Hace ya tiempo escribí –porque lo pensaba y lo sentía– que Madres y Abuelas habían dilapidado su capital de credibilidad acercándose al gobierno de la manera en que lo hicieron.
Por supuesto, hubo una catarata de críticas sobre mi irreverente afirmación. De alguna manera, me había alineado con los escasos herejes que denunciaban sin ser escuchados o que se permitían una discreta pero firme disidencia.
No caben dudas de que el rol protagónico que Madres de Plaza de Mayo le dio en su organización a los hermanos Schoklender representa, por ahora al menos, un grosero error.
No se trata aquí de hacer psicología barata –del matricidio nadie vuelve– ni de apelar al sino trágico incomparablemente expresado por los griegos –de la tragedia nadie escapa. Tras la interpretación de café o la lectura lineal de Edipo se diluirían las dudas sobre el destino de millones de pesos, aviones, autos de lujo, barcos suntuosos, viajes de ensueño.
Pero tampoco se trata de aprovechar la ocasión para hacer leña del árbol caído. Es difícil creer que Hebe, esa mujer aguerrida, terminante, valiente y puteadora, no tenga la más mínima idea de los desmanejos de su hijo putativo y sus secuaces.
Pero así como es poco probable que Hebe de Bonafini no estuviese al tanto de los desatinos y excesos de Sergio, también es poco probable que quienes hasta ayer compartían los mismos actos en los mismos lugares de privilegio –y hoy salen a "despegarse" y huyen de Hebe como de la peste– ignorasen las irregularidades que estaban teniendo lugar en la organización Madres de Plaza de Mayo.
Por lo tanto, ¿por qué no hablaron antes? ¿Por qué no pusieron, con su palabra, un límite a tanto descontrol? ¿Por qué no se diferenciaron a tiempo de esa administración cuestionable? ¿No pensaron que un escándalo de esta índole podía poner en juego el trabajo honesto y comprometido de más de treinta años? ¿No creyeron que la podredumbre los salpicaría también a ellos?
Hebe de Bonafini es hoy señalada por infinidad de dedos acusadores. Sin embargo, es posible pensar que Hebe se condenó a sí misma. Fue hace ya tiempo. Cuando su propio dedo acusador censuró a quienes no pensaban como ella. Cuando se autoproclamó dueña de la verdad. Cuando creyó que había llegado el momento de la revancha. Cuando olvidó que si los motivos son equivocados, aunque las acciones sean correctas no conducen sino al error.
El saldo de tanto descontrol es, por ahora, un nuevo slogan: "Los pañuelos no se manchan". Una expresión vacía. Una frase futbolera nacida para justificar la renuncia, el deshonor y la traición a los principios. Un magro consuelo para quienes de verdad han defendido siempre la causa los Derechos Humanos.
1 comentario:
¡Bien, Laura! Comparto esto de que quienes ahora se despegan con vehemencia han callado demasiado largamente como para llamarse abanderados de la verdad. Lanata lo decía hace unos días al relatar que las denuncias sobre las irregularidades en la Fundación estaban hacía mucho tiempo en su disco rígido y que no las había publicado pensando: "Son las Madres..." Creo que el temor reverencial y la acusación salvaje comparten, en este caso, el mezquino cálculo político.
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