Mi adolescencia tuvo dos grandes quiebres: la muerte de Perón y el Proceso.
Como correspondía a la posición ideológica de mis padres, yo iba a una escuela pública, la escuela del Estado, como se le decía sin vergüenza ni pudor en esos tiempos. Fue una decisión compleja en una localidad del Gran Buenos Aires donde se multiplicaban los colegios bilingües, las chicas no usaban guardapolvos blancos sino jumpers y por las calles era común escuchar hablar en inglés.
Los primeros años de escolaridad secundaria estuvieron signados por una libertad que, si bien no comprendía y mucho menos valoraba como tal, indudablemente disfrutaba porque significaba un permanente desafío al pensamiento. ¿Ejemplos? Muchos. Para mí, la historia argentina no salía de un libro, ordenada y ubicua, sino de una compilación de documentos de los que había que extraer conclusiones. Lejos de "aprendernos el cuento" de batallas ganadas y perdidas, teníamos que leer las cartas e informes que habían intercambiado los protagonistas y, a partir de eso, diseñar nuestro recorrido, dibujar nuestro propio mapa. Por supuesto, era mucho más difícil que la edulcorada narrativa de José C. Ibáñez, pero también era más divertido.
La muerte de Perón trajo para mí la tristeza profunda de un mal presagio, esa angustia que uno siente y que no sabe cómo explicar. Fue como un mazazo. Y la libertad se hizo cántico salvaje, sobresalto permanente, un miedo que podía respirarse.
En ese clima enrarecido, la escuela se pobló con algunos nuevos alumnos que para ser los "nuevos" eran bastante viejos. Rondaban los veinticinco. Cuando venían a clase, desafiaban a los profesores con preguntas agresivas que invariablemente incluían las palabras "burguesía" y "oligarquía". Buscaban entre nosotros, lo supe después, a los cuadros que debían incorporar a la militancia. Estaban ahí para detectar quiénes seríamos más aptos para, con los huesos de Aramburu, construir la escalera por la que una Evita de camisa blanca, pelo suelto y montonera bajaría del cielo y encabezaría la lucha armada por la justicia social.
Los días pasaban. Casi imperceptiblemente pero sin pausa, las calles se poblaban de militares. A veces era el ejército. Otras, la policía aeronáutica. El amable señor de la otra cuadra, un militar serio y adusto que había sido director del Colegio Militar de la Nación, que vivía con su esposa de ascendencia inglesa y una parva de hijos, empezó a tener una fuerte custodia.
Un mediodía, volvía caminando de la escuela. El trayecto habitual de siete cuadras. Cuando me acercaba a mi casa advertí que la manzana estaba rodeada. Un soldado apenas más grande que yo, me dijo que no podía pasar.
–Pero voy a mi casa, le contesté con más enojo que miedo.
–No podés pasar, repitió mecánicamente.
–Puedo probar que esa es mi casa, insistí. Tengo documentos.
–No importa.
–Quiero ir a mi casa.
–¿Conocés a la gente del barrio? Metete en cualquier casa vecina y quedate ahí. Es peligroso que estés en la calle.
Como aún no había logrado convencerme de que no iba a poder entrar en mi casa, me quedé parada junto a él, con cara de enojada, encaprichada. Entonces, me miró y, casi como una súplica, susurró:
–Andate. Acá puede haber tiros.
Ese fue el primero de muchos procedimientos. Algunos tenían lugar en plena madrugada. Mi cama estaba junto a una ventana. Recuerdo haberme despertado en medio de la noche, para encontrarme con un par de ojos con casco que respiraban agitados del otro lado del mosquitero; o sobresaltada por los pasos que retumbaban en las tejas. Recuerdo a toda mi familia, reunida en medio del living. Mi hermana de ocho años adormilada en camisón, mi hermano de seis en brazos de mi mamá. Mientras, una veintena de uniformes azules revisaba prolija y ruidosamente hasta los altillos. ¿Armas? Muchas, largas, amenazantes. ¿Qué buscaban? Jamás lo dijeron pero había una conexión directa entre mi apellido y el de un controvertido banquero.
En marzo de 1976 el comienzo de clases fue postergado. El día en que por fin empecé el último año del bachillerato, el país no era el mismo. La escuela tampoco. Más de la mitad de los profesores, los más queridos por los alumnos, habían sido relevados de sus puestos. Quedaban, apenas, aquellos que tenían una trayectoria como docentes del Liceo Militar cercano. Las aulas volvieron a poblarse de alumnos nuevos, también bastante más grandes que nosotros, que se sentaban en silencio en los bancos. Se distinguían por el pelo corto y la corbata bien anudada. Y porque escuchaban con atención todas nuestras conversaciones. Jamás alzaron su voz para decir "burguesía" u "oligarquía". Yo tampoco, tal vez por instinto de supervivencia. La compilación de documentos históricos y el libro de psicología de Bleger pasaron a ser textos prohibidos.
Como abanderada, cada día me tocaba entrar en la Dirección. Supervisada por el nuevo director, tomaba la bandera hecha un bollo y me dirigía al mástil para izarla. Dolía. Todas las mañanas me dolía la bandera.
El presente era horrible y el futuro se desdibujaba. La Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que había sido mi elección muchos años atrás, cuando empecé a escribir, estaba cerrada. Mis libros favoritos no podían ser siquiera nombrados en voz alta. Me sumergí durante meses en la desazón infinita de la palabra de Pizarnik, otra innombrable.
En los primeros meses de 1977, un grupo comando se llevó al papá de G. En días menos siniestros, G. y sus hermanas habían sido asiduas invitadas a la pileta de la casa de aquel general que dirigía el Colegio Militar de la Nación. H.P., el padre de G. nunca apareció. Y hubo más silencio y más vacío. Y más tristeza.
Me puse de novia. Muy seriamente de novia. Ese noviazgo me sustrajo de todos los peligros. Honestamente, creo que me salvó la vida en más de un sentido.
Hay una historia que nadie puede contarme porque la llevo no sólo en la memoria. También está en mi sangre y en mis huesos, clavada en mis ojos, inscripta en mi cuerpo como un miedo básico y ancestral.
2 comentarios:
Buenísimo, Laura. Escalofriante. Me hizo acordar a una historia de mi infancia, una amiguita cuyos padres supuestamente se habían "ido a Europa", vivía con su abuela y nunca se hablaba del asunto. Años después supimos la verdad.
no te miento si te digo que se me puso la piel de gallina mientras leía.
a mi tampoco nadie puede contarme esta historia porque la viví.
y como vos, la llevo en el cuerpo, encerrada en cada uno de los recuerdos de esa época que no puedo ni quiero olvidar.
excelente lo que escribiste...
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