El 2 de abril de 1982 yo tenía 23 años, un embarazo de cinco meses, un departamentito en Villa Devoto y la rebeldía genética ahogada en la seguridad de esa vida previsible.
Sin embargo, esa mañana, los anestésicos no funcionaron.
Cuando abrí la puerta de casa para buscar el diario y vi el titular tamaño catástrofe que anunciaba la toma de las Malvinas por parte del agonizante gobierno de facto, estallé.
Fui hasta el living, prendí la tele. Mi panza y yo nos sentamos a ver las noticias. No entendía por qué habíamos pasado de una multitud que repudiaba a Galtieri apenas tres días antes, a una multitud que, ese 2 de abril, se movilizaba aclamando la invasión a las islas. No entendía cómo ese régimen sádico tenía, de pronto, tanto apoyo. No entendía cuándo se darían cuenta del engaño. Grité y protesté, con la sola compañía de mi bebé por nacer.
Con el correr de los días, la gravedad de la situación crecía de manera directamente proporcional a la euforia. La solidaridad ciega recaudó joyas y objetos de valor para colaborar con la incipiente guerra. La mendacidad del generalato nos contaba una historia triunfal que sólo los ignorantes o los ingenuos podían creer. La mezquindad de ese régimen exhausto exponía a miles de jóvenes argentinos a una muerte por hambre, por frío, por abandono, por miedo, por tristeza, por falta de preparación mientras les cantaba la canción mística de que eran elegidos que morían por la Patria.
Indignada, cada día más indignada con una indignación que gritaba a los cuatro vientos, recibí un consejo de mi marido: "Llamate a silencio, sobre todo cuando no sabés con quién estás hablando". Tenía razón. De nada valía hablar cuando casi todo el país se había montado a un triunfalismo que respondía más a una necesidad que a la realidad.
Para mí, los días de Malvinas fueron días tristes, ofensivos, en los que me parecía estar viviendo en un país de sonámbulos que bailaban y saltaban frenéticamente celebrando una tragedia.
Juan, mi hijo, nació el 31 de julio. La guerra ya había terminado. La pena y la vergüenza no.
Hoy, a 29 años de ese día, mi recuerdo para quienes dejaron su vida por una bandera noble enarbolada por manos innobles.
1 comentario:
Estimada hermana de Andy: llegué a tu blog por casualidad. Tengo casi veinte años de desventaja sobre vos (ya llegué a los setenta)y me alegró encontrar a una "niña" contándome que fue eso que sentí en aquellos tristes momentos. Era la guerra, absurda, era la muerte de jóvenes a los que esa soldadesca vergonzante llevaba al cadalso, era tener que despojarme de las estúpidas mentiras con las que crecí creyendo, era empezar a comprender que San Martín fué la cobija bajo la que se camuflaron generaciones de cobardes con uniforme de héroes,pero era también la desesperación que me causaba la estupidez de mis hermanos, de mis vecinos, de las bocinas festejando la nada. Era el saramaguesco anticipo de ensayo sobre la sordera. Sólo me quedé en rabia. Vos me lo explicaste. Gracias
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