Lilita Carrió se pronunció en contra del proyecto de ley que autoriza la extracción compulsiva de sangre para estudios de ADN a personas sospechadas de ser hijos o hijas de desaparecidos durante la dictadura.
Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, le salió al cruce defendiendo la medida.
La discusión tomó un giro lamentable porque Carrió denunció que la legislación estaba orientada a forzar a los hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble, cuya identidad es cuestionada, a realizarse los análisis.
La cuestión, me parece, es mucho más compleja y excede la situación de los herederos del hoy combatido grupo Clarín. Empiezo a escribir lo que "pienso en voz alta".
Hace más de tres décadas que cientos de abuelas luchan sin descanso por saber qué fue de sus nietos. Es casi imposible interpretar el dolor que esas mujeres sienten sabiendo que en algún lado están los hijos o hijas de sus propios hijos e hijas muertos. También debe ser difícil para ellas comprender que, en el mejor de los casos, se reencontrarán no ya con bebés indefensos sino con hombres y mujeres que rondan los treinta años y que han vivido todo ese tiempo en la ignorancia más absoluta o en la sospecha que carcome.
Por otro lado, aquellos menores apropiados, como adultos que hoy son, están en pleno uso de sus facultades, tanto para elegir saber de dónde vienen como para elegir ignorarlo.
Se pone en juego, entonces, el derecho a la identidad. Pero se pone en juego de una manera paradojal porque para un individuo es tan legítimo querer saber como no querer saber. En el primer caso, buscará por todos los medios posibles recuperar sus raíces, conocer sus orígenes, reencontrar esos rostros familiares en todo el sentido de la palabra y reconstruir la historia que le fue arrebatada. En el segundo, en cambio, pondrá igual empeño en mantenerse al margen de esa identidad que le quiere ser restituida por la fuerza.
El dilema al que enfrenta la extracción compulsiva de sangre es, por lo tanto, la revictimización de un ser humano al que, sin tener conflicto alguno con su identidad actual, ésta se le sustrae para, en nombre de la verdad –de una verdad que no le importa o que no puede afrontar–, restituirle la real que no desea conocer.
Queda claro –y es mi interés que quede clarísimo– que lo imperdonable, lo siniestro, lo injustificable fue aquella temprana sustracción llevada a cabo con el primer llanto. Esa que selló una vida en la cual, inevitablemente, ser uno mismo está asociado a la mutilación de la historia personal.
No me siento en condiciones de tomar posición respecto del proyecto de Ley de ADN obligatorio. Pero me parece que la palabra obligatorio no suena bien cuando de lo que se está hablando es de un derecho.
Por cierto, las familias de origen tienen derecho a saber qué ocurrió con esos chicos; las abuelas tienen derecho a recuperar a sus nietos, y los que alguna vez fueron menores apropiados tienen derechos, como ya dije, tanto a querer conocer su identidad real como a conservar la que, real o no, tienen. En todo caso, en este entrecruzamiento de derechos que no siempre coinciden, me pregunto, ¿cuál es el derecho que prevalecerá?
Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, le salió al cruce defendiendo la medida.
La discusión tomó un giro lamentable porque Carrió denunció que la legislación estaba orientada a forzar a los hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble, cuya identidad es cuestionada, a realizarse los análisis.
La cuestión, me parece, es mucho más compleja y excede la situación de los herederos del hoy combatido grupo Clarín. Empiezo a escribir lo que "pienso en voz alta".
Hace más de tres décadas que cientos de abuelas luchan sin descanso por saber qué fue de sus nietos. Es casi imposible interpretar el dolor que esas mujeres sienten sabiendo que en algún lado están los hijos o hijas de sus propios hijos e hijas muertos. También debe ser difícil para ellas comprender que, en el mejor de los casos, se reencontrarán no ya con bebés indefensos sino con hombres y mujeres que rondan los treinta años y que han vivido todo ese tiempo en la ignorancia más absoluta o en la sospecha que carcome.
Por otro lado, aquellos menores apropiados, como adultos que hoy son, están en pleno uso de sus facultades, tanto para elegir saber de dónde vienen como para elegir ignorarlo.
Se pone en juego, entonces, el derecho a la identidad. Pero se pone en juego de una manera paradojal porque para un individuo es tan legítimo querer saber como no querer saber. En el primer caso, buscará por todos los medios posibles recuperar sus raíces, conocer sus orígenes, reencontrar esos rostros familiares en todo el sentido de la palabra y reconstruir la historia que le fue arrebatada. En el segundo, en cambio, pondrá igual empeño en mantenerse al margen de esa identidad que le quiere ser restituida por la fuerza.
El dilema al que enfrenta la extracción compulsiva de sangre es, por lo tanto, la revictimización de un ser humano al que, sin tener conflicto alguno con su identidad actual, ésta se le sustrae para, en nombre de la verdad –de una verdad que no le importa o que no puede afrontar–, restituirle la real que no desea conocer.
Queda claro –y es mi interés que quede clarísimo– que lo imperdonable, lo siniestro, lo injustificable fue aquella temprana sustracción llevada a cabo con el primer llanto. Esa que selló una vida en la cual, inevitablemente, ser uno mismo está asociado a la mutilación de la historia personal.
No me siento en condiciones de tomar posición respecto del proyecto de Ley de ADN obligatorio. Pero me parece que la palabra obligatorio no suena bien cuando de lo que se está hablando es de un derecho.
Por cierto, las familias de origen tienen derecho a saber qué ocurrió con esos chicos; las abuelas tienen derecho a recuperar a sus nietos, y los que alguna vez fueron menores apropiados tienen derechos, como ya dije, tanto a querer conocer su identidad real como a conservar la que, real o no, tienen. En todo caso, en este entrecruzamiento de derechos que no siempre coinciden, me pregunto, ¿cuál es el derecho que prevalecerá?
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