1/19/2009

Conversaciones

Fue el sábado. A pesar del calor agobiante. Una charla que empezó en un comentario trivial y fue derivando, de manera casi imperceptible, en reflexiones intensas y profundas. Aunque parecía que cada uno hablaba de algo diferente, en realidad, desde perspectivas individuales, hablaban de lo mismo: arte y sensibilidad.
Se dijo que no hay arte sin riesgo. Que el riesgo es la enorme exposición personal que requiere el arte, donde uno mismo es su propia y más importante materia prima. Que cuando la producción se realiza bajo receta –mecánicamente– el arte desaparece. Que romper con los paradigmas vigentes es una búsqueda necesaria pero también, la mayoría de las veces, frustrante; y siempre ineludibe. Que esa ruptura no significa a hacer cualquier cosa y por eso sentirse artista. Que la formación clásica no es negociable. Que la improvisación sólo es posible cuando se dominan tanto la técnica como el instrumento.
Se habló también de la actitud del público frente al arte. Del cambio en los pactos entre el artista y el público. De la ilusión de que "cualquiera puede hacerlo". De la cantidad de artistas que, habiendo encontrado una zona de confort, se niegan a abandonarla y terminan copiándose a sí mismos; y de aquellos que pudiendo instalarse en esa zona segura, se niegan a quedarse ahí y continúan con una búsqueda que desafía a sus propios límites.
Se habló de la perseverancia, de la insistencia, de la tolerancia a la frustración, esa fuerza que permite sobreponerse a los tropezones, volver a estar de pie. De la imposibilidad de escapar a la vocación y de la cantidad de artilugios que se utilizan cuando se intenta eludirla. También, de la enorme alegría que se siente cuando, agotados los atajos y las postergaciones, se produce el reencuentro.
Hablaban los tres de todo eso. Ajenos al mundo. Había mates. Una guitarra. Pinceles y telas. Había coincidencias fraternas. Un mismo amor irrenunciable.

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