Parece sencillo comprender cuáles son los efectos de la sequía que afecta a casi toda la zona agroganadera argentina. A diario, los noticieros transmiten imágenes desoladoras de animales muertos y sembradíos que deberían verse tupidos, verdes y florecientes y, en cambio, están raleados y empobrecidos.
Todos entendemos, además, que las lluvias inminentes no solucionarán el problema. La cosecha será, sin dudas, magra. Lo sucedido –o lo no sucedido– en el momento preciso, ha dejado consecuencias irreversibles para esta temporada y, en algunos casos, para varias más.
¿Adónde voy con esto?
Bien: hoy vi una reseña periodística en la que se mostraban girasoles raquíticos, creciendo a duras penas en la tierra resquebrajada por la sequía, espaciados, casi solitarios. Pensé en el campo y me dio pena. Pero no pude detenerme mucho ahí porque, de repente, surgió en mí la idea de la desnutrición.
Los chicos mal alimentados padecen exactamente lo mismo que esos girasoles. Su natural desarrollo se detiene y las consecuencias son, una vez más, irreversibles.
Si la sequía afecta al esquema productivo del país, la desnutrición infantil afecta de manera trágica nuestro futuro. Pero, claro, como el plazo en el cual se verán los resultados es de años y no de meses, no nos preocupamos todo lo que deberíamos. Estamos constantemente devorados por la inmediatez. Intentando construir un castillo sobre un pantano cuando nuestra preocupación debería orientarse a los cimientos. Y los cimientos son todos esos chicos que no tienen acceso a una buena alimentación, a la educación y a la salud, que no son otra cosa que sus derechos.
Por cierto, la situación del campo es lamentable. También es cierto que no la podemos controlar porque no está dentro de nuestras posibilidades hacer llover.
Sí podemos trabajar para que los derechos de los chicos sean mucho más que una bienintencionada declaración. De otro modo, aunque hoy no seamos conscientes de ello, en el futuro, su situación será igual a la de los girasoles que hoy se veían en la televisión y, sin posibilidad de echarle la culpa a la naturaleza, deberemos hacernos cargo de que esa cosecha fracasó.
Todos entendemos, además, que las lluvias inminentes no solucionarán el problema. La cosecha será, sin dudas, magra. Lo sucedido –o lo no sucedido– en el momento preciso, ha dejado consecuencias irreversibles para esta temporada y, en algunos casos, para varias más.
¿Adónde voy con esto?
Bien: hoy vi una reseña periodística en la que se mostraban girasoles raquíticos, creciendo a duras penas en la tierra resquebrajada por la sequía, espaciados, casi solitarios. Pensé en el campo y me dio pena. Pero no pude detenerme mucho ahí porque, de repente, surgió en mí la idea de la desnutrición.
Los chicos mal alimentados padecen exactamente lo mismo que esos girasoles. Su natural desarrollo se detiene y las consecuencias son, una vez más, irreversibles.
Si la sequía afecta al esquema productivo del país, la desnutrición infantil afecta de manera trágica nuestro futuro. Pero, claro, como el plazo en el cual se verán los resultados es de años y no de meses, no nos preocupamos todo lo que deberíamos. Estamos constantemente devorados por la inmediatez. Intentando construir un castillo sobre un pantano cuando nuestra preocupación debería orientarse a los cimientos. Y los cimientos son todos esos chicos que no tienen acceso a una buena alimentación, a la educación y a la salud, que no son otra cosa que sus derechos.
Por cierto, la situación del campo es lamentable. También es cierto que no la podemos controlar porque no está dentro de nuestras posibilidades hacer llover.
Sí podemos trabajar para que los derechos de los chicos sean mucho más que una bienintencionada declaración. De otro modo, aunque hoy no seamos conscientes de ello, en el futuro, su situación será igual a la de los girasoles que hoy se veían en la televisión y, sin posibilidad de echarle la culpa a la naturaleza, deberemos hacernos cargo de que esa cosecha fracasó.
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