No recuerdo, pero reconozco que mi memoria puede fallar, régimen autoritario que haya accedido al poder reconociéndose como tal y proclamando su autoritarismo. Más bien me parece que es todo lo contrario, que llega con loables objetivos y grandes promesas. Es decir, no viene a imponer su voluntad sino a liberar de una voluntad viciada que ha sometido injustamente. Desembarca para poner la cosas en orden.
En un sentido que no se limita al ámbito político e institucional, el autoritarismo, creo, tiene la mayoría de las veces características discursivas que lo identifican con la "salvación". Anida en la debilidad de aquellos a los que somete. Parasita en el vulnerable, en el manso e irreflexivo, en aquel que ha perdido la fuerza para construir su propio destino y se entrega, por comodidad o por impotencia, a la decisión de un otro que hará, en nombre de altos ideales, su exclusivo arbitrio.
El autoritario, por lo general, no es un necio sino un hábil manipulador del discurso propio y ajeno. Con notable paciencia, va introduciendo en su expresión la palabra monolítica que no admite cuestionamientos, plasmada en slogans y frases hechas. Al mismo tiempo, extirpa de la de sus vasallos aquella que pueda reflejar una fisura, grieta fértil en la que podría crecer la diversidad.
El resultado de ambas situaciones es el mismo: el progresivo empobrecimiento del lenguaje y, consecuentemente, del pensamiento. Porque este mecanismo sistemático produce tanto la cristalización del corpus lingüístico autoritario como la clausura de todo término en el que pueda sospecharse que habita la disidencia. Se descarta la existencia matices y la posibilidad de interpretaciones, se concreta la apropiación de conceptos e ideas, y el horizonte multidimensional de la mirada se reduce a una única dirección, a una sola perspectiva.
En este marco, cualquier desacuerdo es desestabilizante, proviene de quienes no desean lo mejor, responde a solapados intereses espurios que el o los sometidos, tontos ellos, no alcanzan a percibir. Lejos de mostrar fortaleza, bien mirada, lo que esta imposición inapelable pone de manifiesto es la debilidad del autoritario y su imposibilidad de sostener proyectos y objetivos dando batalla en el campo de la argumentación. Entonces se produce el ingreso al territorio de la descalificación que, repetida ad infinitum, horada la voluntad del fuerte, extermina la autoestima del débil e instala la duda en aquel que habitualmente es certero.
A pesar de la potencia del lenguaje, muy parecida a la del agua que se filtra imperceptible y erosiona lo sólido, el de quienes viven situaciones de sometimiento sufre mutilaciones. El espacio de la discusión se cierra. El discurso se restringe a pares opuestos: buenos/malos, afuera/adentro, ellos/nosotros, amigos/enemigos. Si alguna voz se alza es sofocada ya no con palabras sino con gestos violentos. Y allí donde florecía la polisemia, crecen muñones de silencio.
El autoritario confunde silencio con sumisión. Lo que jamás entenderá es que en esos muñones está el germen de su caída. Que no hay fuerza humana que pueda sojuzgar por completo el pensamiento. Que siempre habrá hombres y mujeres que encuentren en el silencio el sustrato perfecto para concebir la rebelión.
En un sentido que no se limita al ámbito político e institucional, el autoritarismo, creo, tiene la mayoría de las veces características discursivas que lo identifican con la "salvación". Anida en la debilidad de aquellos a los que somete. Parasita en el vulnerable, en el manso e irreflexivo, en aquel que ha perdido la fuerza para construir su propio destino y se entrega, por comodidad o por impotencia, a la decisión de un otro que hará, en nombre de altos ideales, su exclusivo arbitrio.
El autoritario, por lo general, no es un necio sino un hábil manipulador del discurso propio y ajeno. Con notable paciencia, va introduciendo en su expresión la palabra monolítica que no admite cuestionamientos, plasmada en slogans y frases hechas. Al mismo tiempo, extirpa de la de sus vasallos aquella que pueda reflejar una fisura, grieta fértil en la que podría crecer la diversidad.
El resultado de ambas situaciones es el mismo: el progresivo empobrecimiento del lenguaje y, consecuentemente, del pensamiento. Porque este mecanismo sistemático produce tanto la cristalización del corpus lingüístico autoritario como la clausura de todo término en el que pueda sospecharse que habita la disidencia. Se descarta la existencia matices y la posibilidad de interpretaciones, se concreta la apropiación de conceptos e ideas, y el horizonte multidimensional de la mirada se reduce a una única dirección, a una sola perspectiva.
En este marco, cualquier desacuerdo es desestabilizante, proviene de quienes no desean lo mejor, responde a solapados intereses espurios que el o los sometidos, tontos ellos, no alcanzan a percibir. Lejos de mostrar fortaleza, bien mirada, lo que esta imposición inapelable pone de manifiesto es la debilidad del autoritario y su imposibilidad de sostener proyectos y objetivos dando batalla en el campo de la argumentación. Entonces se produce el ingreso al territorio de la descalificación que, repetida ad infinitum, horada la voluntad del fuerte, extermina la autoestima del débil e instala la duda en aquel que habitualmente es certero.
A pesar de la potencia del lenguaje, muy parecida a la del agua que se filtra imperceptible y erosiona lo sólido, el de quienes viven situaciones de sometimiento sufre mutilaciones. El espacio de la discusión se cierra. El discurso se restringe a pares opuestos: buenos/malos, afuera/adentro, ellos/nosotros, amigos/enemigos. Si alguna voz se alza es sofocada ya no con palabras sino con gestos violentos. Y allí donde florecía la polisemia, crecen muñones de silencio.
El autoritario confunde silencio con sumisión. Lo que jamás entenderá es que en esos muñones está el germen de su caída. Que no hay fuerza humana que pueda sojuzgar por completo el pensamiento. Que siempre habrá hombres y mujeres que encuentren en el silencio el sustrato perfecto para concebir la rebelión.
3 comentarios:
Me quito el sombrero.
En estos días recuerdo ese cuentito que dice que para hervir viva a una rana no se la puede echar en la cacelora con agua caliente, porque salta. Según la historia debería ponérsela en agua fría sobre el fuego. El pobre animal se iría acostumbrando a que la temperatura suba y se quedaría ahí, quieta, hasta morir.
Tengo, por momentos, la impresión de que nos está pasando eso. Nos estamos acostumbrando a una calidad de vida peor a cada instante, a un funcionamiento institucional que se deteriora, a una desmotivación social alarmante, a una descomposición desgarradora.
Ojalá que algo del discurso que genuinamente tiene que ver con el progreso y el bienestar de la gente, con la libertad de pensamiento y de acción, persista, resista, aflore.
Es un texto estupendo, y suscribo cada palabra que has escrito. El autoritarismo siempre viene disfrazado de libertad y salvación. De hecho las franquistas Leyes Fundamentales, definían el régimen como "democracia orgánica".
Todas las dictaduras crean remedos de parlamentos que se limitan a aplaudir discursos y votaciones unánimes.
Salvapatrias que quitan el miedo a niños-ciudadanos (o subditos) del monstruo que se esconde debajo de la cama y no le deja dormir (donde pone monstruo ponemos seguridad, crisis, pecado... y todos los terrores de nuestra sociedad).
En cuanto al empobrecimiento (y manipulación) del lenguaje, Orwel, lo definió magistralmente en su novela 1.984. El poder de la "neolengua" y del "pathablar" es escalofriante.
Lo dicho, enhorabuena por esta entrada.
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