Desde hace un tiempo, la violencia en la cual estamos inmersos no sólo se manifiesta en los robos, tomas de rehenes, secuestros y asesinatos. También está la violencia muda. La de los chicos en situación de calle, la del hambre, la pobreza y la exclusión. Esa mano invisible que nos pega en la cara cuando no la damos vuelta para no ver.
Sin embargo, éstas no son las únicas formas de violencia que nos atraviesan. Cada día un poco más, la violencia verbal gana terreno en nuestras vidas. De manera casi imperceptible, va deslizándose en el lenguaje cotidiano y se instala ahí sin escándalo, como un potente anestésico administrado en pequeñísmas dosis.
Está en el discurso oficial –a todo nivel– grandilocuente, descalificador y confrontativo. Está en las constantes denuncias de la oposición, algunas de ellas temerarias y apocalípticas. Está en funcionarios –o aspirantes a funcionarios– a los que "les salta la térmica" o "se les sale la cadena" cuando proponen "moler a golpes a los chicos que roban" o "unirse y quemar a las ratas que viven en el barrio de atrás (una villa)". Está en los agredidos u ofendidos que se autoproclaman dispuestos a hacer justicia por mano propia. Está en los titulares de algunos medios, caníbales de la realidad, que repiten hasta el cansancio noticias que, además de ser malas, tienen el plus de ser maliciosamente transmitidas. Está en cada mentira y en cada chicana. En cada intento de manipulación.
Vivimos en un ambiente enrarecido. Quien no piensa como yo es mi enemigo. Quien tiene más no lo ha ganado trabajando sino arrebatándoselo a los que menos tienen. Reina la desconfianza a tal punto que hasta las medidas que podrían ser buenas son cuestionadas "por si las moscas". Nadie espera algo bueno del prójimo.
Hemos olvidado lo que significan las expresiones "bien común" y "buenas intenciones". Entonces todo se torna violento. Aunque no nos demos cabal cuenta, aunque creamos que no nos atañe ni nos mancha, la violencia está ahí y hace su aparición cada vez con más frecuencia, bajo la forma de una frase que es un vómito maloliente, un insulto desembozado, una prejuiciosa descalificación. Sin más ideal que la ofensa, sin más objetivo que la destrucción del otro.
Hubo un momento en que lo que hoy vivimos era latencia, era semilla. Y fue sembrado. Y permitimos la siembra con nuestra usual nonchalance, madre de la actitud –que está entre la de una Doña Rosa horrorizada y la de una Heidi sorprendida en su inocencia– con la que nos damos por enterados de los desastrosos efectos de la indiferencia colectiva.
Sin embargo, éstas no son las únicas formas de violencia que nos atraviesan. Cada día un poco más, la violencia verbal gana terreno en nuestras vidas. De manera casi imperceptible, va deslizándose en el lenguaje cotidiano y se instala ahí sin escándalo, como un potente anestésico administrado en pequeñísmas dosis.
Está en el discurso oficial –a todo nivel– grandilocuente, descalificador y confrontativo. Está en las constantes denuncias de la oposición, algunas de ellas temerarias y apocalípticas. Está en funcionarios –o aspirantes a funcionarios– a los que "les salta la térmica" o "se les sale la cadena" cuando proponen "moler a golpes a los chicos que roban" o "unirse y quemar a las ratas que viven en el barrio de atrás (una villa)". Está en los agredidos u ofendidos que se autoproclaman dispuestos a hacer justicia por mano propia. Está en los titulares de algunos medios, caníbales de la realidad, que repiten hasta el cansancio noticias que, además de ser malas, tienen el plus de ser maliciosamente transmitidas. Está en cada mentira y en cada chicana. En cada intento de manipulación.
Vivimos en un ambiente enrarecido. Quien no piensa como yo es mi enemigo. Quien tiene más no lo ha ganado trabajando sino arrebatándoselo a los que menos tienen. Reina la desconfianza a tal punto que hasta las medidas que podrían ser buenas son cuestionadas "por si las moscas". Nadie espera algo bueno del prójimo.
Hemos olvidado lo que significan las expresiones "bien común" y "buenas intenciones". Entonces todo se torna violento. Aunque no nos demos cabal cuenta, aunque creamos que no nos atañe ni nos mancha, la violencia está ahí y hace su aparición cada vez con más frecuencia, bajo la forma de una frase que es un vómito maloliente, un insulto desembozado, una prejuiciosa descalificación. Sin más ideal que la ofensa, sin más objetivo que la destrucción del otro.
Hubo un momento en que lo que hoy vivimos era latencia, era semilla. Y fue sembrado. Y permitimos la siembra con nuestra usual nonchalance, madre de la actitud –que está entre la de una Doña Rosa horrorizada y la de una Heidi sorprendida en su inocencia– con la que nos damos por enterados de los desastrosos efectos de la indiferencia colectiva.
2 comentarios:
Hola
Gran argumento con una aplastante filosofía humanitaria
y condenatorio a todo el "pasotismo" que está ocurriendo
estas palabras tuyas merecen el mayor de mis aplausos
un saludo
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Debemos unir nuestras voces y esfuerzos para que sean realidades todos estos pensamientos de personas que como, dolidas por la triste calidad de vida de muchos de los integrantes de la raza humana.
Afectuosamente,
Ana Lucía
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