4/24/2007

Arte II – 2006

En cuanto a los materiales concretos, el arte se nutre de materia bruta que, mediante el proceso de creación, se convertirá en obra. Esta transformación, simple a primera vista, encierra sin embargo una enorme complejidad y requiere que el artista enfrente numerosos desafíos. Aunque difícilmente su objetivo haya sido el arte como fin en sí mismo, los primeros artistas plásticos, aquellos que imprimieron las huellas de sus manos en cavernas, debieron encontrar en la misma tierra que pisaban y sobre la que dormían, los colores que perduraran en el tiempo lo suficiente como para hacernos conocer su expresión. Más adelante, además de prestar atención a las formas, los pintores debieron desarrollar conocimientos de anatomía para reproducir la figura humana, de física para reflejar el movimiento, de geometría para plasmar la perspectiva y de alquimia para preparar sus óleos. El escultor ha recorrido un camino similar eligiendo los bloques, perfeccionando sus herramientas y ahondando en el estudio de las formas de la naturaleza, de la estructura ósea y muscular tanto de humanos como de animales.
Si el desafío del pintor es transformar en un cuadro el amasijo de colores de la paleta, el del escultor es desnudar la obra aprisionada en la piedra. Desbastar, pulir. Convertir lo brutal en sutil. La aspereza en suavidad. El bloque en filigrana. Los ojos del primero están entrenados para imaginar la luz que introduce la tercera dimensión en el universo bidimensional de la tela, aquello que separa la figura del fondo. Los del escultor, en cambio, hacen foco en el espacio ocupado por la obra y en el espacio que se recorta de ella. Su maestría reside, indudablemente, en el balance entre ambos, que debe ser febril, crispado y, a la vez, un remanso para quien la admira.
Para el escritor, el desafío es investir de un sentido trascendente las mismas palabras que se utilizan para comprar un kilo de papas. Devolverle brillo y profundidad al material bastardeado. Restaurarlo para que queden a la vista su belleza e intensidad. La obra del escritor, contrariamente a las del escultor y el pintor, cuya apreciación es de una inmediatez casi brutal, no puede ser estimada como un todo sino luego de finalizado el proceso de lectura. Es entonces cuando nos asomamos a una suerte de remembranza feliz de una experiencia acabada, resultado de la yuxtaposición, una larga operación aditiva que va construyendo la totalidad en base a pequeños eslabones enhebrados con infinita paciencia. La paciencia de Borges al dar cuenta, aun sabiéndose condenado por la sucesión, del poniente en Querétaro, de un astrolabio persa, de la inolvidable mujer de Inverness, de su rostro y del mío. En suma, de ese todo imposible contenido en el aleph.
Por otra parte, si la piedra siempre es piedra, y el lienzo y los óleos siempre son el lienzo y los óleos, una palabra no es siempre la misma palabra. El paso del tiempo, el desgaste por uso excesivo o el abandono que la condena al olvido son factores que inciden en su existencia, su forma y su contenido. Por naturaleza escurridiza y maleable, la palabra padece las arbitrariedades de la masa hablante que la eleva, la recorta, la carga de sentidos nuevos, la vacía, la desgasta, la arrincona en un estéril lugar en el diccionario, la hunde o la reflota según el caprichoso vaivén de sus necesidades.
El mármol ofrece no sólo el esplendor de sus formas cinceladas sino también el recuerdo de milenios atrapado en la oscuridad de la montaña. Ha sido posteridad desde siempre. La literatura, en cambio, necesitó de mucha más ayuda para convertirse en arte. Hubo de haber palabra, hubo de haber necesidad de relatar, hubo luego de haber tinta y papiro y pergamino y, finalmente, papel. Hubo de haber imprenta. Hoy, todavía, el soporte magnético condensa el esfuerzo diversificador reduciéndolo a ceros y unos. Y todo es tan fugaz y tan precario. Cuán diferente la serena majestad de la Victoria de Samotracia, aun mutilada y enigmática como es, de la minuciosa tarea de recrear la oralidad de los primeros poetas y narradores, de restablecer la complejidad de una lengua desaparecida, de imaginar sus sonidos y silencios. Qué distinto es el sentido de estas palabras de aquel que encierra el Quijote que, sin embargo, también se ha constituido en posteridad. El mármol es imposible de resignificar. La literatura ha de resignificarse obligadamente para perdurar. El escritor aviva el fuego de la forja para mantener viva a la palabra. Su incansable tarea es despertarla, desempolvarla, reanimar a la que agoniza, darle nuevos aires a la que se ha cristalizado. Transgredir la norma y el uso para hacer, con lo de siempre, otra cosa. Moldearla según la forma de su expresión. Afinarla según su música interior.

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