10/18/2009

Aclaración

Estela de Carlotto aclaró –y salió publicado en varios medios– los alcances del proyecto de Ley de ADN obligatorio. No se trata de análisis de sangre sino de la toma de muestras –saliva, cabello, etc– sin necesidad de consentimiento del involucrado.
Si bien el método no reviste la violencia que podría representar una orden judicial para una extracción compulsiva de sangre, presenta otras aristas no menos conflictivas, tal como la sensación de inseguridad y persecusión que puede generarse en torno al proceso de pesquisa para conseguir la muestra de una persona sospechada de haber sido víctima de supresión de identidad.
De una manera o de otra, me parece que algo no suena del todo bien si una víctima pasa a ser sospechosa.

10/16/2009

El derecho a la identidad

Lilita Carrió se pronunció en contra del proyecto de ley que autoriza la extracción compulsiva de sangre para estudios de ADN a personas sospechadas de ser hijos o hijas de desaparecidos durante la dictadura.
Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, le salió al cruce defendiendo la medida.
La discusión tomó un giro lamentable porque Carrió denunció que la legislación estaba orientada a forzar a los hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble, cuya identidad es cuestionada, a realizarse los análisis.
La cuestión, me parece, es mucho más compleja y excede la situación de los herederos del hoy combatido grupo Clarín. Empiezo a escribir lo que "pienso en voz alta".
Hace más de tres décadas que cientos de abuelas luchan sin descanso por saber qué fue de sus nietos. Es casi imposible interpretar el dolor que esas mujeres sienten sabiendo que en algún lado están los hijos o hijas de sus propios hijos e hijas muertos. También debe ser difícil para ellas comprender que, en el mejor de los casos, se reencontrarán no ya con bebés indefensos sino con hombres y mujeres que rondan los treinta años y que han vivido todo ese tiempo en la ignorancia más absoluta o en la sospecha que carcome.
Por otro lado, aquellos menores apropiados, como adultos que hoy son, están en pleno uso de sus facultades, tanto para elegir saber de dónde vienen como para elegir ignorarlo.
Se pone en juego, entonces, el derecho a la identidad. Pero se pone en juego de una manera paradojal porque para un individuo es tan legítimo querer saber como no querer saber. En el primer caso, buscará por todos los medios posibles recuperar sus raíces, conocer sus orígenes, reencontrar esos rostros familiares en todo el sentido de la palabra y reconstruir la historia que le fue arrebatada. En el segundo, en cambio, pondrá igual empeño en mantenerse al margen de esa identidad que le quiere ser restituida por la fuerza.
El dilema al que enfrenta la extracción compulsiva de sangre es, por lo tanto, la revictimización de un ser humano al que, sin tener conflicto alguno con su identidad actual, ésta se le sustrae para, en nombre de la verdad –de una verdad que no le importa o que no puede afrontar–, restituirle la real que no desea conocer.
Queda claro –y es mi interés que quede clarísimo– que lo imperdonable, lo siniestro, lo injustificable fue aquella temprana sustracción llevada a cabo con el primer llanto. Esa que selló una vida en la cual, inevitablemente, ser uno mismo está asociado a la mutilación de la historia personal.
No me siento en condiciones de tomar posición respecto del proyecto de Ley de ADN obligatorio. Pero me parece que la palabra obligatorio no suena bien cuando de lo que se está hablando es de un derecho.
Por cierto, las familias de origen tienen derecho a saber qué ocurrió con esos chicos; las abuelas tienen derecho a recuperar a sus nietos, y los que alguna vez fueron menores apropiados tienen derechos, como ya dije, tanto a querer conocer su identidad real como a conservar la que, real o no, tienen. En todo caso, en este entrecruzamiento de derechos que no siempre coinciden, me pregunto, ¿cuál es el derecho que prevalecerá?

10/15/2009

Enfermos de vulgaridad

Anoche la Selección Argentina de Fútbol aseguró su participación en el Mundial 2010 que se llevará a cabo en Sudáfrica. Luego de otra presentación mediocre y como corolario de una seguidilla de actitudes –al menos– poco felices para el responsable de la dirección técnica de un seleccionado nacional, Diego Armando Maradona tuvo, en la conferencia de prensa posterior al partido, expresiones de una vulgaridad casi insuperable.
No las voy a reproducir porque pueden encontrarse, repetidas hasta el cansancio, en casi todos los idiomas existentes. Tampoco voy a emitir una opinión puntual sobre Maradona porque descuento que junto a cada reseña noticiosa estará el comentario de quien la escribió. De modo que evitaré la redundancia.
Sí quiero decir que las declaraciones del director técnico del Seleccionado Nacional de Fútbol no fueron un exabrupto. Más bien creo que no pudo escapar a la enfermedad que nos aqueja: la vulgaridad.
Es vulgar la actitud sobradora y descalificatoria del Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación Aníbal Fernández.
Es vulgar el cinismo del Presidente del Bloque de Senadores del oficialismo Miguel Angel Pichetto.
Es vulgar la ostentación de autoritarismo del Secretario de Comercio Interior Guillermo Moreno.
Es vulgar la manipulación de las decisiones del Consejo de la Magistratura llevada adelante, entre otros, por la Diputada Nacional Diana Conti.
Es vulgar el revanchismo resentido del ex presidente Néstor Kirchner.
Es vulgar la justificación de los dichos de Diego Maradona que hizo el Presidente de la AFA Julio Grondona (transcribo porque es fresquita: "...no
creo que haya muchos periodistas deportivos que no puedan decir 'no viví de Maradona' ").
Todos los mencionados han tenido, con distintas palabras, expresiones con el mismo significado que las de Diego Maradona. Y la lista podría seguir.
¿Por qué tendríamos que suponer que el responsable del Seleccionado Nacional y antigua gloria del fútbol mundial es un individuo sano en un país enfermo?

10/02/2009

De mensajes y compromisos

Truena el cañón,
préstame tu fusil
que la revolución
viene oliendo a jazmín.

Cuando yo tenía veinte años –es decir en un tiempo obscenamente lejano– la gente, sobre todo la gente joven, solía buscar en las expresiones artísticas "el mensaje".

Los comentarios en la charla de café luego de ver una película eran "¡Qué mensaje!", "Tenía mensaje", "¿Entendiste el mensaje?", "¡Qué profundo el mensaje!". Y no faltaba aquel que quería probarte –o encubrir su pobreza de análisis– y te desafiaba con un: "A ver... ¿cuál era el mensaje?".
Los libros, las películas, las canciones tenían mensaje y, por lo tanto, eran valiosos exponentes del "arte comprometido"; o no lo tenían y entonces no sólo no cubrían las expectativas sino que eran despectivamente señalados como "comerciales".
Ya en ese entonces la extendida costumbre de valorar "el mensaje" me parecía una soberana estupidez. Pero, claro, siempre fui un tanto extraña y no creía que el arte necesitara autoproclamarse revolucionario. Más bien pensaba que su contenido revulsivo y desafiante se manifestaba más allá de la voluntad del autor cuya individualidad expresaba los conflictos universales. Y veía las sesudas reuniones destinadas a decodificar "el mensaje" como una actitud pretenciosa y pseudointelectual.
La música se transformó en el terreno más fértil para esta costumbre. Bajo la etiqueta del "arte comprometido", numerosos músicos transitaron escenarios alimentando la mística del "mensaje". Y, mientras tanto, yo iba dejando de escucharlos.
Dejé de escuchar a Víctor Heredia después de "El viejo Matías" y "Dulce Daniela"; a León Gieco luego de "Sólo le pido a Dios"; a Joan Manuel Serrat luego de "Mediterráneo". Es decir, justo cuando para los buscadores de "mensajes" esos intérpretes dejaban de ser "comerciales" e ingresaban a la valorada categoría de "comprometidos". ¡Siempre contra la corriente yo!
Con Mercedes Sosa me pasó algo parecido. Creo que no hubo obra en la que fuese más visceralmente comprometida que en Mujeres argentinas. Comprometida con la historia, con las raíces, con el género femenino y con el folklórico, con esa voz impactante y conmovedora que parecía venir de otro mundo. Comprometida con el alma y sin necesidad de embanderarse con ninguna revolución porque la canción era, por sí sola, bandera y revolución.
Y hasta ahí llegó mi amor.
Porque mi amor al arte no sabe de obras con "mensajes" ni de artistas "comprometidos". No sabe de racionalizaciones ni de etiquetas ni de barricadas ni, mucho menos, de salones blancos. Quiere escenarios sobre los que la libertad sea protagonista sin necesidad de ser invocada y no tribunas desde las cuales recitar panfletos. Quiere canciones que digan mucho hablando de nada y no consignas orientadas a domesticar ideas y ganar adeptos para una causa.
Porque el arte es una fiesta que invita (invita, no obliga) a la rebeldía.
Que cambia cabezas tocando corazones. Que no habla de sí mismo pero que, sutil, humilde e involuntariamente, habla de todos cada vez que dice "yo".