Desde hace tiempo veo cómo la bandeja de entrada de mi correo electrónico se llena de basura. Sin embargo, ya no es la basura que puede conjurarse habilitando un simple mecanismo de correo no deseado al que van a parar las ofertas de Viagra o los siempre infalibles alargamientos peneanos que prometen el más alto, más fuerte, más lejos (y más rendidor), o las copia-de-(marca prestigiosa de reloj)-igual-al-original.
Ahora la basura me llega de la mano de amigos y conocidos.
Y, no voy a negarlo, me produce una cierta irritación.
Desde hace décadas las leyendas urbanas han condimentado nuestras vidas con misterios insolubles. Historias referidas a la fórmula de la Coca-Cola y su poder corrosivo, la muerte de Paul McCartney o los mensajes satánicos del rock en reproducción inversa han circulado de boca en boca. Pero, claro, el boca a boca exigía algunas competencias: había que contar la historia, había que convencer al oyente, había que trabajar con criterios narrativos como la verosimilitud y había que crear detalles, incidencias, claves creíbles. Porque una cosa es contar una leyenda urbana y otra muy diferente es ser tratado de loco (y terminar siendo, uno mismo, leyenda urbana de la leyenda urbana).
Hoy la cosa es mucho más sencilla: todo se reduce al comando forward. Ya no hay que pensar ni mucho menos estructurar una narración que le dé credibilidad a la información transmitida. Todo es automático: el reenvío, la lista de destinatarios y hasta el horror o la sorpresa que nos causa lo que leemos.
Así he tenido la oportunidad de leer cosas tan bizarras como:
No, la cosa es darle al forward y no pensar. La cosa es diseminar lo que sea por más increíble o ridículo que sea, y hacerlo con la impunidad que da el e-mail. Es rápido (mucho más rápido que el boca a boca), anónimo (el autor rara vez es identificable y el que reenvía no se hace cargo de lo que transmite), casi siempre solapadamente malintencionado y muy divertido porque democratiza la maledicencia al punto que para ser chismoso ya no hay que juntarse con las vecinas o ir a la peluquería a leer revistas del corazón.
Lo único cierto de las leyendas urbanas 2.0 es que canalizan nuestra necesidad de construir un enemigo externo. Ya sea una multinacional que produce alimentos envenenados para sojuzgarnos, como chinos inescrupulosos que desparraman el SIDA para terminar sojuzgándonos, como gobernantes que son tan ladrones y tan idiotas que dejan que la evidencia de sus robos se multiplique en la web y que, además, nos sojuzgan.
Mientras tanto, nosotros –tan inocentes y cándidos– no nos hacemos cargo de quiénes somos, cuál es nuestro lugar en la sociedad, cuáles son nuestras responsabilidades en la construcción de la realidad que vivimos. Y seguimos dándole al forward como si con eso pudiésemos limpiar nuestra conciencia, como si en ese gesto mecánico estuviese resumido todo nuestro compromiso social.
Ahora la basura me llega de la mano de amigos y conocidos.
Y, no voy a negarlo, me produce una cierta irritación.
Desde hace décadas las leyendas urbanas han condimentado nuestras vidas con misterios insolubles. Historias referidas a la fórmula de la Coca-Cola y su poder corrosivo, la muerte de Paul McCartney o los mensajes satánicos del rock en reproducción inversa han circulado de boca en boca. Pero, claro, el boca a boca exigía algunas competencias: había que contar la historia, había que convencer al oyente, había que trabajar con criterios narrativos como la verosimilitud y había que crear detalles, incidencias, claves creíbles. Porque una cosa es contar una leyenda urbana y otra muy diferente es ser tratado de loco (y terminar siendo, uno mismo, leyenda urbana de la leyenda urbana).
Hoy la cosa es mucho más sencilla: todo se reduce al comando forward. Ya no hay que pensar ni mucho menos estructurar una narración que le dé credibilidad a la información transmitida. Todo es automático: el reenvío, la lista de destinatarios y hasta el horror o la sorpresa que nos causa lo que leemos.
Así he tenido la oportunidad de leer cosas tan bizarras como:
- "A la margarina le falta una molécula para ser plástico. ¿Usted untaría un Tupper derretido sobre su tostada?"
- "Las gomitas para el cabello que utilizamos a diario están hechas con preservativos usados que pueden contagiarnos el VIH. ¡Y las mujeres todo el tiempo nos las ponemos en la boca!"
- "Este es el número de la cuenta bancaria de (complete con el presidente o funcionario corrupto que mejor le convenga) en Suiza. ¡Nos están robando!"
No, la cosa es darle al forward y no pensar. La cosa es diseminar lo que sea por más increíble o ridículo que sea, y hacerlo con la impunidad que da el e-mail. Es rápido (mucho más rápido que el boca a boca), anónimo (el autor rara vez es identificable y el que reenvía no se hace cargo de lo que transmite), casi siempre solapadamente malintencionado y muy divertido porque democratiza la maledicencia al punto que para ser chismoso ya no hay que juntarse con las vecinas o ir a la peluquería a leer revistas del corazón.
Lo único cierto de las leyendas urbanas 2.0 es que canalizan nuestra necesidad de construir un enemigo externo. Ya sea una multinacional que produce alimentos envenenados para sojuzgarnos, como chinos inescrupulosos que desparraman el SIDA para terminar sojuzgándonos, como gobernantes que son tan ladrones y tan idiotas que dejan que la evidencia de sus robos se multiplique en la web y que, además, nos sojuzgan.
Mientras tanto, nosotros –tan inocentes y cándidos– no nos hacemos cargo de quiénes somos, cuál es nuestro lugar en la sociedad, cuáles son nuestras responsabilidades en la construcción de la realidad que vivimos. Y seguimos dándole al forward como si con eso pudiésemos limpiar nuestra conciencia, como si en ese gesto mecánico estuviese resumido todo nuestro compromiso social.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario