Tiempo después, con la alianza ya legalmente constituida, los equipos que hasta ese momento habían trabajado en diferentes lugares se mudaron a la sede oficial de “Todos para adelante”. Allí marché yo también a vivir la experiencia de estar todos bajo el mismo techo, respirar el aire de la campaña, sentir la adrenalina preelectoral y ver a los militantes en acción.
Lo que hasta ese momento había sido un tranquilo discurrir de los días se transformó de pronto en agitación sin respiro. Las militantes de la tercera edad, que ocupaban sus tardes llenando sobres con material promocional, entraban en nuestra área de trabajo cada hora u hora y media gritando como colegialas excitadas: “¿Llegaron los pins y las banderitas? ¿Llegaron los pins y las banderitas?”. Estaban impacientes por lucir en sus pechos el botón con la cara del “líder” y hacer flamear los colores del partido. Los integrantes de la juventud, en cambio, no mostraban interés por el merchandising sino por presentarnos regularmente los productos de su bullente creatividad que se materializaban en irrealizables proyectos de comerciales y actos multitudinarios. La salita verde, por su parte, continuaba con las reuniones semanales, mientras que cada integrante persistía en las actitudes que ya he relatado. Finalmente, en una de esas reuniones, se aprobaron los guiones para los comerciales de televisión y, unos días después, estábamos listos para filmar.
Titánica fue la tarea de juntar a los candidatos de todas las provincias. No menos arduo fue explicarles el tipo de vestimenta que tenían que llevar. Pero lo peor de todo fue recibir, una tras otra, llamadas en las que preguntaban si cremita era lo mismo que marrón, si gris oscuro daba igual que gris claro o gris topo, si negro era mejor que azul, si el cinturón, los zapatos, la corbata y el pañuelito debían combinar, confirmando que cualquier burla que yo hubiese inventado no era más que un amago de realidad, triste realidad.
Llegué a la locación a las seis de la mañana para estar mientras se armaban el set –en la sala de reuniones de una empresa– y el lugar donde se tomarían algunas fotos –en una oficina de la misma empresa–, todo especialmente acondicionado para que pareciera que los muchachos eran devotos del trabajo.
De a poco, empezaron a caer los candidatos, funda con traje en mano, listos para pasar a maquillaje. A medida que se amontonaban, el ambiente se iba haciendo más raro: al equipo de filmación, como treinta personas entre maquillaje, iluminación, cámaras, eléctricos, director y asistentes, nos sumábamos nosotros, los integrantes del equipo creativo, y a todo eso, los inminentes protagonistas de las joyas del séptimo arte que estábamos a punto de pergeñar. De todos modos, nadie perdía sus características propias. El “langa” se paseaba entre la gente con una taza de café y su invariable sonrisa; la “camionera” había venido más enjoyada que nunca; el “líder” mostraba que podía ser el capo de la alianza pero su esposa, pegada a él como estampilla y susurrándole constantemente al oído, denunciaba quién llevaba los pantalones; desde un rincón, la dama joven, devenida candidata a concejal por la gracia recibida y otorgada, le hacía sonrisitas al jefe de campaña; uno de los mascarones de proa, el del traje marrón-cremita, recitaba su parlamento en una esquina, mirando a la pared como si estuviese en penitencia. El clima era de algarabía estudiantil hasta que el director a cargo de la filmación dio la orden de comenzar y comenzó a acomodar a los actores. Luego pidió que se encendieran las luces y, tras el tradicional “se filma”, todos vimos en silencio cómo se desarrollaba el evento. Las cosas iban medianamente bien, considerando que no estábamos trabajando con profesionales, cuando un grito sacudió la escena. La esposa del “líder”, que miraba con atención en el monitor del director, sentada en el sillón del director, haciendo como que era el director, había sido presa de un ataque de histeria:
–¡Pepe! ¡Te brilla la frente! ¡Maquillaje, maquillaje!
La maquilladora, delgada, bonita y simpática, se acercó a reparar tamaña afrenta al buen gusto, seguida por la mirada llamante de la esposa que no era ni delgada ni bonita ni simpática. Y, dos minutos después, todo había vuelto a la normalidad. Casi.
–¡Pepe! ¡Tenés los ojos rojos! ¡Maquillaje, maquillaje, el colirio, rápido!, –volvió a aullar la santa esposa del "líder".
La maquilladora, delgada, bonita y simpática pero ya con cara de embole, llegó corriendo con el frasquito en la mano. Cuando se estaba acercando al “líder” para solucionar el inconveniente, la esposa del capo se le interpuso, le arrebató el milagroso Lidil y se abalanzó hacia su marido, que esperaba ya con la cabeza en alto, con tanto ímpetu que estrelló el pico del frasco contra el interior del ojo del sumiso cónyuge. Resultado: filmación suspendida por un rato y esposa saliendo “a tomar aire” por consejo del “director” que trataba por todos los medios de contener la ira del otro director.
Retomamos la tarea, sin embargo, algo había cambiado en el ánimo de los presentes. Cierto cansancio y malestar empezaba a notarse, sobre todo en los políticos que viendo lo avanzado de la hora se impacientaban por cumplir con los compromisos que llenaban sus agendas. Por fin pudimos volver a rodar. Aunque no todo iba a salir tan fácil como parecía. Uno de los candidatos tenía un parlamento de apenas cinco palabras: “Vamos a combatir la corrupción”. No podía ser más sencillo, sobre todo para alguien que, como él, había pertenecido al Poder Judicial. Pero la escena demandó más de dos horas. Toma tras toma, el tipo intentaba sin éxito decir su línea.
A la quinta vez que el contundente "Vamos a compartir la corrupción" estremeció la implacable luminosidad de los reflectores, medio equipo creativo estaba revolcándose y ahogando las risas bajo la enorme mesa de cristal; parte del equipo de filmación había salido de la sala porque no podía aguantar las carcajadas y el ánimo del director era apocalíptico; y los candidatos intercambiaban miradas de vergüenza ajena y propia. Hasta que alguien, desde el fondo de la habitación, gritó: “Bueno, che, no lo gasten, al menos el tipo quiere compartir”.
Lo que hasta ese momento había sido un tranquilo discurrir de los días se transformó de pronto en agitación sin respiro. Las militantes de la tercera edad, que ocupaban sus tardes llenando sobres con material promocional, entraban en nuestra área de trabajo cada hora u hora y media gritando como colegialas excitadas: “¿Llegaron los pins y las banderitas? ¿Llegaron los pins y las banderitas?”. Estaban impacientes por lucir en sus pechos el botón con la cara del “líder” y hacer flamear los colores del partido. Los integrantes de la juventud, en cambio, no mostraban interés por el merchandising sino por presentarnos regularmente los productos de su bullente creatividad que se materializaban en irrealizables proyectos de comerciales y actos multitudinarios. La salita verde, por su parte, continuaba con las reuniones semanales, mientras que cada integrante persistía en las actitudes que ya he relatado. Finalmente, en una de esas reuniones, se aprobaron los guiones para los comerciales de televisión y, unos días después, estábamos listos para filmar.
Titánica fue la tarea de juntar a los candidatos de todas las provincias. No menos arduo fue explicarles el tipo de vestimenta que tenían que llevar. Pero lo peor de todo fue recibir, una tras otra, llamadas en las que preguntaban si cremita era lo mismo que marrón, si gris oscuro daba igual que gris claro o gris topo, si negro era mejor que azul, si el cinturón, los zapatos, la corbata y el pañuelito debían combinar, confirmando que cualquier burla que yo hubiese inventado no era más que un amago de realidad, triste realidad.
Llegué a la locación a las seis de la mañana para estar mientras se armaban el set –en la sala de reuniones de una empresa– y el lugar donde se tomarían algunas fotos –en una oficina de la misma empresa–, todo especialmente acondicionado para que pareciera que los muchachos eran devotos del trabajo.
De a poco, empezaron a caer los candidatos, funda con traje en mano, listos para pasar a maquillaje. A medida que se amontonaban, el ambiente se iba haciendo más raro: al equipo de filmación, como treinta personas entre maquillaje, iluminación, cámaras, eléctricos, director y asistentes, nos sumábamos nosotros, los integrantes del equipo creativo, y a todo eso, los inminentes protagonistas de las joyas del séptimo arte que estábamos a punto de pergeñar. De todos modos, nadie perdía sus características propias. El “langa” se paseaba entre la gente con una taza de café y su invariable sonrisa; la “camionera” había venido más enjoyada que nunca; el “líder” mostraba que podía ser el capo de la alianza pero su esposa, pegada a él como estampilla y susurrándole constantemente al oído, denunciaba quién llevaba los pantalones; desde un rincón, la dama joven, devenida candidata a concejal por la gracia recibida y otorgada, le hacía sonrisitas al jefe de campaña; uno de los mascarones de proa, el del traje marrón-cremita, recitaba su parlamento en una esquina, mirando a la pared como si estuviese en penitencia. El clima era de algarabía estudiantil hasta que el director a cargo de la filmación dio la orden de comenzar y comenzó a acomodar a los actores. Luego pidió que se encendieran las luces y, tras el tradicional “se filma”, todos vimos en silencio cómo se desarrollaba el evento. Las cosas iban medianamente bien, considerando que no estábamos trabajando con profesionales, cuando un grito sacudió la escena. La esposa del “líder”, que miraba con atención en el monitor del director, sentada en el sillón del director, haciendo como que era el director, había sido presa de un ataque de histeria:
–¡Pepe! ¡Te brilla la frente! ¡Maquillaje, maquillaje!
La maquilladora, delgada, bonita y simpática, se acercó a reparar tamaña afrenta al buen gusto, seguida por la mirada llamante de la esposa que no era ni delgada ni bonita ni simpática. Y, dos minutos después, todo había vuelto a la normalidad. Casi.
–¡Pepe! ¡Tenés los ojos rojos! ¡Maquillaje, maquillaje, el colirio, rápido!, –volvió a aullar la santa esposa del "líder".
La maquilladora, delgada, bonita y simpática pero ya con cara de embole, llegó corriendo con el frasquito en la mano. Cuando se estaba acercando al “líder” para solucionar el inconveniente, la esposa del capo se le interpuso, le arrebató el milagroso Lidil y se abalanzó hacia su marido, que esperaba ya con la cabeza en alto, con tanto ímpetu que estrelló el pico del frasco contra el interior del ojo del sumiso cónyuge. Resultado: filmación suspendida por un rato y esposa saliendo “a tomar aire” por consejo del “director” que trataba por todos los medios de contener la ira del otro director.
Retomamos la tarea, sin embargo, algo había cambiado en el ánimo de los presentes. Cierto cansancio y malestar empezaba a notarse, sobre todo en los políticos que viendo lo avanzado de la hora se impacientaban por cumplir con los compromisos que llenaban sus agendas. Por fin pudimos volver a rodar. Aunque no todo iba a salir tan fácil como parecía. Uno de los candidatos tenía un parlamento de apenas cinco palabras: “Vamos a combatir la corrupción”. No podía ser más sencillo, sobre todo para alguien que, como él, había pertenecido al Poder Judicial. Pero la escena demandó más de dos horas. Toma tras toma, el tipo intentaba sin éxito decir su línea.
A la quinta vez que el contundente "Vamos a compartir la corrupción" estremeció la implacable luminosidad de los reflectores, medio equipo creativo estaba revolcándose y ahogando las risas bajo la enorme mesa de cristal; parte del equipo de filmación había salido de la sala porque no podía aguantar las carcajadas y el ánimo del director era apocalíptico; y los candidatos intercambiaban miradas de vergüenza ajena y propia. Hasta que alguien, desde el fondo de la habitación, gritó: “Bueno, che, no lo gasten, al menos el tipo quiere compartir”.