12/05/2015

El mundo sin él


Cuando mi padre murió, cada mañana trataba de reconstruir el mundo sin él. Al despertar, me decía a mí misma “Tu papá murió”. Ese fue el mantra que me acompañó durante meses, hasta que la ausencia se hizo carne. Repetirlo no era, sin embargo, una rutina consciente. Solo se trataba del primer pensamiento que venía a mí apenas abría los ojos. Como si necesitara esas palabras para empezar el día. La declaración del principio de orfandad le daba un marco a mi vida. Y, por cómo estaba formulada la frase, quedaba claro que lo que decía no estaba destinado al mundo sino que era algo entre nosotras dos: yo, la que hablaba y yo, la huérfana. 
Proferido en voz alta, el mantra alcanzaba una dimensión casi religiosa que ordenaba el mundo como Dios lo ordena para el creyente. 
Mi padre murió de una enfermedad que lo colonizó por completo cuando dejó de negarla. Entonces no lo supe, pero su persistente “no” reflejaba la capacidad de luchar contra lo que lo devoraba. Estuvo enfermo durante un año aunque no se le notó hasta el último mes. Fueron treinta días de internación por brazos caídos. Hoy estoy segura de que negar es un derecho inalienable y que solamente quien lo ejerce sabe qué es lo que está preservando con esa ceguera voluntaria. 
En realidad, mi papá había empezado a morir mucho antes a causa de una irremediable frustración. Las personas que han pasado los tres cuartos de siglo no deberían frustrarse, simplemente porque ya no tienen demasiado tiempo para levantarse y volver a empezar. Desde que, con casi ochenta años, dejó de trabajar, lo invadió el resentimiento. Aunque manejaba su auto, viajaba, leía, se interesaba por la actualidad y la política, y era capaz de sostener interesantes conversaciones, su íntima convicción era que había llegado a esa etapa de vejez contemplativa que odiaba y, a la vez, temía. No puedo culparlo, yo misma le temo a ese tiempo de obsolescencia programada que se extiende sin más horizonte que la muerte. 
Su progresivo abandono se manifestaba en frases sin esperanza y cierto mal humor. En un pesimismo persistente. En silencios incómodos. En la amarga aceptación de la ancianidad como destino. Eso era, al mismo tiempo, leve y notorio. Resultaba, por esos días, difícil sacarle una sonrisa. Y todos fuimos perdiendo las ganas de intentarlo. Ahora que lo pienso, él también debe haberse sentido abandonado a su desazón. 
La poca simpatía que conservó la reservaba a los extraños. Para verlo como era antes, había que salir con él a la calle y sentir envidia de la cajera del supermercado, el encargado del edificio donde vivía o algún vecino con el que se cruzaba a diario, que eran quienes podían gozar de sus bromas y sus palabras amables. Esos extraños, los ajenos, no se cansaban de resaltar su alegría y su optimismo contagioso. Pero nosotros, los propios, sabíamos que era una máscara que caía sin piedad cuando atravesaba el umbral que separaba lo público de lo privado.
En un momento, solo nos quedó su humanidad algo abatida en los aprestos para la retirada. 
Hay días en que extraño a mi papá. Y extraño al que murió porque era el que me recordaba a aquel que había dejado de ser mucho antes de morir.

8 de septiembre de 2015

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