Luego de todas las peripecias habidas y por haber generadas por la renuencia de la Junta Nacional Electoral a aprobar las boletas que debían estar en el cuarto oscuro de cada mesa de toda la Nación, finalmente, habíamos llegado a los últimos días antes del comicio con el siguiente balance:
Una nueva pareja formada por el jefe de campaña y la candidata joven y bonita.
Una candidata “camionera” que había resistido como tal los embates del “langa”.
Un “langa” que había sido puesto en caja por la que, aunque por poco tiempo más, todavía era su esposa.
Un amontonamiento deforme de mascarones de proa que ya estaban pensando en nuevas alianzas y rejuntes, visto que se habían resignado los cargos legislativos de la Ciudad de Buenos Aires.
Un ex integrante del Poder Judicial que estaba dispuesto a repartir un pedazo de la torta.
Un candidato principal obeso –lo mío no es hambre, es ansiedad– casi tuerto a manos de su sacrosanta esposa y carcelera.
Un candidato iguana que se quedó con la mejor parte del asado y, por las dudas, lo escupió para que a nadie más se le ocurriera probarlo.
Una banda de sociólogos, psicólogos y creativos casi desempleados y sin invitación para los festejos postelectorales en un conocido hotel céntrico.
Un envido perdido y un truco no querido, muy lejos del uno por uno es negocio.
El saldo personal para mí fue que el día de las elecciones, cuando me metí en el cuarto oscuro, supe que algo de mi candidez democrática se había perdido para siempre. Me tomé mi tiempo, miré una por una las boletas mientras imaginaba las alternativas que todos habrían tenido que atravesar para que esos papelitos estuviesen apilados sobre las mesas. Supuse otras nuevas parejas, otras mujeres sisebutas, otros candidatos paranoicos, babosos o ventajeros. Di por sentado que tras todas esas listas se escondía la misma ausencia de ideas, de debates, de propuestas. Hasta que me golpearon la puerta. Entonces busqué en mi cartera un pedazo de hoja de cuaderno cuadriculado, de uno de esos en los que me había pasado meses anotando sandeces sobre el que garabateé un “yo sé que todos mienten” bien grande. Luego lo doblé, lo puse en el sobre y, sin volver la vista atrás, salí del aula.
Una nueva pareja formada por el jefe de campaña y la candidata joven y bonita.
Una candidata “camionera” que había resistido como tal los embates del “langa”.
Un “langa” que había sido puesto en caja por la que, aunque por poco tiempo más, todavía era su esposa.
Un amontonamiento deforme de mascarones de proa que ya estaban pensando en nuevas alianzas y rejuntes, visto que se habían resignado los cargos legislativos de la Ciudad de Buenos Aires.
Un ex integrante del Poder Judicial que estaba dispuesto a repartir un pedazo de la torta.
Un candidato principal obeso –lo mío no es hambre, es ansiedad– casi tuerto a manos de su sacrosanta esposa y carcelera.
Un candidato iguana que se quedó con la mejor parte del asado y, por las dudas, lo escupió para que a nadie más se le ocurriera probarlo.
Una banda de sociólogos, psicólogos y creativos casi desempleados y sin invitación para los festejos postelectorales en un conocido hotel céntrico.
Un envido perdido y un truco no querido, muy lejos del uno por uno es negocio.
El saldo personal para mí fue que el día de las elecciones, cuando me metí en el cuarto oscuro, supe que algo de mi candidez democrática se había perdido para siempre. Me tomé mi tiempo, miré una por una las boletas mientras imaginaba las alternativas que todos habrían tenido que atravesar para que esos papelitos estuviesen apilados sobre las mesas. Supuse otras nuevas parejas, otras mujeres sisebutas, otros candidatos paranoicos, babosos o ventajeros. Di por sentado que tras todas esas listas se escondía la misma ausencia de ideas, de debates, de propuestas. Hasta que me golpearon la puerta. Entonces busqué en mi cartera un pedazo de hoja de cuaderno cuadriculado, de uno de esos en los que me había pasado meses anotando sandeces sobre el que garabateé un “yo sé que todos mienten” bien grande. Luego lo doblé, lo puse en el sobre y, sin volver la vista atrás, salí del aula.
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