La comunidad psi se rasga las vestiduras porque uno de sus más destacados miembros, especialista en violencia familiar y abuso de menores, acaba de ser imputado por uno de los delitos más aberrantes que se pueda concebir: la pedofilia.
Claro, ahora que casi resulta cotidiano el abuso por parte de maestros, religiosos y familiares directos, lo que quedaba a salvo era aquello que hoy se pone en cuestión: la perversión proveniente, justamente, de los profesionales que se ocupan de teorizar, entre otras cosas, acerca de la perversión.
Tengamos presente algo: no es la psicología lo que se está cuestionando sino a un hombre que ejerce la profesión de psicólogo y que, además, hasta donde hoy se sabe, está seriamente sospechado de ser un abusador. Tampoco es cuestión de condenar –y ni siquiera considerarla como factor condicionante– la elección sexual de una persona. De modo que no vale apelar a ningún espíritu de cuerpo en el primer caso ni a cualquier disparate homofóbico en el otro.
Desde su rol profesional, el señor en cuestión –si puede llamársele señor– es autor de textos en los que describe con claridad meridiana los circuitos, mecanismos y efectos del abuso y la violencia. Explica que, habitualmente, las víctimas padecen, además de graves secuelas psicológicas, la vergüenza –e incluso el sentimiento de culpa– de haber sido abusadas y, sobre todo, la dificultad para que sus testimonios y denuncias sean considerados verdaderos.
Sé, por experiencia propia, el esfuerzo que implica no sólo hacerse escuchar sino que la palabra proferida sea tomada como verdad. Sé lo que significa recorrer el sinuoso camino de la Justicia; el grado de exposición que requiere llevar adelante una denuncia de abuso; y las profundas heridas que una experiencia de este tipo deja en quien las ha padecido.
Una persona abusada, antes de ser abusada, ha sido prolijamente minada en su voluntad. El abusador es –si se me permiten bellas metáforas para tan pobre destino– alguien que, como un hábil desguazador, siguiendo un estricto plan, se dedica a desarmar un noble velero. Con paciencia infinita, pieza por pieza, va destrozando la personalidad de la víctima. O, visto de otro modo, es una experimentada araña que, incansable, va envolviendo a su presa hasta dejarla inmóvil, agotada después de haberse debatido en la pegajosa maraña, entregada a su suerte. El abuso físico es, entonces, una pelea desigual e injusta en la que una de las partes ya ha sido vencida por la contundente efectividad del abuso psicológico.
Si la víctima reacciona antes de ser destruida por completo, le tocará –como primer paso– el difícil proceso de reconocerse. Descubrirá con estupor que no sabe cómo ni en qué momento llegó a ser esa persona degradada y empobrecida en que se ha transformado. Sentirá vergüenza, culpa, temor. Emprenderá la ardua tarea de recomponer sus vínculos, las redes afectivas y protectoras que el abusador fue quebrando, con el objetivo de facilitar su tarea, a medida que avanzaba. E intentará, por sobre todas las cosas –y a veces con escasa esperanza–, que le crean.
Era casi esperable, entonces, la primera reacción de los colegas, colaboradores y alumnos de quien ayer, amparado en un derecho, se negó a declarar. Incredulidad frente a la imagen brindada por la víctima, tan contradictoria respecto de aquella con la que ellos convivían a diario. Sospecha acerca de quien, desde el lugar de la impotencia y la debilidad, desnuda las inenarrables miserias de un poderoso. Escepticismo ante la evidencia. Sin embargo, es difícil aceptar estos sentimientos viniendo de personas –profesionales– que trabajan identificando y analizando las características patológicas de un abusador, advirtiendo la responsabilidad de la sociedad en estos hechos, alentando su denuncia y asistiendo a las víctimas.
Si algo queda a la vista es la cruel perversión de alguien que, al describir una conducta patológica, se sirve de sus propias experiencias, de sus propios –bajísimos– instintos, de su incontrolable impulso de dañar a un semejante que es más vulnerable aún por ser menor de edad. Alguien que, al dibujar a un monstruo, no puede escapar a imprimirle sus propios rasgos y su propia expresión y, aun así, lo ve como otro, ajeno a sí mismo e, incluso, lo juzga condenable.
Hasta donde hoy se sabe, este hombre le ha hecho un daño irreparable a menores –todavía no se sabe cuántos– haciendo uso y abuso de su autoridad, de su saber, de su posición social, económica e intelectual, y es patrimonio de la Justicia velar para que no vuelva a hacerlo. Pero, para que no dañe a la sociedad, a las instituciones y a la ciencia, cada uno de nosotros tendrá que hacer su trabajo. Ese trabajo es combatir esa forma sutil de complicidad, ese tenue matiz de desinterés; es abandonar la comodidad y la falta de compromiso; es, por más que duela, enfrentar una verdad que en estos casos siempre es horrorosa y siniestra.
El primer paso de ese trabajo es creerle a las víctimas.
Claro, ahora que casi resulta cotidiano el abuso por parte de maestros, religiosos y familiares directos, lo que quedaba a salvo era aquello que hoy se pone en cuestión: la perversión proveniente, justamente, de los profesionales que se ocupan de teorizar, entre otras cosas, acerca de la perversión.
Tengamos presente algo: no es la psicología lo que se está cuestionando sino a un hombre que ejerce la profesión de psicólogo y que, además, hasta donde hoy se sabe, está seriamente sospechado de ser un abusador. Tampoco es cuestión de condenar –y ni siquiera considerarla como factor condicionante– la elección sexual de una persona. De modo que no vale apelar a ningún espíritu de cuerpo en el primer caso ni a cualquier disparate homofóbico en el otro.
Desde su rol profesional, el señor en cuestión –si puede llamársele señor– es autor de textos en los que describe con claridad meridiana los circuitos, mecanismos y efectos del abuso y la violencia. Explica que, habitualmente, las víctimas padecen, además de graves secuelas psicológicas, la vergüenza –e incluso el sentimiento de culpa– de haber sido abusadas y, sobre todo, la dificultad para que sus testimonios y denuncias sean considerados verdaderos.
Sé, por experiencia propia, el esfuerzo que implica no sólo hacerse escuchar sino que la palabra proferida sea tomada como verdad. Sé lo que significa recorrer el sinuoso camino de la Justicia; el grado de exposición que requiere llevar adelante una denuncia de abuso; y las profundas heridas que una experiencia de este tipo deja en quien las ha padecido.
Una persona abusada, antes de ser abusada, ha sido prolijamente minada en su voluntad. El abusador es –si se me permiten bellas metáforas para tan pobre destino– alguien que, como un hábil desguazador, siguiendo un estricto plan, se dedica a desarmar un noble velero. Con paciencia infinita, pieza por pieza, va destrozando la personalidad de la víctima. O, visto de otro modo, es una experimentada araña que, incansable, va envolviendo a su presa hasta dejarla inmóvil, agotada después de haberse debatido en la pegajosa maraña, entregada a su suerte. El abuso físico es, entonces, una pelea desigual e injusta en la que una de las partes ya ha sido vencida por la contundente efectividad del abuso psicológico.
Si la víctima reacciona antes de ser destruida por completo, le tocará –como primer paso– el difícil proceso de reconocerse. Descubrirá con estupor que no sabe cómo ni en qué momento llegó a ser esa persona degradada y empobrecida en que se ha transformado. Sentirá vergüenza, culpa, temor. Emprenderá la ardua tarea de recomponer sus vínculos, las redes afectivas y protectoras que el abusador fue quebrando, con el objetivo de facilitar su tarea, a medida que avanzaba. E intentará, por sobre todas las cosas –y a veces con escasa esperanza–, que le crean.
Era casi esperable, entonces, la primera reacción de los colegas, colaboradores y alumnos de quien ayer, amparado en un derecho, se negó a declarar. Incredulidad frente a la imagen brindada por la víctima, tan contradictoria respecto de aquella con la que ellos convivían a diario. Sospecha acerca de quien, desde el lugar de la impotencia y la debilidad, desnuda las inenarrables miserias de un poderoso. Escepticismo ante la evidencia. Sin embargo, es difícil aceptar estos sentimientos viniendo de personas –profesionales– que trabajan identificando y analizando las características patológicas de un abusador, advirtiendo la responsabilidad de la sociedad en estos hechos, alentando su denuncia y asistiendo a las víctimas.
Si algo queda a la vista es la cruel perversión de alguien que, al describir una conducta patológica, se sirve de sus propias experiencias, de sus propios –bajísimos– instintos, de su incontrolable impulso de dañar a un semejante que es más vulnerable aún por ser menor de edad. Alguien que, al dibujar a un monstruo, no puede escapar a imprimirle sus propios rasgos y su propia expresión y, aun así, lo ve como otro, ajeno a sí mismo e, incluso, lo juzga condenable.
Hasta donde hoy se sabe, este hombre le ha hecho un daño irreparable a menores –todavía no se sabe cuántos– haciendo uso y abuso de su autoridad, de su saber, de su posición social, económica e intelectual, y es patrimonio de la Justicia velar para que no vuelva a hacerlo. Pero, para que no dañe a la sociedad, a las instituciones y a la ciencia, cada uno de nosotros tendrá que hacer su trabajo. Ese trabajo es combatir esa forma sutil de complicidad, ese tenue matiz de desinterés; es abandonar la comodidad y la falta de compromiso; es, por más que duela, enfrentar una verdad que en estos casos siempre es horrorosa y siniestra.
El primer paso de ese trabajo es creerle a las víctimas.