaban excluidos de nuestras charlas: familia, otros amigos, hijos, parejas. Sólo permanecían como un eco lejano y temido, filtrado por nuestras voces. Sólo importaba trazar una genealogía que justificara nuestro encuentro en ese tiempo y en ese espacio. Una historia mayor que, prescindiendo del presente, desembocara en esa relación que habíamos construido sin importar lo que dijeran los demás, creyendo que no iba a terminar, manteniéndola en un equilibrio glorioso por precario y por clandestino.
Pero un día no pude más. Empecé a asfixiarme, a sentir que ella pesaba demasiado en mis decisiones, que su necesidad de mí era cada vez más intensa. Y tuve miedo, tanto miedo. No pude más y la llamé. Le dije que no quería volver a verla. La lastimé con las palabras más despiadadas que se le pueden decir a una mujer. Y escuché llorar a mis hijos cuando les dije sin más explicaciones que no veríamos más a esa familia que ellos tanto querían, y pude imaginar a sus hijos, también llorando. Guardé para mí todo el dolor de ese abandono, todo el vacío que me esperaba, sus últimas palabras: “¿Pero por qué, si yo te quiero?”
No volví a saber de ella hasta esos malditos papeles que me la trajeron tan viva y tan presente como el primer día. Al principio supuse sus rutinas, inventé su transcurrir. Después jugué a olvidarla, presumí su inexistencia para poder seguir viviendo. Todo se silenció, era como el mundo cuando está nevando: la voz se pierde entre los copos, los pájaros no vuelan. Los pasos se apagan y el viento desaparece sin mover los árboles. Como la nieve, que se traga todos los ecos. Construí mis días sin ella, sin el consuelo de su sonrisa. Trataba de no estar pendiente del teléfono, esperando oír su palabra.
Me envolvieron los días, me aplastaron las estaciones hasta que la vida cotidiana borroneó su cara. Pasaron cosas que me hicieron feliz, que me dolieron hasta la desesperación, que me llenaron de sentimientos que nunca relacioné con ella. Hasta que sonó el teléfono, hoy, y ya antes de atender sabía quién era. Se había ido acercando poco a poco, del olvido había pasado al papel, del papel al contestador. Y ahora estaba allí, tras el sonido insistente. Esperando. Y atendí. Y lloré en silencio cuando me dijo: “Negra, nunca pude olvidarme de vos. No hubo nadie, no hay nadie que pueda ocupar tu lugar. Me faltaste tantas veces en estos años. Tantas veces te busqué entre la gente diciéndome que en algún momento ibas a aparecer. Negra, no sabés cuánto te quiero”. Entonces, con la misma cobardía con que todo este tiempo hice de cuenta que ella nunca había existido, colgué sin decirle una palabra.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una obra maestra. Quisiera seguir leyendo, dar vuelta la hoja y continuar sabiendo de la historia. Eso me recuerda, tenemos una historia pendiente.
Beso
Chris