En su definición más concienzuda, "código" –para la Real Academia– es el conjunto de normas legales sistemáticas que regulan unitariamente una materia determinada; "ética", en cambio, es el conjunto de normas morales que rigen la conducta humana. ¡Vaya si hay diferencia!
Mientras el primero opera sobre objetos –ciencias, actividades, etc.– y las normas que propone están diferenciadas según las características particulares de cada objeto regulado; la segunda se orienta al sujeto y tiene carácter universal. Un análisis nada pretencioso y absolutamente elemental nos dice, entonces, que la ética reviste una jerarquía superior a la de cualquier código.
Más allá del diccionario –código maestro de la lengua–, el uso del idioma inscribe otros significados a las palabras desleyendo la norma escrita.
"Tengo código", "Yo respeto los códigos" se escucha hoy una y otra vez. Estas declaraciones parecerían ser un signo de los tiempos en que vivimos. Afirmaciones hechas con orgullo casi infantil por personas que se desempeñan en distintos ámbitos. Están los códigos del fútbol, los del espectáculo, los de la política, los gremiales y hasta los periodísticos. Los miembros de cada grupo, cuando hablan del respeto a sus códigos lo hacen con el inocultable orgullo de quien se siente "del palo" y conoce los secretos de una jerga para iniciados. No muy diferente, a fin de cuentas, de la jerga "tumbera" que implica el conocimiento de ese código tácito cuyas relaciones, jerarquías y ordenamientos están al servicio de la supervivencia en un ámbito salvaje y feroz. Parecida también al lenguaje de la droga, establecido como un idioma protector que excluye a quienes no comparten la adicción y que, a la vez, opera como contraseña identificatoria que les permite reconocerse como miembros de una comunidad cerrada.
En la actualidad, "tener código", lejos de significar el apego a una normativa reguladora, implica connivencia, callar algunas cosas, no ser "buchón" u "ortiba", adherir a pactos de no agresión que jamás fueron explicitados o escritos, guardar ciertas formas para el afuera, deslizarse en el límite sutil entre un "yo te banco" y la velada amenaza de "prender el ventilador". "Tener código" quiere decir "soy parte de este enjuague medio turbio (medio, si es mirado con un solo ojo)".
Los códigos imperan allí donde una mano lava la otra y las dos lavan la cara, donde se puede hacer la vista gorda, donde no hay que sacar los pies fuera del plato y donde es posible pasar por alto tanto pequeñas transgresiones casi inofensivas como flagrantes violaciones a la ley.
Lamentablemente, en el imaginario popular la palabra "código" suele ser identificada como sinónimo de la palabra "ética", lo cual es un terrible error abonado sin disimulo por quienes, haciendo uso de invisibles credenciales corporativas, ensalzan la primera olvidando la segunda. En el uso cotidiano, las cosas son aún peores porque, alteradas las jerarquías, el código gobierna y sojuzga a la ética. Y en la práctica, allí donde ambos deberían verse en acción, el panorama es la desoladora agonía de la ética.
Tal vez el rescate y la puesta en valor de la ética sean tareas ímprobas e infructuosas. Es que la ética es una cuestión de conciencia –conciencia de sí, conciencia del prójimo, conciencia social, conciencia profesional– y, como tal, demanda no una regulación externa –explícita o implícita– en la cual ampararnos, sino el ejercicio constante de nuestra capacidad de autocuestionamiento. El abandono de la costumbre de movernos según las precarias leyes de la conveniencia. Y, finalmente, el regreso a la pregunta primaria sobre el bien y el mal.
Mientras el primero opera sobre objetos –ciencias, actividades, etc.– y las normas que propone están diferenciadas según las características particulares de cada objeto regulado; la segunda se orienta al sujeto y tiene carácter universal. Un análisis nada pretencioso y absolutamente elemental nos dice, entonces, que la ética reviste una jerarquía superior a la de cualquier código.
Más allá del diccionario –código maestro de la lengua–, el uso del idioma inscribe otros significados a las palabras desleyendo la norma escrita.
"Tengo código", "Yo respeto los códigos" se escucha hoy una y otra vez. Estas declaraciones parecerían ser un signo de los tiempos en que vivimos. Afirmaciones hechas con orgullo casi infantil por personas que se desempeñan en distintos ámbitos. Están los códigos del fútbol, los del espectáculo, los de la política, los gremiales y hasta los periodísticos. Los miembros de cada grupo, cuando hablan del respeto a sus códigos lo hacen con el inocultable orgullo de quien se siente "del palo" y conoce los secretos de una jerga para iniciados. No muy diferente, a fin de cuentas, de la jerga "tumbera" que implica el conocimiento de ese código tácito cuyas relaciones, jerarquías y ordenamientos están al servicio de la supervivencia en un ámbito salvaje y feroz. Parecida también al lenguaje de la droga, establecido como un idioma protector que excluye a quienes no comparten la adicción y que, a la vez, opera como contraseña identificatoria que les permite reconocerse como miembros de una comunidad cerrada.
En la actualidad, "tener código", lejos de significar el apego a una normativa reguladora, implica connivencia, callar algunas cosas, no ser "buchón" u "ortiba", adherir a pactos de no agresión que jamás fueron explicitados o escritos, guardar ciertas formas para el afuera, deslizarse en el límite sutil entre un "yo te banco" y la velada amenaza de "prender el ventilador". "Tener código" quiere decir "soy parte de este enjuague medio turbio (medio, si es mirado con un solo ojo)".
Los códigos imperan allí donde una mano lava la otra y las dos lavan la cara, donde se puede hacer la vista gorda, donde no hay que sacar los pies fuera del plato y donde es posible pasar por alto tanto pequeñas transgresiones casi inofensivas como flagrantes violaciones a la ley.
Lamentablemente, en el imaginario popular la palabra "código" suele ser identificada como sinónimo de la palabra "ética", lo cual es un terrible error abonado sin disimulo por quienes, haciendo uso de invisibles credenciales corporativas, ensalzan la primera olvidando la segunda. En el uso cotidiano, las cosas son aún peores porque, alteradas las jerarquías, el código gobierna y sojuzga a la ética. Y en la práctica, allí donde ambos deberían verse en acción, el panorama es la desoladora agonía de la ética.
Tal vez el rescate y la puesta en valor de la ética sean tareas ímprobas e infructuosas. Es que la ética es una cuestión de conciencia –conciencia de sí, conciencia del prójimo, conciencia social, conciencia profesional– y, como tal, demanda no una regulación externa –explícita o implícita– en la cual ampararnos, sino el ejercicio constante de nuestra capacidad de autocuestionamiento. El abandono de la costumbre de movernos según las precarias leyes de la conveniencia. Y, finalmente, el regreso a la pregunta primaria sobre el bien y el mal.
1 comentario:
Hola!!!!!!!!
Paso a desearte mis mejores deseos para vos, estas fiestas nos hace reunir con nuestros seres queridos y algunos no tanto….aprovechemos la oportunidad, para mejorar cada relación.
Vivimos una sola vez y no creo que volvamos a mejorar nada, así que hagámoslo bien ahora.
¡Felicidades!!!!!!!!!!! Para cada uno de ustedes que me han acompañado este año.
Y como es mi costumbre, un besote y abrazo de oso, jijijiji.
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