Cuando recibí el llamado para ese nuevo trabajo, mi experiencia como fantasma era bastante amplia. La búsqueda se orientaba a una persona altamente entrenada para escribir, investigar sobre historia, informada y, por sobre todas las cosas, de máxima discreción. Una amiga que ya formaba parte del equipo, sabiendo que mi perfil se ajustaba, le había proporcionado mis datos a quien estaba a cargo de la dirección. Sin embargo, aunque la propuesta era sumamente atractiva, yo nunca antes me había desempeñado en política y el salto de la ficción a la realidad me provocaba un molesto cosquilleo en el estómago. Si bien no se me había informado para quién trabajaría, el desafío de conocer por dentro las alternativas de una campaña electoral sonaba muy tentador.
La entrevista, que por acuciante necesidad de mis potenciales empleadores tuvo lugar casi inmediatamente después del llamado, se desarrolló en una mansión estilo Tudor acondicionada como oficina y situada en un elegante barrio de la ciudad. Una amable recepcionista me condujo a través de una gran sala donde trabajaban al menos cinco personas para luego ascender a la planta alta donde, tras una doble puerta de madera, me esperaba el “director”: cincuenta y pocos, barba y cabello entrecanos y cuidadosamente descuidados, y con ese agradable no sé qué que denuncia que el “don de gentes” ha escalado hasta transformarse en “don de agenda”. Tras él, una pizarra blanca en la que se destacaba lo que parecía ser el borrador de un diagrama organizacional; y a un costado, un gran televisor encendido y sin volumen.
En pocas palabras, café mediante, volvió a explicarme los requerimientos mínimos para ocupar la posición y me preguntó si creía cumplirlos. Ni lerda ni perezosa, le contesté que de otro modo no estaría postulándome y agregué que, en definitiva, al momento de llamarme él ya debería haber estado convencido. Reímos de buena gana. La esgrima verbal nos sentaba bien a ambos. Entablamos una conversación casi sin importancia acerca de cuestiones de actualidad. Minutos después, yo había comprendido que la mecánica de la charla consistía en un simple “cambio de figuritas”: te cuento algo para que me cuentes algo. Entonces me relató su trayectoria para luego decir:
–Hablame de tus antecedentes laborales.
A ver si me explico: los fantasmas no tenemos antecedentes laborales; de los otros no estoy segura, pero laborales no; nuestro curriculum vitae es un compendio de vaguedades, no sólo porque debemos guardar secreto profesional sino también porque si decidiéramos gritar a los cuatro vientos para quiénes trabajamos nadie querría creerlo. Así que sonreí y, consciente de que todo lo que dijese podía ser tomado en mi contra, me quedé calladita. Sin saberlo, había pasado la prueba de fuego de la discreción. El bache de silencio se llenó con generalidades que tendían a indagar acerca de mi situación familiar, disponibilidad horaria, nivel socioeconómico. Lo que no mucho tiempo después yo iba a poder identificar como las “variables duras” de una maqueta de interrogación.
–¿Y qué me podés decir acerca de tu formación?, disparó después de haber hecho una reseña de sus estudios.
Como no tenía nada que ocultar, me explayé acerca de mi completísima lista de estudios incompletos no sin sentirme una especie de vagabunda de facultades, investigadora de disciplinas disímiles y abandónica consuetudinaria. A esta altura de la entrevista, muchos de los empleados habían golpeado la puerta del despacho para despedirse. Cuando le llegó el turno a la recepcionista, el “director” le dijo:
–Antes, por favor, traeme un gin tonic, –y, mirándome –¿Un gin tonic, un whisky?
–Gracias, pero no trabajo mientras tomo. –contesté.
Se rió y siguió hablando, vaso en mano, hielo tintineando contra el cristal, cigarrillo y el televisor, que había estado encendido en todo momento, ahora con el volumen más alto para poder escuchar los noticieros que se emitían a esa hora.
Algo trascendente debo haber comentado acerca de lo que veíamos porque de inmediato tomó el control remoto, apagó el aparato y me miró fijo:
–¿Sabés por qué estás acá? –sin darme tiempo a contestar la obviedad que se me ocurría, siguió –Vas a trabajar en la construcción de un partido político. ¿Cuándo podés empezar?
La entrevista, que por acuciante necesidad de mis potenciales empleadores tuvo lugar casi inmediatamente después del llamado, se desarrolló en una mansión estilo Tudor acondicionada como oficina y situada en un elegante barrio de la ciudad. Una amable recepcionista me condujo a través de una gran sala donde trabajaban al menos cinco personas para luego ascender a la planta alta donde, tras una doble puerta de madera, me esperaba el “director”: cincuenta y pocos, barba y cabello entrecanos y cuidadosamente descuidados, y con ese agradable no sé qué que denuncia que el “don de gentes” ha escalado hasta transformarse en “don de agenda”. Tras él, una pizarra blanca en la que se destacaba lo que parecía ser el borrador de un diagrama organizacional; y a un costado, un gran televisor encendido y sin volumen.
En pocas palabras, café mediante, volvió a explicarme los requerimientos mínimos para ocupar la posición y me preguntó si creía cumplirlos. Ni lerda ni perezosa, le contesté que de otro modo no estaría postulándome y agregué que, en definitiva, al momento de llamarme él ya debería haber estado convencido. Reímos de buena gana. La esgrima verbal nos sentaba bien a ambos. Entablamos una conversación casi sin importancia acerca de cuestiones de actualidad. Minutos después, yo había comprendido que la mecánica de la charla consistía en un simple “cambio de figuritas”: te cuento algo para que me cuentes algo. Entonces me relató su trayectoria para luego decir:
–Hablame de tus antecedentes laborales.
A ver si me explico: los fantasmas no tenemos antecedentes laborales; de los otros no estoy segura, pero laborales no; nuestro curriculum vitae es un compendio de vaguedades, no sólo porque debemos guardar secreto profesional sino también porque si decidiéramos gritar a los cuatro vientos para quiénes trabajamos nadie querría creerlo. Así que sonreí y, consciente de que todo lo que dijese podía ser tomado en mi contra, me quedé calladita. Sin saberlo, había pasado la prueba de fuego de la discreción. El bache de silencio se llenó con generalidades que tendían a indagar acerca de mi situación familiar, disponibilidad horaria, nivel socioeconómico. Lo que no mucho tiempo después yo iba a poder identificar como las “variables duras” de una maqueta de interrogación.
–¿Y qué me podés decir acerca de tu formación?, disparó después de haber hecho una reseña de sus estudios.
Como no tenía nada que ocultar, me explayé acerca de mi completísima lista de estudios incompletos no sin sentirme una especie de vagabunda de facultades, investigadora de disciplinas disímiles y abandónica consuetudinaria. A esta altura de la entrevista, muchos de los empleados habían golpeado la puerta del despacho para despedirse. Cuando le llegó el turno a la recepcionista, el “director” le dijo:
–Antes, por favor, traeme un gin tonic, –y, mirándome –¿Un gin tonic, un whisky?
–Gracias, pero no trabajo mientras tomo. –contesté.
Se rió y siguió hablando, vaso en mano, hielo tintineando contra el cristal, cigarrillo y el televisor, que había estado encendido en todo momento, ahora con el volumen más alto para poder escuchar los noticieros que se emitían a esa hora.
Algo trascendente debo haber comentado acerca de lo que veíamos porque de inmediato tomó el control remoto, apagó el aparato y me miró fijo:
–¿Sabés por qué estás acá? –sin darme tiempo a contestar la obviedad que se me ocurría, siguió –Vas a trabajar en la construcción de un partido político. ¿Cuándo podés empezar?
1 comentario:
A vos te pasa cada cosa... Me gusta.
Y no me extrañes... todavía.
Ya publicaré.
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