Faltando unas pocas semanas para las elecciones, cada vez se me complicaba más ser un fantasma. Un poco era porque, con la multiplicación de las apariciones públicas de los candidatos, yo vivía a un ritmo enloquecedor, tratando de no perderme entre las nubes de periodistas, fotógrafos y camarógrafos que, además, no debían advertirme; sin olvidar el ejército de guardaespaldas que estaba al servicio de los peces gordos y sus allegados, entre los que, ¡oh, dioses del Olimpo!, tenía el honor de contarme. El otro poco, que en realidad era mucho, se debió a que, seguramente por cuestiones de fragilidad emocional que no me corresponde analizar, los políticos me habían adoptado como una suerte de consejera integral en cuestiones de la índole más variada. Aunque, si lo pienso bien, esa elección tuvo que ver también con mi capacidad innata de hacer de cuenta que escucho con atención mientras en realidad estoy pensando en lo que voy a cocinar cuando llegue a casa. Lo cierto es que, haya sido por lo que haya sido, mi lugar de escribiente silenciosa se tornó en el de casi indispensable gurú que recibía consultas sobre vestimentas, cortes de cabello, lugares discretos para un “almuerzo de trabajo”, estado de las rutas, cronogramas de filmación y grabación, colores de bases de maquillaje y, debido al aumento inocultable del ya prominente abdomen del principal candidato, opciones de dietas, programas de ejercicios e implementación de trucos para que en las tomas fotográficas y entrevistas la considerable busarda no ocupase el primer plano.
Sin embargo, una importante alianza preelectoral de último momento requirió de mi vieja costumbre de observar y anotar en las reuniones, cosa que me provocó alguna satisfacción porque me permitía eludir el estado de excitación que todos padecían en ese momento.
Reunidos en la sede del partido que había manifestado su voluntad de sumarse a “Todos para adelante”, los líderes de ambos movimientos, algunos consultores de los entornos más próximos, los jefes de campaña y yo, cuaderno y lápiz en mano, comenzamos con el encuentro en el cual se pactaría la distribución de los cargos. Como de costumbre, no fui presentada a los convocantes y, desde mi rincón, me apliqué a la tarea de relevamiento de rostros y palabras. Si nuestro jefe de campaña era mitad jefe de campaña y mitad adolescente enamorado de la bonita candidata joven, el jefe de campaña del otro partido era un cuarto de jefe de campaña y tres cuartos de tinto en damajuana. El rostro hinchado, los ojos enrojecidos, el infernal aliento etílico y su hablar empastado no dejaban lugar a dudas acerca de la afición al trago de quien había sido introducido como el máximo referente a la hora de las decisiones. El líder de esa agrupación, cuyo lugarteniente y cuñado tenía un indudable aspecto de gremialista, era un hombre blancuzco y con aspecto frágil; de mirada perdida y piel escamosa, transmitía menos calidez que un reptil.
El líder de “Todos para adelante”, por su parte, parecía haber entrado en un estado de deseperación al advertir que sobre la mesa no había nada que pudiera engullir para calmar su permanente angustia oral.
Llevaba yo unos minutos escribiendo mis impresiones cuando comenzaron a tratarse las cuestiones relativas a la repartija de cargos y la negociación se tornó áspera. En un tardío ataque de lucidez, el hombre iguana advirtió mi presencia:
–¿Quién es ella?, –dijo mirándome con sus ojos fríos, –¿Y qué está anotando? ¡Que no anote más! ¡Esto es inconcebible!
Una vez más, los rasgos paranoides de la clase política se ponían de manifiesto. Los “Todos para adelante” cruzamos miradas y, comprendiendo que la reunión no continuaría si yo persistía en tomar notas, guardé la lapicera en mi bolso y me dispuse a seguir escuchando y, esta vez, memorizando.
El jefe de campaña enamorado intentó una respuesta aplacatoria:
–La señora es…
Pero el jefe de campaña etílico lo interrumpió con un balbuceo que quiso ser tajante:
–Es un cuatro de copas. Y nosotros no hablamos con… ni para… ningún cuatro de copas.
No necesité apelar a ningún profundo conocimiento del juego de truco para darme cuenta de que el mentado cuatro inservible era yo. Tampoco fue difícil comprender que estaba rodeada de anchos falsos capaces de gritar quiero vale cuatro sólo para hacer arrugar al contrincante.
Meter presión fue la estrategia elegida por el reptil. Sus condiciones para sumarse a “Todos para adelante” fueron más que claras: resignaría los cargos electivos nacionales para conservar solamente los de la Capital. Cambiaba un máximo de cuatro diputados por el nada despreciable número de diez legisladores de la ciudad. En ese partido sin cartas bravas, el envido sería, al parecer, la mano ganadora. Y cuando en candidato iguana, de puro macho, cantó treinta el candidato ansioso, de puro cagón, en vez de echarle la falta se guardó sus veinticuatro sin decir palabra.
Sin embargo, una importante alianza preelectoral de último momento requirió de mi vieja costumbre de observar y anotar en las reuniones, cosa que me provocó alguna satisfacción porque me permitía eludir el estado de excitación que todos padecían en ese momento.
Reunidos en la sede del partido que había manifestado su voluntad de sumarse a “Todos para adelante”, los líderes de ambos movimientos, algunos consultores de los entornos más próximos, los jefes de campaña y yo, cuaderno y lápiz en mano, comenzamos con el encuentro en el cual se pactaría la distribución de los cargos. Como de costumbre, no fui presentada a los convocantes y, desde mi rincón, me apliqué a la tarea de relevamiento de rostros y palabras. Si nuestro jefe de campaña era mitad jefe de campaña y mitad adolescente enamorado de la bonita candidata joven, el jefe de campaña del otro partido era un cuarto de jefe de campaña y tres cuartos de tinto en damajuana. El rostro hinchado, los ojos enrojecidos, el infernal aliento etílico y su hablar empastado no dejaban lugar a dudas acerca de la afición al trago de quien había sido introducido como el máximo referente a la hora de las decisiones. El líder de esa agrupación, cuyo lugarteniente y cuñado tenía un indudable aspecto de gremialista, era un hombre blancuzco y con aspecto frágil; de mirada perdida y piel escamosa, transmitía menos calidez que un reptil.
El líder de “Todos para adelante”, por su parte, parecía haber entrado en un estado de deseperación al advertir que sobre la mesa no había nada que pudiera engullir para calmar su permanente angustia oral.
Llevaba yo unos minutos escribiendo mis impresiones cuando comenzaron a tratarse las cuestiones relativas a la repartija de cargos y la negociación se tornó áspera. En un tardío ataque de lucidez, el hombre iguana advirtió mi presencia:
–¿Quién es ella?, –dijo mirándome con sus ojos fríos, –¿Y qué está anotando? ¡Que no anote más! ¡Esto es inconcebible!
Una vez más, los rasgos paranoides de la clase política se ponían de manifiesto. Los “Todos para adelante” cruzamos miradas y, comprendiendo que la reunión no continuaría si yo persistía en tomar notas, guardé la lapicera en mi bolso y me dispuse a seguir escuchando y, esta vez, memorizando.
El jefe de campaña enamorado intentó una respuesta aplacatoria:
–La señora es…
Pero el jefe de campaña etílico lo interrumpió con un balbuceo que quiso ser tajante:
–Es un cuatro de copas. Y nosotros no hablamos con… ni para… ningún cuatro de copas.
No necesité apelar a ningún profundo conocimiento del juego de truco para darme cuenta de que el mentado cuatro inservible era yo. Tampoco fue difícil comprender que estaba rodeada de anchos falsos capaces de gritar quiero vale cuatro sólo para hacer arrugar al contrincante.
Meter presión fue la estrategia elegida por el reptil. Sus condiciones para sumarse a “Todos para adelante” fueron más que claras: resignaría los cargos electivos nacionales para conservar solamente los de la Capital. Cambiaba un máximo de cuatro diputados por el nada despreciable número de diez legisladores de la ciudad. En ese partido sin cartas bravas, el envido sería, al parecer, la mano ganadora. Y cuando en candidato iguana, de puro macho, cantó treinta el candidato ansioso, de puro cagón, en vez de echarle la falta se guardó sus veinticuatro sin decir palabra.
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