4/27/2007

Primera magnolia

Eso llega para ponerla en el reino de las diferencias. Llega antes de tiempo. Llega para transformarla en algo que no quiere ser.
Su estilo silencioso y reconcentrado se agudiza. En la soledad de su cuarto se pregunta cómo ha podido sucederle. ¿Por qué? Pero no hay respuesta y entonces no tiene más remedio que aprender los ritmos de su cuerpo. Reconocer la leve náusea del el día previo, los retortijones y la peligrosa abundancia del segundo día, la minúscula gota del quinto. Cuidarse de las manchas, de las polleras. Evitar que se le note.
La invade la tristeza de la infancia prematura y brutalmente finalizada en ese charco de sangre que, a los poco más de diez años, le recuerda que no es como todas las demás chicas de su edad.
En una farragosa e inútil disertación, su madre, la ha puesto en conocimiento de todo lo relativo a ese nuevo estado. Ella no hizo otra cosa que mirarla en el más absoluto de los silencios. Sin preguntas para hacer o, mejor dicho, sabiendo que las preguntas que tiene para hacer no encontrarán respuesta en su madre ni en nadie. Sin alcanzar a entender por qué debería sentirse orgullosa de ser "señorita". Deseando que las miradas cómplices de sus abuelas y tías, que tanto la incomodan, se diluyan cuando la mensual rutina se instale y pase a ser costumbre.
Afuera, todo parece mantener la misma fisonomía y el ritmo habitual. Los árboles del jardín han crecido. La primera magnolia ofrece su perfume, apenas abierta. Los padres disfrutan de la tarde soleada. Su hermana ha dejado de ser un bebé para abocarse al descubrimiento del universo verde del pasto. El hermano más chico ensaya unos pasos torpes sobre las lajas del patio. Y ella le dice adiós a su pecho plano para empezar a luchar con el vello que le crece, descarado e incontrolable; con los apósitos y los analgésicos. Con ese cuerpo descarriado que ha decidio rebelarse y cambiar de condición.
Los primeros calores de la primavera ya se sienten en el aire. Desde la ventana de su cuarto, ella espía a la familia que, en el atardecer transparente y pegajoso, estrena la pileta de natación. Sabiendo que no es por estar perdiéndose el contacto con el agua helada, ella llora.

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