11/13/2010

En este preciso instante

Justo ahora, en el Museo Evita, Ana Nisenson está leyendo "El encuentro". 
Aquí, un fragmento.

[...]
–Mirá, Evita, la Merello, como vos decís, se pasó la vida… me pasé buena parte de la vida en el escenario de un teatro, no importa cuál, siempre era un teatro. Vos, m’hija, te subiste al escenario de la historia. ¿Y todavía me preguntás si es distinto?, dice mientras se le escapa una sonrisa cómplice.
–Pero vos también te pasaste la vida tratando de hacer feliz a la gente. ¡Qué importa si era en el Maipo o en la Fundación!… ¿Y qué dice de mí la historia?
–Ja, ja, ja… se dice de mí… ¿Qué dice de vos? Dejame que te cuente un cuento: había una vez, una mujer muy joven y muy bonita que llegó desde muy lejos, era un lejos que no tenía tanto que ver con la distancia, era el lejos de la diferencia. Cuando uno está tan alejado de sus raíces, a veces camina, pero otras veces rueda. Y a esa mujer tan joven y tan bonita, le tocó andar a los tumbos un rato. Además, aunque no lo sabía, venía a cumplir con una misión. Conoció el amor que un hombre puede despertar en una mujer y la pasión que, como un alud, el pueblo vuelca sobre sus líderes. Y cuando la vida se le armaba en torno a su misión, la salud la abandonó y ella no quiso verlo. O no pudo. En vez de cuidarse, se entregó con más fuerza a su tarea, con una fuerza casi rabiosa. Tuvo días difíciles. Muchos. Casi todos. Atravesaba cada jornada con la energía de quien sabe que tras los numerosos traspiés que afronta, pequeñas y grandes frustraciones, se encuentran dos recompensas inigualables: la sonrisa del pueblo y el abrazo de su hombre. Y para ella, esas dos recompensas eran una sola, eran la misma. Mientras tanto, la enfermedad siguió tomando su cuerpo pequeño, colonizándola en silencio, recortándole el almanaque. Hasta que un día le habló a su pueblo. Y, aunque lo que decía era trascendente, no importaron tanto sus palabras como el tono de su voz. Esa voz que se había rasgado para siempre estaba diciendo adiós sin decirlo. Se preparó para la partida. Sabía que la esperaba una nueva mudanza aunque creía que no había podido completar su misión. Advirtió, con pena infinita, que nadie continuaría con su obra. Pero poco o nada podía hacer… y se encerró para morir. ¿Y después? Después, qué importa del después, toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado… Había una vez una mujer muy joven y muy bonita que salió de su casa en busca del futuro… y encontró la eternidad. Eso es, Eva, lo que dice la historia de vos: que estás en la historia. Aunque a algunos no les guste. Igual, como siempre, no son muchos. Pero aunque a esos pocos no les guste, vos estás. Y para muchos seguís siendo la abanderada de los humildes. La que les dio a sus padres la primera casa, la que les regaló la pelota de fútbol o la muñeca, la que pensaba en ellos.
–¡Gracias, Tita!
–Pero no, mujer, no me tenés que dar las gracias.
–Sí, porque acabás de recordarme, en dos minutos, lo que suelo olvidar. A veces me atormento pensando que ya nadie se acuerda de mí. Otras, creo que no merecía tener tanto amor. ¡Yo no era nadie! ¿Entendés? Nadie. Y, a mis espaldas, todos hablaban. De mis gritos, de mi mal humor, de mi soberbia… ¿No pudieron darse cuenta de que todo eso no era otra cosa que miedo? Yo tenía miedo, Tita. Un miedo enorme que a veces se transformaba en un animal salvaje. Y lo que creían que era furia, en realidad, era terror. No pertenecía al ambiente artístico y nunca se ahorraron hacérmelo saber. No pertenecía a la política y, te juro, tampoco se lo callaban. No tenía un apellido que me permitiese entrar a un lugar y contar con algún respeto...
[...]

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