6/16/2007

Vivir de las palabras

La decisión de vivir de las palabras no fue fácil, aún no lo es y no tengo seguridad de que algún día lo sea. Sólo esperanza y fe, que son dos cosas bien distintas, y la jubilosa convicción de que no tenía más remedio.
A tal punto fue difícil que puedo identificar cuatro etapas bien diferenciadas. La primera, la de la protoescritura, se extendió por años e incluyó una intensa formación. Empezó como un juego para el que uno descubre que es hábil y entonces ejercita sin descanso, siempre tratando de correr el límite, de inventar un nuevo desafío. Fue una época de poesías –no poemas, poesías– Prilutzky Farny y relatos Poldy Bird –de vez en cuando tengo una recaída–, diarios fallidos –la constancia me aburre–, y palabras clandestinas y privadas casi siempre dirigidas a alguien. Tragedias expuestas. Diálogos con la pared. Cartas no enviadas. Preguntas sin respuesta y respuestas a preguntas no realizadas. En esa época hice el primer taller literario “en serio” y comencé la tercera y definitivamente inconclusa carrera universitaria.
La segunda etapa, oscilando entre la iluminación y el sí pero no, tuvo que ver con el descubrimiento de que tanto mi maestro de taller literario como la facultad se habían transformado en un lastre. El primero, porque me quería a su imagen y semejanza para alimento de su ego fagocitador de admiradores. La segunda, venerable institución académica, porque a su manera, también me imponía un corsé que yo me negaba a vestir: el de la crítica literaria. Avivada de que mis tics de mejor alumna no me llevarían por la ruta que yo eligiera, renuncié a ambas propuestas. El sí pero no se enlazaba con la exploración de caminos nuevos, incómodos y siempre inciertos relacionados con la publicidad de la producción literaria. Quiero pero no quiero. Te lo muestro pero no pienses que soy yo. Soy genial. Soy una burra. Soy intrascendente. Sirvo para esto o no sirvo para nada. Argumentos que no servían como convicción motora sino como planteo extremista útil para la parálisis.
La tercera instancia, pasaje de ida a la trampera, provino de un hallazgo: mi aptitud para la ventriloquía literaria. Entonces mis palabras encontraron un destino de muñecos de madera encarnados por narradores afónicos, ensayistas tartamudos, políticos sin calificación y oyentes y lectores proclives a caer en la fascinación facilonga. Escondida tras los hilos, como titiritera, me sentía protegida. Escudada en la penumbra, susurraba en oídos sedientos palabras que jamás me hubiese atrevido a suscribir. Amparada en ese doble juego de ser pública sin serlo, ser édita sin firmarlo, ser “imprescindible” para unos pocos, ser conocida entre los iniciados, pagaba la efímera satisfacción con lo más valioso que tenía: mi propia voz.
Y sobrevino la, por el momento, última etapa –sin nombre aún– a la que ingresé después de un largo período de silencio y oscuridad. He salido victoriosa de una pelea personal y estúpida de la verdad contra la mentira. De a poco, con la timidez que me caracteriza, le voy poniendo palabras a mi música. Navegando sin prejuicios entre la realidad y la ficción. Haciendo de una otra. Mostrando mi carne que parece un traje y un traje con la forma de mi carne. Hablando de mí sin nombrarme y nombrándome sin hablar de mí. Yo, otra, otros. Yo. Nunca y siempre. Yo.

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