Mi paso por la universidad fue rápido e intenso. Sin contar los dos cuatrimestres del Ciclo Básico Común, fueron tres años de lujuria intelectual. Los grandes que hasta pocos años atrás habían estado silenciados, ocupaban nuevamente el territorio que les pertenecía y su regreso transformó la experiencia universitaria en una aventura para privilegiados, una travesía ardua y fascinante.
Para mí, que venía de ser dos veces madre, de estudiar ingeniería y arquitectura; ser alumna de la Facultad de Filosofía y Letras era cumplir un sueño que había estado, literalmente, clausurado.
Pero, al poco tiempo, cuando las mieles del encantamiento comenzaron a disolverse en la inevitable rutina, quedaron al descubierto las internas de académicos y alumnos.
Había cátedras para iniciados y cátedras para "dummies". Había materias-materias y materias-de-rellleno. Había docentes eminentes y docentes dinosaurios. Estructuralistas y old fashioned. Estaban los repatriados y los que nunca habían dejado de estar. Y ambos grupos cruzaban entre sí miradas de desprecio y desconfianza.
Entre el alumnado estaban los posmodernos, con su pasión por la filosofía y los grandes teóricos del siglo XX; los militantes que no tenían demasiado tiempo para estudiar; y los burgueses que, con demasiado tiempo y recursos, eran mejor recibidos en las cátedras ortodoxas que en las supuestamente revolucionarias.
Había mucho y variado. Lo que no había era un plan de estudios. Eso, sumado al hecho de que las correlatividades eran muy pocas y que, además, –siempre y cuando se cursaran diferentes programas– se podía cursar dos veces la misma materia y valía como dos; hacía que la carrera de Letras fuese caótica.
Sin embargo, no fue nada de todo eso lo que me hizo abandonar. Una noche, mientras asistía al tercer teórico del día –martes y jueves de 21 a 23–, cuando se me caían los párpados del sueño, sentía que los pies se me paralizaban del frío y pensaba no sin nostalgia que no vería a mis hijos hasta la mañana siguiente, la voz del profesor indicó las lecturas obligatorias para la siguiente clase: Edgar Allan Poe, "La caída de la casa Usher". ¡No lo podía creer! No voy a discutir a Poe que es uno de mis escritores favoritos. Pero, habiendo tanta literatura me parecía imposible que tres docentes sobre tres que había escuchado en el día hablaran del mismo texto que yo había leído por primera vez a los nueve años. Sí, tanto en Teoría y Crítica Literaria I como, con absoluto derecho, en Literatura Norteamericana como en la fría noche de agosto en que se desarrollaba la clase de Literatura Argentina III, Roderick y Madeline Usher volvían a ser los protagonistas.
Algo se me revolvió adentro. Muy contra mi costumbre, en mitad de la clase abandoné el aula. Silenciosa, me deslicé por las escaleras de Puán. Salí a la calle. Respiré hondo. Y nunca más volví a la facultad.
Para mí, que venía de ser dos veces madre, de estudiar ingeniería y arquitectura; ser alumna de la Facultad de Filosofía y Letras era cumplir un sueño que había estado, literalmente, clausurado.
Pero, al poco tiempo, cuando las mieles del encantamiento comenzaron a disolverse en la inevitable rutina, quedaron al descubierto las internas de académicos y alumnos.
Había cátedras para iniciados y cátedras para "dummies". Había materias-materias y materias-de-rellleno. Había docentes eminentes y docentes dinosaurios. Estructuralistas y old fashioned. Estaban los repatriados y los que nunca habían dejado de estar. Y ambos grupos cruzaban entre sí miradas de desprecio y desconfianza.
Entre el alumnado estaban los posmodernos, con su pasión por la filosofía y los grandes teóricos del siglo XX; los militantes que no tenían demasiado tiempo para estudiar; y los burgueses que, con demasiado tiempo y recursos, eran mejor recibidos en las cátedras ortodoxas que en las supuestamente revolucionarias.
Había mucho y variado. Lo que no había era un plan de estudios. Eso, sumado al hecho de que las correlatividades eran muy pocas y que, además, –siempre y cuando se cursaran diferentes programas– se podía cursar dos veces la misma materia y valía como dos; hacía que la carrera de Letras fuese caótica.
Sin embargo, no fue nada de todo eso lo que me hizo abandonar. Una noche, mientras asistía al tercer teórico del día –martes y jueves de 21 a 23–, cuando se me caían los párpados del sueño, sentía que los pies se me paralizaban del frío y pensaba no sin nostalgia que no vería a mis hijos hasta la mañana siguiente, la voz del profesor indicó las lecturas obligatorias para la siguiente clase: Edgar Allan Poe, "La caída de la casa Usher". ¡No lo podía creer! No voy a discutir a Poe que es uno de mis escritores favoritos. Pero, habiendo tanta literatura me parecía imposible que tres docentes sobre tres que había escuchado en el día hablaran del mismo texto que yo había leído por primera vez a los nueve años. Sí, tanto en Teoría y Crítica Literaria I como, con absoluto derecho, en Literatura Norteamericana como en la fría noche de agosto en que se desarrollaba la clase de Literatura Argentina III, Roderick y Madeline Usher volvían a ser los protagonistas.
Algo se me revolvió adentro. Muy contra mi costumbre, en mitad de la clase abandoné el aula. Silenciosa, me deslicé por las escaleras de Puán. Salí a la calle. Respiré hondo. Y nunca más volví a la facultad.
1 comentario:
El Escarbajo de Oro y la Carta Robada son mi cuentos favoritos... mentira, todos lo son!
Chris
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