3/13/2008

No me gustan los obituarios

Una sola vez en mi vida, en marzo de 1999, escribí algo parecido a un obituario. Fue en ocasión del fallecimiento de Adolfo Bioy Casares. Tenía que ver con un supuesto reencuentro con su compañero de aventuras literarias, Jorge Luis Borges. Así como siempre hago yo las cosas, con el impulso del sentimiento, la mandé al casi recién estrenado sitio web de La Nación que por ese entonces tenía muchas secciones en las cuales los lectores podían participar. Y me olvidé del asunto hasta que empecé a recibir una catarata de e-mails comentando mis palabras.
El tiempo pasó, Bioy dejó de ser noticia (¡qué horror!) y volví a olvidarme del asunto ("me trabajó el olvido", habría dicho Borges).
Lo cierto es que alguna vez, "googleándome" (una actitud de imperdonable narcisismo) encontré referencias a esa nota. Un colegio la había tomado para que los alumnos trabajaran el texto. Y, lejos de enorgullecerme, me avergoncé.
Es que, me tomó un rato largo entenderlo, no me gustan los obituarios. No me gustan las frases hechas que allí se reproducen. No me gusta el ensalzamiento post mortem, casi siempre injusto y, verdad de perogrullo, tardío. No me gustan los golpes bajos ni la sensiblería. Y mucho menos me gusta que, apenas unas horas después de haber vertido ríos de tinta –reales y virtuales–, el flujo de las noticias haya trasladado el foco de atención hacia cuestiones banales y mucho menos permanentes que la muerte, enterrando –valga la palabra– a la persona.
No me gustan los obituarios porque, sin disimulo y sin escrúpulos, hacen de un ser humano un prócer con fecha de vencimiento. No me gustan porque, en el fondo, si bien me conmueve, no me apena la muerte de quienes han tenido una vida fructífera y llena de realizaciones. Porque eso de que alguien murió y "tenía tanta vida por delante" me parece una soberana estupidez. Porque los seres que amamos o admiramos (o ambas cosas a la vez) viven siempre en nosotros por lo que han hecho, por la huella que han dejado, por los momentos compartidos, por cada una de las cosas que, sabiéndolo o no, nos regalaron con su existencia. Y, lo más importante, ESTAN.
Ojalá pudiésemos aprender a vivir con la conciencia de la muerte como un hito más de nuestras vidas. Con la certeza de la trascendencia de cada uno de nuestros actos. Con la grandeza de reconocer de inmediato los actos trascendentes de nuestros semejantes. Con la humildad de agradecérselos. Con el orgullo de que su desaparición física no nos haya sorprendido sin haberles hecho saber cuánto los admirábamos y cuánto los queríamos. Si así fuese, no sería necesario obituario alguno.

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