3/01/2008

La palabra

Entre las obsesiones que me aquejan no sólo están el escritorio, la heladera o los post-it. Por ser tal vez las más mundanas, ésas son pasibles de ser tomadas con humor.
Pero están las otras. Las que me imponen, más tarde o más temprano, el salto al vacío interior. Las que me obligan a viajes con puntos de partida móviles y destinos inciertos. Las que no puedo controlar. Las que me acosan. Me llevan, me traen, me ponen y me sacan. Y entre ellas, la más pertinaz. La más honda. La más obsesiva de mis obsesiones: la palabra. La arcilla que me modela. El lienzo en blanco que me retrata. El cincel que me esculpe. La materia que me trabaja.
Palabras... Las que nombran lo que hay en mi mundo. La que me nombra y me da sentido. La que no por callada se ignora. La que llega en el momento preciso y la que no llega nunca.
La palabra que se da, se pide, se toma, se tiene, se retira, se cede y se empeña.
La mayor, la mala, la santa. La de honor, la grosera, la última. La media, la clave, la mágica.
La que alguien nos deja en la boca cuando nos da la espalda. La que se lleva el viento. La que cruzamos con algún otro así como al pasar. La que hemos de comernos por haber sido imprudentes o impulsivos. La propia. La ajena. La que viene preñada de sentidos. La vana. La que se tuerce por mal uso. La que se ahorra por hartazgo.
En cuanto a quienes las usan, las abusan o las ignoran. Están los de pocas, los de una sola, los de muchas, los que se van sin decir ni media. Los fanáticos de las cruzadas. Los que con ellas hacen juegos.
Hay libertad bajo palabra. Hay personas de palabra, que repiten palabra por palabra y otras con facilidad de palabra. Hay cosas que se resumen en una palabra o que nos dejan sin palabras.
Y hay momentos en los que no se puede decir ni una palabra más.

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