Desde que tengo memoria, escribir es mi pasión. Con el tiempo se transformó, también, en mi profesión y, consecuentemente, en mi forma de vida. Cada día, enfrento el desafío de expresar con precisión lo que siento y pienso sin preconceptos. Poco a poco fui entendiendo que los temas me eligen a mí y no a la inversa, que la escritura es liberadora pulsión vital sólo si pongo en ella el corazón.
Hace casi un año me tocó conocer a siete personas –Santos Fontanet, Djerfy, Vásquez, Torrejón, Carbone, Cardell y Delgado–, escucharlas y transcribir sus palabras como parte de una investigación que, lejos de lucrar con el dolor, me imponía el compromiso de bucear en una tragedia e ir mucho más allá de esas siete voces.
¿Quién puede juzgar y condenar lo que no conoce? ¿Quién puede limitar la búsqueda de información? ¿Quién puede determinar qué protagonistas merecen ser escuchados y a cuáles se les debe negar la posibilidad de expresarse? ¿Quién designa a los encargados de escribir la historia?
En estos días turbulentos en los cuales un libro que aún no salió a la venta generó innumerables pre(-)juicios condenatorios, yo me pregunto si el dolor es una cuestión de bandos y de veredas que se excluyen mutuamente. Si cinco páginas –apenas una parte de la totalidad de una obra– justifican la censura, el descrédito, la intimidación y el vapuleo. Si el único punto importante es quién cobra los derechos de autor.
En este festival de versiones, dichos y rumores, están los que ya dieron por sentado quién se lleva la plata (¡ojalá los libros hicieran ricos a los escritores, pero no es así!); los que opinan que investigar y dar una opinión es lucrar con la muerte; los que descreen de la veracidad de los testimonios; y hasta los que lamentan no tener su tajada.
Yo –que soy, en realidad, la primera persona de este título– apenas salgo de mi asombro frente a tanto sinsentido. Y vuelvo a leer lo que escribí, allá por junio, cuando entendí que la única manera de acercarme a la comprensión del dolor ajeno era invocando mi propio dolor:
Hace casi un año me tocó conocer a siete personas –Santos Fontanet, Djerfy, Vásquez, Torrejón, Carbone, Cardell y Delgado–, escucharlas y transcribir sus palabras como parte de una investigación que, lejos de lucrar con el dolor, me imponía el compromiso de bucear en una tragedia e ir mucho más allá de esas siete voces.
¿Quién puede juzgar y condenar lo que no conoce? ¿Quién puede limitar la búsqueda de información? ¿Quién puede determinar qué protagonistas merecen ser escuchados y a cuáles se les debe negar la posibilidad de expresarse? ¿Quién designa a los encargados de escribir la historia?
En estos días turbulentos en los cuales un libro que aún no salió a la venta generó innumerables pre(-)juicios condenatorios, yo me pregunto si el dolor es una cuestión de bandos y de veredas que se excluyen mutuamente. Si cinco páginas –apenas una parte de la totalidad de una obra– justifican la censura, el descrédito, la intimidación y el vapuleo. Si el único punto importante es quién cobra los derechos de autor.
En este festival de versiones, dichos y rumores, están los que ya dieron por sentado quién se lleva la plata (¡ojalá los libros hicieran ricos a los escritores, pero no es así!); los que opinan que investigar y dar una opinión es lucrar con la muerte; los que descreen de la veracidad de los testimonios; y hasta los que lamentan no tener su tajada.
Yo –que soy, en realidad, la primera persona de este título– apenas salgo de mi asombro frente a tanto sinsentido. Y vuelvo a leer lo que escribí, allá por junio, cuando entendí que la única manera de acercarme a la comprensión del dolor ajeno era invocando mi propio dolor:
En una Argentina en la que, como confirma la historia, el dolor no une sino que divide, Cromañón no podía sino enfrentar a los protagonistas. Nuestras tragedias dan lugar al nacimiento de bandos irreconciliables, a disputas que se prolongan durante años y quedan, como un mal crónico que periódicamente vuelve a recrudecer, en nuestra memoria; a heridas que, después de un tiempo, pasan a formar parte de nuestro discurrir cotidiano. Pero el dolor no cesa. Al contrario, alimentado de resentimiento, se acrecienta y se expande. Se profundiza y se enquista. El pasado, que debería servirnos de maestro, nos conduce, en cambio, a la repetición de viejos errores.
Callejeros en primera persona (pág.137)