3/25/2009

1976

Hace 33 años, donde yo vivía era común estar rodeados de militares. La cercanía del Colegio Militar de la Nación, la Base Aérea del Palomar, la Base Aérea de Morón, Campo de Mayo y el Liceo Militar traía muchos uniformes a nuestra vida cotidiana. Quienes los vestían eran nuestros vecinos y los padres de nuestros amigos.
Incluso, uno de los integrantes de la junta que derrocó a María Estela Martínez de Perón había vivido –hasta poco tiempo atrás de ese 24 de marzo– a la vuelta de mi casa.
Si bien los miembros de las Fuerzas Armadas solían elegir educación religiosa, yo, que asistía a la escuela pública, tuve compañeros que eran "el hijo del coronel" o "el hijo del comodoro" y como en el microespacio del pueblo todos nos juntábamos, la convivencia era permanente.
Muchos de aquellos amigos de la adolescencia aspiraban a seguir la carrera militar.
En marzo de 1976 yo iba a comenzar a cursar el 5º y último año de la escuela secundaria. Una escolaridad que había estado marcada por los cánticos que invariablemente mencionaban a Evita, cierta militancia inocentona y periférica, y una libertad de expresión sin precedentes. Se podía pensar y se podía decir lo que uno pensaba.
Habíamos transitado el regreso de Perón, primero al país y luego al gobierno; la traición a las masas cuyo movimiento pendular lo había puesto, por tercera vez, en la Presidencia de la Nación; el rápido deterioro de la salud del líder y su muerte; el enfrentamiento subterráneo y violento que crecía a cada minuto.
El lunes 22 de marzo no comenzaron las clases. El 24 escuchamos el comunicado número uno de la junta militar que se adjudicaba llevar adelante el proceso de reorganización nacional. Durante la madrugada de ese día, María Estela "Isabelita" Martínez de Perón, hasta entonces a cargo de la Presidencia, había sido trasladada a la residencia El Messidor, en la provincia de Río Negro. Pero todo esto forma parte de las crónicas que pueden encontrarse en los archivos de cualquier diario de la época.
Para nosotros empezaba a desenvolverse un período de silencio y de preguntas sin respuesta.
El regreso a la escuela, una semana después, fue un cachetazo de realidad. Los profesores que habían alentado nuestra creatividad y que nos habían incentivado a pensar un mundo más justo ya no estaban. La ceremonia de izar la bandera –que me tocaba personalmente– se había transformado en un acto casi marcial. Los docentes que habían quedado estaban en estrecha relación con las instituciones educativas pertenecientes a las Fuerzas Armadas. Los recién incorporados al plantel, también.
Al poco tiempo, las patrullas de la Policía Aeronáutica que hacían esporádicos procedimientos en el barrio, incrementaron su actividad hasta el punto en que fue cotidiano despertar en medio de la madrugada porque resonaban pasos en el techo de tejas mientras un soldado, desde la ventana, me decía que me levantara y fuese hasta el living sin hacer movimientos sospechosos y sin gritar porque estaban procediendo a allanar mi casa.
La repetición hacía evidente que algo venían a buscar. Algo que jamás encontraron. Me tomó años deducir qué era y comprender por qué tantas veces me encontré en el living de casa, en medio de la noche, junto a toda mi familia muda y aterrorizada. Allí, en el mismo pueblo del conurbano bonaerense en el cual los militares siempre habían formado parte de nuestra vida diaria.

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